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De las elecciones, la unidad y lo racional

Francisco Jurado Gilabert

Se sigue agitando el abanico de iniciativas electorales de cara a las Europeas. Como en un baby boom de posguerra, la tierra abonada por las acampadas, por las asambleas o por las campañas en (la) red parece ser fértil para el nacimiento de mil y un proyectos que llamen la atención y recaben el apoyo de la indignación. No en vano, aproximadamente la mitad del censo electoral está huérfano de papeleta y, o bien no votará, o bien lo hará tapándose la nariz. Un caramelo muy dulce para el ensayo de fórmulas que pesquen en un caladero tan frondoso. Fórmulas nuevas, fórmulas no tan nuevas y las mismas viejas fórmulas de siempre.

Pero plantear la cuestión en estos términos es otorgarle ab initio la iniciativa a la “oferta electoral”. Para el conjunto de los electores supone un “decidir en función de lo que me ofrecen”. Es tan fuerte esta dinámica, heredada de la práctica social instituida elección tras elección, que incluso mucha gente sin tradición de militar en un partido decide intervenir en el proceso electoral uniéndose a la oferta, abandonando las filas de la demanda, lanzando su propia iniciativa.

En este particular mercado de “productos electorales”, la demanda reduce su papel al del cliente que suscribe un contrato de adhesión (como las hipotecas o el ADSL). Observamos el catálogo y nos decantamos, adhiriéndonos mediante el voto, a la oferta que más nos guste. La palabra demanda, en este supuesto, se vacía de todo su contenido etimológico. No se demanda, se compra. El problema de un contrato de adhesión es que, en la relación de poder que se establece entre oferente y demandante, este último se encuentra en desventaja, una desventaja que se materializa en su falta de capacidad para exigir que la oferta en cuestión se modifique; en cambiar, anular o añadir nuevas cláusulas.

Esta es la razón y el motivo de la existencia, en otro tipo de mercados, de las asociaciones de consumidores o de los sindicatos en una negociación colectiva: unificar los intereses de la parte más vulnerable de la relación mediante la agregación de individuos con base en intereses comunes. Lo racional, por tanto, entre los indecisos e indefensos electores, sería organizarse en torno a lo que demandan de una lista electoral, sea o no partido, sin tener que cambiarse de bando. Lo racional sería que, agrupados miles de electores en una asociación de defensa de sus demandas e intereses, fueran los partidos los que se sintiesen obligados a satisfacerlas para colocar su papeleta en la urna.

Y es que, si observamos el comportamiento electoral, nos llevamos la sorpresa de comprobar que son los electores los que se suelen comportar racionalmente, al contrario que las élites de los partidos. Un viejo estudio de Günther, que data del año 1989, analizaba en el caso español cómo influía la legislación electoral, tanto en las cúpulas de los partidos como en los votantes, llegando a la conclusión anterior. Constataba Günther que, con una ley electoral que favorecía claramente la concentración de ofertas electorales, era irracional que las élites políticas renunciasen a buscar grandes coaliciones. Muy por el contrario, la tendencia es que aumente el número de opciones a cada elección que pasa, con la correspondiente dispersión del voto. Esto provoca que, tras los escrutinios, miles de personas no alcancen a ser representados, pues su opción no ha obtenido los mínimos establecidos legalmente para obtener un escaño, o que varios partidos se vean infrarrepresentados, atendiendo a la relación desproporcionada entre los votos obtenidos y los escaños conseguidos.

En la otra orilla, la de los electores, Günther apreciaba cómo sí se seguía una estrategia racional, en la que muchos votantes renunciaban a la que sería su opción preferida, decantándose por otra similar que tuviese, a priori, más opciones de obtener representación. Lo que popularmente se conoce como voto útil.

Si nos centramos en el siguiente acontecimiento electoral, las europeas, podemos constatar perfectamente la tendencia irracional en el lado de la oferta. Para convocar a un “segmento” de electores, aquellos que empatizan con el espíritu 15M, ya se han presentado un buen puñado de opciones electorales, que se suman a las que ya existían. El efecto que esto causa en la demanda es terrible, no sólo porque la disgregue con el riesgo de que el apoyo a cada una de las opciones por separado sea insignificante, también porque, en la adhesión que cada elector hace respecto de “su” opción, ésta adquiere la dinámica competitiva que se da en el conjunto de la oferta. Entonces, ya no consiste sólo en decidirse por un partido/lista, sino en criticar al resto porque “la mía” es la mejor, dicho con otras palabras, para que sea “la mía” la más votada.

Si ustedes se fijan, en el momento en que los votantes interiorizan esta dinámica competitiva (en un juego de suma cero), la idea de comportarnos como una gran asociación de electores, y de este modo condicionar el comportamiento de la oferta, se evapora, desaparece.

En conclusión, si lo que queremos es que nuestros intereses y nuestras demandas sean efectivamente defendidos en sede parlamentaria (sea europea, estatal, autonómica o municipal), debemos, como electores, presionar para que las élites de los partidos tengan que hacer política entre ellas, tengan que ponerse de acuerdo, renunciando a cotas de poder, superando diferencias que, en gran medida, suelen ser personales, derivadas de egos o de experiencias pasadas, que no se fundan realmente en divergencias programáticas y de contenido. Además, en los intentos por llegar a acuerdos se comete un error garrafal, y es que se suele intentar alcanzar el mínimo común múltiplo de todas las iniciativas electorales, cuando lo eficaz sería centrarse en determinar cuál es su máximo común divisor.El panorama actual presenta, sin exagerar, unas seis o siete iniciativas electorales cuyos programas podrían encajar perfectamente y uno, como elector, se hace una pregunta muy simple: ¿por qué tengo que elegir entre una de ellas?

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