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A las ingobernables

Antorchas en una marcha feminista y LGTB en Quito (Ecuador).

Mafe Moscoso

Este es un vídeo en el que alguien deletrea todo mi nombre, letra a letra: m-a-r-í-a-f-e-r-n-a-n-d-a-m-o-s-c-o-s-o; buscando una palabra bonita para cada una de ellas. Es mi cumpleaños y Cristina me va a dar una sorpresa. Somos adolescentes, aquella palabra inventada por las instituciones, la familia y la escuela, para domesticarnos. Sobre todo, a quienes éramos indomables.

La niña graciosa y tierna que aparece en el vídeo con su uniforme gris, blanco y verde es Mónica Mancero. Es la única y posiblemente la última vez que alguien puede transformar aquel nombre barroco con el que fui bautizada en algo más que no suene a una telenovela venezolana: José Alberto, María Fernanda. En fin. Ustedes ya saben.

Mónica Mancero, su historia. La historia de las ingobernables. ¿Cómo llevar a cabo un análisis algo sesudo sobre alguien que desde hace décadas forma parte de tu familia no elegida?, ¿es posible escribir sin que te ciegue la rabia y el deseo de un ajuste de cuentas? Yo también vi Azulesturquesas, sola, en Villa Antonia, Portbou, en la frontera entre España y Francia; este lugar intermedio en el que Walter Benjamin, un refugiado más al que las leyes migratorias le prohibían el paso, se suicidó y que hoy sigue siendo lugar de tránsito para las nuevas refugiadas que nadie quiere ver en Europa. Se las prefiere ahogadas en el mar mediterráneo. Y olvidadas.

En Azulesturquesas, la película que acaba de estrenar, Mónica Mancero cuenta en primera persona su experiencia en los llamados centros de rehabilitación en Ecuador, aquellos sitios a los que algunas familias desesperadas -como la mía- envían a quienes tienen, por ejemplo, un problema de adicción (mi tío es alcohólico). Pero también se encierra a todo aquel a quienes las familias consideran que hay que corregir: homosexuales, mujeres que son consideradas peligrosas por diferentes motivos, personas con desórdenes alimenticios, individuos con diversidad mental, autistas, menores de edad con adicciones, etc.

Frente al ansia de parecer normal, a cada familia le corresponden unas anomalías que deben ser resueltas. En el postcapitalismo, preservar el orden político, económico, epistemológico y cosmológico es un asunto fundamental pues bloquea cualquier posibilidad para imaginar una insurrección desde abajo y asegurar, en consecuencia, su reproducción. El disciplinamiento de los cuerpos funciona por medio de dispositivos institucionales cuya función es aparentar una idea de normalidad que, como todos sabemos, es absolutamente falsa. No existen las familias normales. Todas, a su manera, son raras, pero es preciso esconderlo. El hermano de mi abuelo se suicidó en el baño de su casa y hace tres generaciones, alguien de mi línea materna también decide quitarse la vida: uno en cada generación. La lista de historias, encubrimientos y silencios de las familias ecuatorianas es interminable. Tan grande como la doble moral que se cuela en las comidas familiares de los domingos después de misa.

Es imprescindible preguntarse, en este sentido, qué es aquello que las sociedades consideran lo normal. La lista de respuestas, que posiblemente no sean más de cuatro o cinco ideas que se han impuesto con sangre y dolor a través de leyes, dogmas y currículums educativos, se han naturalizado como si no fuesen cuestionables. Esas ideas, que se han establecido y normalizado en algún momento de nuestra historia colonial, se encuentran circunscritas a dispositivos de violencia que operan en el día a día de nuestras vidas. Aquello que las sociedades consideran no funcional es objeto de diferentes mecanismos de control dirigidos a una parte de la población que es pobre, niña, negra, india, campesina, gorda, homosexual, enferma, etc. Lo disfuncional opera porque se asume que hay sujetos que ponen en crisis el orden social o aquello que cada sociedad considera que es la normalidad y que debe ser domesticado con el fin de ocultar los órdenes patriarcales y coloniales que las constituyen cada vez que una mujer y un hombre se dicen el sí quiero en el altar, con la bendición del padrecito de turno. Si no, ¿cómo podemos darle sentido a los mundos en los que las familias normalizan la convivencia con violadores y maltratadores y castigan a las raras? ¿De verdad se sigue pensando que el lesbianismo es una enfermedad que se cura a través de violaciones correctivas en los centros de rehabilitación?

Es doloroso escribirlo, pero me resulta imposible no nombrarlo: mi hermana Mónica sufrió distintos tipos de maltratos y violencias (físicas, psicológicas y sexuales). Escribo para no olvidar, escribo para no olvidarlo. Escribo porque es imprescindible que no lo olvidemos. La familia, confiando en las personas que tenían que cuidar de ella, dejó a una joven vulnerable en manos de una institución en las que un grupo de expertos toman decisiones que nos afectan a todas. Aquí los “expertos” son la psicóloga de turno, el psiquiatra, el ex adicto, la monja, los matones, las coaches personales, es decir, el sistema fármaco-ideológico-religioso que controla y dispone sobre los cuerpos de aquellos cuyos conocimientos y experiencias se consideran que no son válidos y que precisan, en consecuencia, de guía, orden y disciplinamiento. Lo nombro porque no lo podemos olvidar. Lo escribo porque es preciso repetirlo hasta cansarnos y porque no puede volver a ocurrir. Los centros de rehabilitación en Ecuador son instituciones de tortura y abuso en los que muchas familias confían sin saber qué ocurre dentro de los mismos. Lo nombro por Mónica y por todas las personas que ahora mismo están siendo torturadas, violadas, maltratadas y atadas en los centros de rehabilitación en Ecuador.

Pero escribo también para recordar que allí donde hay poder, hay potencia. Y la potencia solo ocurre donde los Estados y las instituciones no pueden gobernar. Azulesturquesas está dedicada a las ingobernables, es decir, a las locas, las gordas, las homosexuales, las enfermas, las pobres, las negras, las indias, las niñas, las cojas, las personas trans, las refugiadas, las bipolares, las putas, que luchan. A las que día a día ponen en práctica diseños alegres de resistencia política a los dispositivos farmacológicos, heteropatriarcales y coloniales que nos quieren gobernar. A las mujeres que, como Mónica Mancero siempre han sido, son y serán ingobernables. Escribo para ti, hermana sobreviviente, para ti y para todas mis hermanas ingobernables. Las que no quieren tener un lugar en el mundo porque existe un mundo hermoso y raro, que es nuestro. Por las ingobernables que se fueron, por las que están y por las que llegarán.

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