¿Quién filtrará los documentos de la persecución contra Assange?
En alguna carpeta, en un disco duro, en ficheros encriptados, en un cajón, en algún sitio reservado e inaccesible se guardan documentos que prueban la persecución brutal contra Julian Assange: informes, órdenes, cables y correos cruzados entre altos funcionarios, servicios de inteligencia, gobernantes, jueces y fiscales de Estados Unidos, Reino Unido, Suecia, Ecuador y otros países. Estoy seguro de que algún día conoceremos con todo detalle, negro sobre blanco, la estrategia para neutralizar al fundador de Wikileaks, hacerle la vida imposible, encarcelarlo sin juicio, castigar su activismo y mandar un aviso ejemplarizante a futuros filtradores. La pregunta que me hago cuando se cumplen cuatro años de su encierro en una prisión de máxima seguridad, es: ¿quién se atreverá a filtrar esos documentos?
Supongo que si alguien tiene acceso a ellos, se lo pensará dos veces antes de publicarlos. Si lo haces, ya sabes a lo que te arriesgas: ser perseguido de por vida, que no haya país seguro, que se retuerzan denuncias dudosas y procesos judiciales en tu contra, que te pases el resto de tu vida encerrado sin siquiera ser juzgado: Assange no ha recibido ninguna condena y sin embargo lleva ya 11 años privado de libertad. Pasó siete años confinado en la embajada de Ecuador en Londres, que aunque repitan que era una “prisión de lujo” lo sustantivo ahí es “prisión”, nadie querría perder siete años ni en un balneario. Y para compensar el “lujo” de su anterior encierro, ahora lleva otros cuatro años en la cárcel de Belmarsh, conocida tiempo atrás como “el Guantánamo británico”.
Assange está encerrado en estrictas condiciones de aislamiento y tortura psicológica que solo sufren los acusados de terrorismo: pasa la mayor parte del tiempo solo, y los pocos minutos diarios que sale de la celda, vacían antes los pasillos para que no tenga contacto con nadie. Tiene las comunicaciones muy restringidas incluso con sus abogados, denegadas las visitas de organizaciones civiles como Reporteros sin Fronteras, con sospechas de trato inhumano y deterioro físico y mental. Assange sabe que de ahí solo puede salir para peor: una próxima extradición a Estados Unidos, donde un tribunal especial le aplique sumarísimamente la excepcional Ley de Espionaje y lo condene a decenas de años de cárcel en el mejor de los casos.
El mensaje está claro: quien filtra, paga. Quien se atreva a perjudicar los intereses estadounidenses revelando documentos comprometedores, sufrirá las consecuencias, no escapará, se pudrirá en la cárcel. Da igual que las filtraciones de Wikileaks desvelasen crímenes de guerra en Irak y Afganistán, torturas sistemáticas, decenas de miles de civiles muertos o los trapos sucios de la diplomacia. Nada de todo eso es comparable con haber sacado a la luz los papeles que lo prueban. Y por eso, tras miles de documentos filtrados, ninguno de los responsables señalados en esos papeles ha sido siquiera investigado, y el único que paga un precio es el mensajero, aplicando la clásica fórmula de “matar al mensajero”. O más bien “matar al filtrador”, porque aquellos grandes medios que recibieron y publicaron las filtraciones no han sufrido consecuencias. Medios que, por cierto, se han mostrado más bien tibios y cabría esperar de ellos un compromiso mayor en la defensa de Assange, que es la defensa de la libertad de prensa y el derecho a la información.
Si todavía les queda alguna duda, lean esta espeluznante entrevista con el relator especial de la ONU para casos de tortura. Me temo que también la habrá leído el posible filtrador de los documentos de la persecución brutal contra Assange.
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