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La generación que sí quería un piso en propiedad

Una persona hace uso de la aplicación móvil de Idealista, una plataforma de anuncios de pisos y casas en venta o alquiler.
21 de agosto de 2022 22:27 h

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Cada cierto tiempo regresa el debate sobre por qué los miembros de la generación milenial o ahora la Z no queremos viviendas en propiedad. Cada cierto tiempo alguien alza la voz sobre nuestra querencia por el ocio en lugar del ladrillo, nuestra deliberada inversión en festivales de música en vez de en buenos adosados con jardín delantero. Es un debate cíclico ya convertido en fascinación y mito, como el Prometeo encadenado. 

Lo cierto es que sí: nos encanta el ocio. Somos disfrutones, que diría un rótulo de Pantomima Full. Porque el ocio mejora la vida, nos humaniza, nos conecta, nos distrae. El ocio es el lexatin de nuestro tiempo. Pero, y esto puede resultar sorprendente, también nos encanta el ladrillo. Nos fascina llegar a casa de nuestros padres, tumbarnos en el sofá y tener esa sensación de pertenencia, de hogar.  

Por muy sorprendente que resulte, no nos gusta vivir en el espacio temporal de un propietario distante, un lugar decorado a nuestro gusto pero que no es nuestro. No nos gustan los anglicismos que enmascaran precariedad como coliving, cohousing, corenting, coinventing. A fin de cuentas, compartir piso porque no puedes vivir solo. No nos gusta tener que gestionar con un casero cualquier desperfecto, avería o gotera. No nos gusta tener empaquetadas nuestras pertenencias en altillos o bajo somieres por falta de espacio. No nos gusta –vete tú a saber por qué– que la mitad de nuestro sueldo se esfume en pagar un alquiler, a veces incluso tres cuartas partes del mismo. 

Entonces, ¿por qué no compramos una vivienda? La explicación es sencillísima: no tenemos ahorros suficientes para acceder a la entrada de un piso, que normalmente se sitúa en el 20% del valor total de tasación. Y eso nos mete en una espiral de la que es más difícil salir que de un Corte Inglés: no podemos comprar un piso por falta de ahorros, así que vivimos de alquiler, lo que a su vez provoca que no podamos ahorrar para comprar un piso. En definitiva: no es en las cañas en donde se van nuestros ahorros, es en los alquileres. 

No es solo una cuestión de sueldos, que por supuesto lo es, también es una cuestión de que los precios de las viviendas son cada vez mayores respecto a los ingresos medios. Vamos, que el precio de la vivienda ha subido con mucha más fuerza que los salarios. Sí hay ciudades o localidades en las que la vivienda es más accesible, pero allí probablemente no hay un trabajo para muchos de nosotros. Las ciudades con una cartera de empleo abundante hace tiempo que no tienen vivienda accesible para casi nadie. 

Esto no lo digo yo en base a un análisis poco metodológico de mi entorno (solo tengo cuatro amigos con piso en propiedad, por cierto); lo dicen instituciones como el Banco Central Europeo, que concluyó hace unos meses que solo el 50% de las personas de la generación milenial que quiere adquirir un piso lo consigue. Esto está muy por debajo de niveles cercanos al 80% que se registran para quienes han nacido en los años cuarenta. O del 75% para quienes han nacido en los años sesenta. 

Creo que el debate se plantea de forma errónea si solo se centra en qué generación ha vivido peor o mejor, en qué generación disfruta más o menos del ocio. Yo no sé si todos los milenials o todos los centenials viven peor o mejor que sus padres; sí sé que esos padres tenían un horizonte abierto, una perspectiva de mejora. Cualquier persona que lleve varios años dentro del mercado laboral, con un sueldo y contrato estable, debería poder elegir cómo quiere vivir, y eso ya no sucede.  

Llevamos años insertándonos con más o menos destreza en el espacio disponible, que es escaso. Llenamos ese espacio de muebles de Ikea, plataformas de series, un viernes libre que convertimos en una escapada, una cena en ese restaurante bonito que vimos en Instagram, unas cañas, clases de pilates, yoga, crossfit, running, escalada, libros. Sí, pero cada día uno de mes nos llega un cargo a nuestra cuenta corriente de más de 400, 500, 600, 700 o incluso 800 euros por el alquiler, acompañado de otro mensaje de nuestro casero o casera con la copia de varias facturas. Y lo que queda el resto del mes es eso: el ocio discreto que ejerce de salvavidas. 

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