El futuro del futuro
A veces sueño con un futuro donde inventamos un futuro –y tenemos, entonces, qué querer. Sería maravilloso: por oposición, sobre todo, a este presente.
Vivimos tiempos sin futuro. Vivimos, en realidad, convencidos de que no lo hay, o sea: que dentro de veinte o treinta o cincuenta años todo va a ser igual que esto con ligeros cambios, y que esos cambios serán técnicos. La base del capitalismo es la creencia en el poder de la técnica: que sólo podamos pensar en ese tipo de cambios es el mayor triunfo de su idea.
Imaginamos –intentamos imaginar– un mundo con inteligencia artificial, territorios virtuales, robots omnipresentes, automóviles automóviles, vidas alargadas, pero aceptamos que el capitalismo de mercado es para siempre. En eso somos muy poco originales: en general, no hubo época, no hubo organización social que no creyera que duraría para siempre. El imperio romano iba a ser imperialmente eterno, los reyes de derecho divino venían garantizados por la divinidad, las mujeres nunca votarían. Todos se lo creen, hasta que aparecen, en cada época, los primeros locos y los primeros signos que anuncian qué podría reemplazarla. Ahora no parece que los haya: el futuro que nos atrajo durante los últimos 150 años terminó en presentes horribles; lo descartamos y todavía no encontramos el siguiente. El arte, como siempre, se adelantó a su sociedad: había punks que gritaban No future a fines de los setentas, cuando muchos creíamos que lo había todavía.
Ahora no hay, y tampoco en eso somos originales. Siempre hubo, a lo largo de la historia, épocas en que esos que no aceptan su presente no consiguen imaginar un futuro distinto. Siempre hubo tiempos con futuro, tiempos sin. Y esas sociedades que no tienen una idea clara de cómo querrían que fuera su futuro, que no consiguen imaginarle nada bueno, le temen. Así, hay tiempos que desean que ese futuro llegue y tiempos que sólo esperan que tarde todo lo posible.
Vivimos en uno de esos: tiempos asustados, defensivos. Vivimos preocupados por la decadencia de nuestras condiciones de vida, por la falta de incentivos, por la pérdida de empleos, por el exceso de personas, por los gobiernos brutos, por la degradación del medio ambiente. Vivimos peleando contra, casi nunca a favor. Vivimos preocupados porque no tenemos dónde ir: no tenemos un futuro adónde ir.
Para poder construir un futuro se necesita, antes que nada, imaginarlo. Lo difícil no es conseguir algo que parece imposible; lo difícil es definir ese algo. Eso es, supongo, lo que nos toca ahora: empezar a pensar cómo querríamos que fuera ese mundo donde sí valdría la pena, a suponerlo, a diseñar sus rasgos principales, a empezar a hacerlo posible creyéndolo posible. Y conseguir, entonces, dentro de veinte o treinta años, un mundo donde muchos sepamos –o sepan– qué estaremos –estarán– intentando construir. No hay momento mejor. Con ese futuro sueño, muchas veces, cuando me despierto: un futuro donde sí tenemos un futuro, y vamos a buscarlo.