18 de julio, ¡nunca más!
El 23 de septiembre de 1939, el dictador Francisco Franco dictó una ley que consideraba “no delictivos determinados hechos de actuación político social cometidos desde el catorce de abril de 1931 hasta el dieciocho de julio de 1936”. En el artículo primero se dice: “Se considerarán no delictivos los hechos que hubieran sido objeto de procedimiento criminal por haber sido calificados como constitutivos de cualesquiera los delitos contra la constitución, contra el orden público, infracción de las Leyes de tenencia de armas y explosivos, homicidios, lesiones, daños, amenazas y coacciones y de cuantos con los mismos guarden conexión, ejecutados desde el catorce de abril de mil novecientos treinta y uno hasta el dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, por personas respecto de las que conste de modo cierto su ideología coincidente con el Movimiento Nacional y siempre que aquellos hechos que por su motivación político-social pudieran estimarse como protesta contra las organizaciones y el gobierno que con su conducta justificaron el Alzamiento”.
En esa ley esta condensada la vulneración de la legalidad, considerando lícito el terrorismo de extrema derecha que llevó a cabo una incesante actividad para socavar la legitimidad de la Segunda República mediante la inestabilización. Reconocía como beneficiosas las actuaciones contra la Constitución de 1931, la primera en el mundo que recogía como propio el derecho humanitario elaborado por la sociedad internacional hasta la época. Aquel hubiera sido el inicio de una cultura de los derechos humanos que después de cuarenta años de dictadura y cuarenta de democracia sigue siendo una de nuestras enormes carencias.
Cuando se cumplen 80 años del golpe de Estado de un grupo de generales fascistas, acaudillados por el dictador Francisco Franco, es difícil entender que el pleno del Congreso de los Diputados no haya condenado todavía la dictadura franquista. Muchos de quienes claman hoy por el consenso y la generosidad de la Transición, de cara a la elaboración de un nuevo Gobierno, no han sido capaces de dejar en el Boletín de las Cortes plasmado su rechazo hacia quienes promovieron una guerra para acceder al poder por mediante el uso de la violencia y secuestraron las libertades y la dignidad de todo un país durante cuarenta años.
Parte de la explicación de esa tolerancia hacia el pasado tiene que ver con nuestra estructura social; la élite que ha gestionado nuestro país tras la muerte del dictador, la que pilotó la Transición y organizó el olvido, está compuesta fundamentalmente por descendientes de adeptos al régimen franquista. Ellos accedían casi exclusivamente a las universidades en la década de los cincuenta y sesenta y han constituido la élite económica, política, cultural y académica que en estos años ha coexistido sin conflictos con la impunidad del franquismo.
Durante décadas, la sociedad española se mantuvo en silencio con respecto a las violaciones de derechos humanos de la dictadura. El dolor social causado por la represión ha seguido y sigue activo en nuestra cultura política, de forma más o menos consciente. La fragilidad de nuestra independencia de poderes, las vulneraciones de la legalidad que llevan a cabo representantes políticos que no asumen responsabilidades o el excesivo partitocentrismo de nuestra agenda pública público están directamente relacionadas con ese espíritu del 18 de julio.
Cuando en el año 2000 los nietos de los represaliados comenzaron la apertura de fosas comunes y la búsqueda de personas desaparecidas forzaron un debate sobre la patológica relación con el pasado que mantenía nuestra sociedad la reacción fue inmediata. En las primeras exhumaciones de fosas diversos columnistas de prensa impresa analizaban el hecho airadamente, asegurando que ahora venían los nietos a vengarse.
La transición a la democracia, edificada sobre una falta reconciliación, abandonó a su suerte a miles de familias que habían sido terriblemente castigadas por no haberse sumado al golpe de Estado franquista. La impunidad, disfrazada de renuncias “de los dos bandos” hizo vigente la amnistía franquista y permitió blanquear su biografía a miles de franquistas. De la noche a la mañana desaparecieron los miles de chivatos del régimen y los que querían conservar su situación de poder con el advenimiento de la democracia inventaron un relato en el que aparecían como silenciosos disidentes que habitaban los despachos del régimen esperando el regreso de las urnas. Sobre ese relato se ha edificado la visión de los dos demonios que significa fundamentalmente la demonización de la Segunda República, con ese mito en el que parecía que lo que se enfrentaba en la guerra causada por Franco eran dos golpes de Estado, escondiendo así que tras la salida de Alfonso XIII se celebraron en nuestro país las primeras elecciones libres con sufragio universal masculino y femenino.
La posibilidad de participar en la vida pública declarándose demócrata y sin condenar la dictadura franquista es síntoma de nuestra frágil cultura política. Mientras han muerto en silencio miles de hombres y mujeres que se enfrentaron a la falta de libertades, las élites han despedido a franquistas que cambiaron la chaqueta para conservar privilegios como padres de nuestras libertades.
El problema no está en la guerra, que es a donde recurren sectores conservadores haciendo una elipsis de la dictadura. El deterioro que generó sigue siendo un lastre para nuestra vida colectiva. Reparar a las víctimas y educar a la ciudadanía en el rechazo al franquismo son las medidas más importantes que se pueden tomar con respecto a ese pasado traumático. Es la mejor forma de agradecer el esfuerzo y el sufrimiento de quienes se enfrentaron al franquismo y de vacunar nuestro futuro para que no pueda haber un 18 de julio nunca más.