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Movilizarse contra la política 'business'

María Eugenia R. Palop

A la vista de los escándalos de los que estamos siendo testigos en estos días y considerando los que hemos venido sufriendo a lo largo de estos años, ¿hay alguien que pueda confiar todavía en nuestro sistema político? La crisis de los partidos políticos y el déficit de legitimidad de la democracia representativa en su conjunto, se denuncia desde los años 50-60 pero parece haber alcanzado hoy cotas intolerables e indigeribles. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cuál es exactamente el modelo político que está en crisis?

Evidentemente, cuando hablo de un déficit de legitimidad democrática no me refiero a la democracia estrictamente procedimental, la que garantiza un mínimo de participación política, la regla de las mayorías, el pluralismo político o la protección de la esfera privada. Este esquema democrático, vacío de contenidos, no sólo no está en decadencia sino que ha sido objeto de usos y abusos cada vez más extendidos. De hecho, ni los dictadores renuncian a utilizar el referéndum, las encuestas, las consultas populares, y hasta las “auditorías externas”, conscientes de que estas iniciativas les dotarán de la legitimidad de la que, sin duda, carecen.

Este mismo esquema es el que ha triunfado en esa Europa que nunca ha sido ni ha previsto ser democrática, y, desde luego, es el que ampara los recortes, la violación “democrática” de nuestros derechos, y el que legaliza la corrupción y la desvergüenza. Cuando se habla de déficit democrático lo que se destaca es la ausencia de deliberación y de debate al interior de los partidos, en el Parlamento, o entre los partidos y los entresijos del cuerpo social, y no hay duda de que este déficit es hoy una persistente pesadilla para la mayoría de nosotros. La cuestión es cómo vamos a encontrar el camino de vuelta en este laberinto y qué pistas nos pueden ayudar a conseguirlo.

Al margen de problemas coyunturales y del hecho incontestable de que hay partidos, personas y personajes que se empeñan especialmente en contribuir a nuestro declive institucional, a mi juicio, hay dos elementos estructurales que han funcionado como un torpedo en la línea de flotación de nuestro sistema: el de la consolidación de la democracia como mercado, que convierte a los electores en simples consumidores, y el de la propia estructura interna de los partidos políticos y su funcionamiento.

En primer lugar, todo nuestro sistema se apoya, prácticamente desde el final de la Segunda Guerra Mundial y el aparente triunfo del Estado social, en la política como business. Cada cierto tiempo, los partidos buscan el apoyo de sus electores ofreciendo programas electorales que atiendan a sus intereses más inmediatos, sean estos cuales sean. Obsesionados con el triunfo electoral, sus apuestas ideológicas han ido perdiendo peso, o bien en favor del cabildeo con los diferentes grupos de interés que les han garantizado al éxito, y que han marcado la agenda, al margen de los procesos democráticos; o bien apostando por una indeterminación política y una “elasticidad” suficientes como para canalizar la adhesión pasiva de la ciudadanía.

De hecho, en la democracia como mercado, sólo los partidos corporativistas o los “atrapalotodo” tienen posibilidades de ganar las elecciones, y el objetivo de la transformación social orientada por un programa concreto, queda completamente fuera de foco. Obviamente, esta dinámica fomenta en los ciudadanos una lógica parecida: la del ciudadano-consumidor político cuyo voto se orienta únicamente a la obtención de ventajas personales o sectoriales con independencia del impacto que esto pueda tener sobre el conjunto. Y el desenlace de esta historia es el que ya conocemos: la corrupción del sistema, la desideologización, el desinterés del individuo por los problemas colectivos y por la política misma.

No podía ser de otro modo: si la política imita al mercado, si se rige por sus mismos criterios y prioridades, pierde la autonomía que necesita para ejercer su función de control y/o transformación de la economía, de modo que no hay ningún motivo para seguir creyendo en ella. De ahí, que la concepción que tenemos de la política, estimulada por nuestros partidos y, en alguna medida, también por los ciudadanos, sea la que alimente su propio deterioro.

Como señalaba antes, la estructura de los partidos empeora las cosas, a tal punto que no podemos salir de este círculo infernal confiando en ellos tal como los conocemos. Y no porque a la política se tenga que dedicar tal o cual tipo de persona, porque haya de ser o no profesional, o porque deba pasar este o aquel control de calidad, sino porque el funcionamiento mismo del partido está llamado no ya a reproducir, sino a beneficiarse de las deficiencias del sistema.

A esto se une que los partidos, jerarquizados y burocratizados, están absortos en sus propias luchas de poder y en las diferentes carreras por el caudillaje que cada cierto tiempo tienen que arbitrar. Cada vez les resulta más difícil llenar el vacío de poder que se ha creado entre sus líderes, sus militantes y sus votantes, así como resolver la contradicción que existe entre los medios burocráticos y centralizados que utilizan, y los fines democráticos que debieran defender. Sus conflictos internos, sus cazas de brujas, no hacen sino incrementar la falta de credibilidad que generan a pasos agigantados.

En otras palabras, el business político que les ha convertido en un producto-movilizador del mercado es el mismo que ha incentivado su corporativismo, su desradicalización ideológica y sus interminables tensiones, y, con ello, la desactivación de su militancia y la erosión de su identidad. Por esta razón, actualmente los partidos tienen pocas posibilidades de absorber las energías políticas de la ciudadanía y, menos aún, de canalizar las exigencias colectivas, y, en estas circunstancias, sólo una ciudadanía activa puede provocar un cambio de timón. No una ciudadanía “apolítica” (que es una contradicción en sus términos, fruto, precisamente, de nuestra adicción al consumismo político), sino politizada, ideologizada, orientada por intereses comunes y por la necesidad imperiosa que tenemos de preservarlos con unos buenos gestores de lo público.

¿Podemos confiar en una movilización que, como esta, también requiere algunos cambios en nuestra conciencia política? Creo que podemos y debemos, y que si alguien quiere ver algún brote verde en estos tiempos, no lo va a encontrar sino en esta dirección.

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