El próximo presidente de España
Creo que con el tiempo mereceremos no tener gobiernos.
Jorge Luis Borges
El escritor Kurt Vonnegut sostenía que la única diferencia entre Hitler y Bush (hijo) es que el alemán fue elegido por los votantes. Si bien se trata de una boutade también es cierto que Al Gore perdió la presidencia de los Estados Unidos ante los tribunales y no en las urnas; al menos, los jueces no permitieron verificar la supuesta derrota.
El triunfo de Mariano Rajoy en las últimas elecciones solo tiene como retribución una incómoda primera minoría que da poco de sí ante la suma de los escaños que acumulan el resto de los otros tres partidos que le siguen en la escala de resultados. No se puede decir, como afirma Vonnegut, que sea un candidato que pretende gobernar sin haber recibido un mínimo aval de votos por parte de los electores pero, sin duda, para ejercer la presidencia debe pasar por un segundo acto que no es electoral sino político, del cual prescinde sin disimulo ni reparo.
Es notable su pasividad o la mise en scène que despliega a la espera de sumar apoyos parlamentarios trasladando casi toda la presión hacia los socialistas y, en ínfima proporción, a Ciudadanos convertido por el Partido Popular en un partido «instrumental».
Albert Rivera actúa junto con los dirigentes populares –con su líder a la cabeza– no ya como una pinza sino como una suerte de tijera de papel que intenta cortar la posición de Pedro Sánchez culpándole de la situación.
El rol de Rivera es inocuo ya que se revuelve entre la misión ideológica de asistir a Mariano Rajoy y el estigma shakesperiano de disolverse en el envío como le sucedió a Nick Clegg y a su partido, los Liberal Demócratas, cuando se sumaron a los conservadores para que David Cameron fuera primer ministro. Ser o no ser la pieza de apoyo de Rajoy se pregunta Rivera ante la audiencia: la duda le permite ganar tiempo y echa sombras sobre su maniobra provocando a los socialistas.
Pedro Sánchez no parece incómodo asumiendo el relato histórico de Rajoy: a mí me eligieron para ser oposición y otra cosa no puedo ser, sostiene. Estuvo en silencio las semanas posteriores a los comicios y desde su reaparición se limita a insistir, tautológicamente, en que «un no es un no». Solo falta que apostille: ¿qué parte del no es la que no se entiende?
Así como en la última campaña el relato demoscópico sustituyó a la discusión ideológica y una vez pasadas las elecciones, los resultado se leyeron a partir de la disfunción de las encuestas y no en términos políticos, el proceso de investidura se ha estancado en una suerte de maximalismo a través del cual se pretenden sostener relatos morales. Ningún candidato hace una lectura de la crisis social y valora el escenario en el que nos encontramos. No se mira al pasado en un intento de reconstrucción de las fases del deterioro para encarar el porvenir inmediato con una clara vocación de intervenir. La mirada está puesta en lo alto donde se aloja la responsabilidad cívica. El problema es que nadie mira hacia allí sino el dedo y el rostro de los que señalan la luna y no son, precisamente los ciudadanos, los tontos. Rajoy y Rivera apelan, en tándem, a la necesidad de la formación de un gobierno sin ningún anclaje en el sentido de ese hipotético Ejecutivo y Sánchez asume, esta vez, la mueca del destino y pide desde su lugar la responsabilidad de la derecha acusándole de ser estadísticamente mayoritaria.
¿Por qué ninguno habla de política?
En un artículo de The Economist se reflexionaba esta semana sobre el ocaso de las alternativas de izquierda y de derecha ante las opciones de criterios globales, abiertas, frente a los partidos nacionalistas, cerrados a la inmigración y de políticas proteccionistas. Si bien menciona tangencialmente las opciones de Syriza en Grecia o Podemos en España, la tensión real la ejercen las ideas neoliberales frente a las propuestas de extrema derecha dejando a la izquierda al margen de la conversación.
Lo ocurrido recientemente en el Reino Unido es una prueba de esta cuestión. El «efecto Trump» es otra muestra como también lo confirma el gobierno polaco o la cruzada patriótica de Marine Le Pen.
En España no existe, a día de hoy, esa oposición de fuerzas. La izquierda clásica y Podemos se encuentran, a pesar de su gravitación parlamentaria, en un compas de espera. Mientras tanto, la única opción de poder real pasa por un gobierno funcional al modelo hegemónico, indemne aquí a los peligros de un sistema nacionalista, cerrado y xenófobo que nos lleve a un Spainxit.
Cuando Rajoy dijo en su día que el programa electoral de 2011 estaba en un cajón porque su deber era someterse a la realidad no estaba construyendo un relato naíf, se remitía al sostenido influjo que los mercados globales a través de las instituciones europeas ejercen sobre los gobiernos de la región. Bajo su cobijo se ampara y ante sus criterios, opera. Puede que la genealogía galaica influya en su carácter pero lo que realmente mueve su conciencia y perfila sus pasos tácticos es la certeza de que su liderazgo no se juega en el Parlamento sino en el fuera de cuadro del paisaje político. Cuenta Alberto Garzón que cuando se reunió con él en la Moncloa, el presidente le habló de fútbol. Garzón no se asombró. ¿De qué otra cosa puede conversar Rajoy con un líder de la izquierda, de la construcción de pueblo a partir del conflicto?
El problema para Rajoy puede surgir si realmente se convierte él en el principal obstáculo para ejercer el rol que se le adjudica. Porque si los plazos se estresan y unas terceras elecciones comienzan a ser un destino posible, puede que su circunstancia deje de ser favorable.
Esta semana se dijo, no sin aparente razón, de que uno de los tres argumentos de Pedro Sánchez era falaz: no a Rajoy, no a intentar gobierno alternativo, no a terceras elecciones. ¿Y si el candidato no es Rajoy? Porque la tijera de papel de Ciudadanos y el Partido Popular no cortará el relato de Sánchez. Es más, la ausencia de Rajoy permitiría a Rivera sortear el «efecto Clegg» y a Pedro Sánchez ceder una abstención que narraría como una victoria fruto de su empecinamiento («no es no»).
«Hola, soy Al Gore. Antes era el próximo presidente de Estados Unidos». Así se presentaba el candidato al que supuestamente le robaron el cargo cuando reapareció meses después de las elecciones del año 2.000. Y acto seguido, matizaba: «Ya conocéis el viejo dicho, unas veces se gana y otras se pierde. Y luego está esa tercera categoría poco conocida». Al Gore no es gallego pero lo parece.