Una Francia reaccionaria que nunca dejó de existir
Casablanca es una película deliciosa, pero permítanme decirles, medio en broma, medio en serio, que ha contribuido a dar una imagen falsa de Francia. En la película de Michael Curtiz, todos los franceses son resistentes al régimen ultraderechista del mariscal Pétain, hasta el punto de que incluso el capitán Renault termina yéndose con Rick a combatir a los nazis y sus aliados galos.
No fue así en la realidad. La mayoría de los franceses sostuvo a Pétain y su colaboracionismo con Hitler hasta que los aliados desembarcaron en Normandía. El mito de la Francia resistente fue una sobresaliente creación del general De Gaulle, un nacionalista de derechas que salvó el honor de su país en la Segunda Guerra Mundial, y al que terminaron aliándose comunistas franceses, exiliados republicanos españoles y otras minorías antifascistas.
Me extraña que tanta gente se extrañe por el hecho de que la ultra Marine Le Pen le haya dado una sonora bofetada al presidente Macron en las elecciones europeas del pasado domingo (31% frente a 14%). Para empezar, Macron se la había ganado a pulso con su gélida arrogancia, su falta de empatía con los sufrimientos de las clases populares, su neoliberalismo trasnochado y su absurda sobreactuación en la causa atlantista y anti-Putin. Y además, cabe recordar que siempre ha existido una Francia muy de derechas.
Soy francófilo, que conste. Adoro la lengua y la cultura francesas y creo que si Francia no existiera, habría que inventarla. Hasta que llegó Macron, Francia era de los pocos diques existentes en el mundo occidental frente a la uniformización anglosajona, un excelente aliado por ello del mundo ibérico. Pero sé también que Francia no son solo esos destellos fulgurantes que han iluminado a la humanidad: Voltaire y Rousseau, la revolución de 1789, el republicanismo de Victor Hugo, la Comuna de París, Boris Vian y Albert Camus en los cafés de la Rive Gauche, el Mayo del 68… Al lado de todo esto, y mayoritaria con frecuencia, siempre ha existido una Francia conservadora y hasta abiertamente reaccionaria.
Recuerden: Francia también es el país del golpe de Estado del 18 de Brumario de Napoleón, de la sangrienta represión de la Comuna, del antisemitismo del affaire Dreyfus, de la Action Française de Charles Maurras, del intento ultra de asalto a la Asamblea Nacional de 1934, del régimen autoritario y colaboracionista de Pétain… Esta Francia reaccionaria hasta ha producido grandes escritores de ideas sucias como Drieu La Rochelle, Brasillach y Céline.
Yo vivía en París hace tres décadas cuando esta Francia reaccionaria volvió a la escena política de la mano del Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen, el padre de la mucho más astuta Marine. Planteaba el Frente Nacional problemas reales, aunque sus respuestas siempre fueran tan disparatadas como la eurofobia, la islamofobia y la nostalgia de un pasado imperial. Hablaba de cosas de las que hablaba la gente del común en sus trabajos, hogares y tabernas, pero que eran tabú para las elites dominantes del centroderecha y el centroizquierda.
Me refiero a temas como la pérdida de puestos de trabajo nacionales como consecuencia de la sacrosanta globalización. O como la competencia desleal de productos extranjeros hechos con sueldos miserables, condiciones laborales esclavistas y desprecio al medio ambiente. Ese tipo de temas que llevarían a Trump a conquistar la Casa Blanca en 2016.
Explotaban también los ultras de Le Pen otros miedos de la gente del común. El miedo de tantos varones a la igualdad de la mujeres y la visibilización de gais, lesbianas y transexuales. El miedo de los blancos a que sus calles se fueran llenando de personas de piel oscura. Pero, en vez de plantarles cara culturalmente, de defender sin complejos las muchas ventajas de tales transformaciones, las elites se quitaban de encima esos asuntos tildando de fachas a los que los proponían. Hasta que llegó el momento, que es el actual, en Francia y tantos otros países occidentales, en que los ultras dijeron: ¿Fachas? Pues sí. Y a mucha honra. Reivindicamos la libertad de ser fachas.
Ahora presumen de rebeldes y cosechan entre los descontentos con el capitalismo salvaje. Aunque nunca dirán que la culpa es de los banqueros y los empresarios, no, eso nunca. Siempre acusarán a los más débiles. Ayer eran los judíos, hoy los musulmanes. Y siempre, los inmigrantes, las mujeres, los homosexuales, los parados, pensionistas y dependientes que cobran subsidios.
No tengo ni idea de si Le Pen logrará ganar las legislativas anticipadas que ha convocado Macron, obligándole así a cohabitar con el primer ministro ultra Jordan Bardella. No lo deseo, por supuesto, aunque Macron me parezca un cretino. Y me alegra que Les Républicains, el cada vez más pequeño partido heredero del general De Gaulle, destituyera ayer a su líder, Eric Ciotti, por la suprema traición de querer pactar con la ultraderecha de Le Pen, los nietos políticos de Pétain. Una muestra encomiable de panache, de excepción francesa. No todas las derechas están dispuestas a servir de alfombra a los ultras.
En fin, de lo poco en claro que saco de los comicios europeos del domingo es que el giro a la izquierda que, por necesidad o convicción, ha ido imprimiendo Pedro Sánchez al PSOE ha salvado a este partido de la triste suerte de sus correligionarios franceses. El PSOE, con un sólido 30% del electorado, es hoy el primer partido de la familia socialdemócrata europea. Quizá sea que a la ultraderecha se la combate mejor aplicando políticas sociales que beneficien a la gente del común. No sé qué pensará Felipe González de esto.
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