Paisaje tras la batalla
Apartando —como si de broza se tratara— insultos, descalificaciones, tensiones, bandismos, manipulaciones, populismos y visceralidades, lo cierto es que el llamado Caso Juana nos deja en una situación que invita a parafrasear a Goytisolo. Los que piensen que durante este mes hemos asistido exclusivamente al intento de una madre por preservar la integridad y seguridad de sus hijos se quedarán exclusivamente con la simplificación de una contienda ideológica y política en la que hay cuestiones muy profundas en juego. Todas ellas merecen un debate social serio en el que participe toda la sociedad, hombres y mujeres, y por ello es tan inquietante que se pretendan diluir en una kermesse populista a base de eslóganes, sentimientos y poca racionalidad.
Las feministas, los feminismos, no son un bloque homogéneo y excluyente en el que recordar algunos principios, o divergir en la forma de plantear el camino hacia un objetivo de igualdad común, deba constituir una condena a la hoguera. En cualquier caso, cuando a una le han llevado a los tribunales los “locos del SAP” y asociados por desmontar públicamente en la radio sus estrategias y sus orígenes —sin conseguir su objetivo ya que la Justicia me respaldó—, te han llamado feminazi en esas ignominiosas webs de presuntos automovilistas o te han recetado pastillitas en cada debate en el que has defendido las posturas del feminismo, que te arreen llamándote “puerca patriarcal” te resulta absolutamente irrelevante.
Soy ser racional antes que nada; soy demócrata y defensora de los derechos y libertades antes que nada y, evidentemente, también antes de feminista. Lo absurdo es que alguien pretenda que para luchar por la igualdad de la mujer sea preciso dejar a un lado la razón y las convicciones democráticas porque en ese terreno sí que no me van a ver pelear jamás. Ni a mí ni a muchas como yo.
Tras la agitación puntual del Caso Juana laten algunos debates importantes que quiero sacar a la luz para salvarlos de la confusión. Uno de ellos se ha planteado con el lema: “Un maltratador no puede ser un buen padre”, tras el que late la idea de que el sistema jurídico debería ser capaz de retirar de modo absoluto, inmediato y completo a un hombre la capacidad de ver a sus hijos, de ejercer la patria potestad y, a la vez, castigar a estos y privarles del derecho a tener un padre. Así, sin grandes matices. Tan sin grandes matices se produce el debate que, en el caso concreto, se pretende dar por sentada la idea de que un hombre condenado a tres meses (¡TRES MESES!) de prisión, y cuyos antecedentes penales están archicancelados, debería haber sido privado de tal posibilidad de forma inmediata, absoluta y permanente. Este debate es muy profundo. Incluye variables que deben ser individualizadas: la posibilidad de penas perpetuas, la negación de la reinserción y el establecimiento de un difuso concepto de “buen padre” que podría derivar a consecuencias difíciles de prever pero con un horizonte bastante negro.
Es evidente que hay que proteger a los niños víctimas de maltratos y abusos y no admite discusión que, cuando el maltrato produce entornos que afectan al buen desarrollo y el sano crecimiento de los niños, estos deben ser sustraídos a tal infierno. El problema de no establecer matices, gradaciones e individualizaciones, que en eso consiste la Justicia, es que puede abocarnos a un panorama de injusticia manifiesta y eso no es bueno ni para los menores, ni para las víctimas ni para la sociedad en general. Por supuesto no es bueno para la lucha feminista, una lucha que tiene un aliado insoslayable, y es que pelea en el lado de la razón. Las feministas, el feminismo, llevamos razón puesto que la igualdad entre hombre y mujer es el único panorama que un análisis racional puede contemplar. No la abandonemos para abrazar una estrategia de derecho penal del enemigo que tan inaceptable es moral e intelectualmente en unos casos como en otros.
Cuando se habla de la necesidad de cambiar algunos vicios procesales, todos podemos confluir. Si se exige la especialización de los operadores jurídicos y técnicos que han de intervenir en esta dolorosa realidad social, nadie puede oponerse. Al insistirse en que hay estructuras patriarcales que pueden subsistir en un sistema judicial con origen en tiempos más oscuros para las mujeres, tampoco se deja de tener razón. El problema viene cuando se pretende entrar con un bulldozer a destruir todo el Estado de Derecho sin individualizar los problemas. Lo insostenible se produce cuando, más allá de establecer la lógica premisa de que una cierta perspectiva de género debe introducirse para corregir los posibles vicios del sistema, se pretende convertir a los jueces en unos aplicadores ideológicos de la ley. Alguien me dijo una vez “que Dios nos libre de las conciencias privadas de los jueces” y esto vale tanto para el caso del opusino que se deja llevar como para esta indiscriminada reivindicación de la ideología de género.
Tampoco ayuda el pervertir jurídicamente los términos del problema al querer imponer la idea, que también late entre los restos de la batalla, de que la violencia machista es una suerte de terrorismo machista. En primer lugar, porque la violencia de género es tan terriblemente grave que no hay que vestirla con el nombre de otro delito para que se revista de importancia. En segundo, porque tiene características completamente distintas que cualquier jurista descubre de forma inmediata —más allá de la utilización metafórica del término— y, por último, porque de la misma manera que hay que defender que para luchar contra el terrorismo no valen atajos que conculquen los derechos fundamentales y los principios democráticos, hay que defender que en la lucha contra el machismo tampoco valen tales atajos.
Como verán el debate es largo, complejo y sin posiciones o soluciones unívocas. Para terminar he dejado el peligro totalitario que late bajo la utilización de un concepto tan indeterminado e indeterminable como el de “buen padre”. Por cierto, que sobre el tapete no aparece su correlato de “buena madre”, y lo cierto es que nuestro sistema es tan humano que permite a las mujeres delincuentes mantener con ellas sus hijos menores en prisión. Ya verá cada uno lo que su razón y su experiencia le dice al respecto.
Lo cierto es que no es posible establecer estándares de bondad en la paternidad. La reproducción es un hecho biológico natural y a él tiene acceso la mayor parte de las personas sea cual sea su catadura moral o personal, sus defectos o sus virtudes. La única posibilidad que socialmente nos cabe es proteger a los hijos de las consecuencias graves que para ellos pueda tener el comportamiento y las características de sus progenitores. Y esa tarea en una sociedad democrática sólo se puede encomendar a los jueces. No quiero recordar episodios terribles de nuestra historia, esos en los que monjas y curas decidían que niños tendrían mejores padres en unos burgueses católicos afines al régimen que en aquellas madres rojas, ateas y de familias rotas y cogían y se los robaban.
Hay un debate profundo que hacer. Es necesario hacerlo desde la serenidad, la tolerancia y la participación de toda la sociedad, que incluye por supuesto a los hombres. El feminismo para mí no es una lucha contra el otro sexo, al que deberíamos mostrar hasta qué punto también han sido engañados y manipulados por el patriarcado a pesar de las ventajas que éste les da, sino un empeño inaplazable por la verdadera igualdad de todos los seres humanos.