Sáhara, historia de un abandono
Si algo no querían los habitantes del Sáhara Occidental –saharauis– en los años 70 del siglo pasado, cuando España –urgida por la ONU– inició el proceso de descolonización del territorio, era que se los dejara en manos de Marruecos. Ese era su peor escenario. Incluso el movimiento independentista, el Frente Popular por la Liberación de Saguia el Hamra y Río de Oro (Frente Polisario, o simplemente Polisario), que combatió en los últimos años de la colonia a las fuerzas españolas, estaba dispuesto a llegar a un acuerdo para que España tutelara la independencia durante el tiempo necesario para su consolidación.
Los saharauis son étnica y socialmente muy diferentes de los marroquíes. Son beduinos nómadas, e incluso hablan un dialecto distinto del árabe, el hassanía. Nunca se han sentido marroquíes, son pueblos distintos. En cambio, sí que existe una afinidad muy marcada con la población de Mauritania y con los naturales de las zonas desérticas de Argelia y Mali, una amplia región donde las fronteras son completamente artificiales, por la que se mueven libremente las distintas tribus que la habitan. Cuando Marruecos reivindicaba la marroquinidad del Sáhara, limitaba esa reclamación a las líneas rectas –arbitrarias – que servían de frontera al Sáhara español ¿Por qué el Sáhara sería marroquí justo hasta esa raya y no más acá o más allá? La única razón es que esa era la parte que dominaba España, y el resto estaba integrado ya en otros países africanos. Este débil argumento desmonta por sí solo las pretendidas raíces históricas o étnicas de la reivindicación de Rabat. Desde una perspectiva histórica Marruecos no tendría un derecho sobre el Sáhara diferente del que pudiera tener sobre Mauritania, buena parte de Argelia y Mali, e incluso parte del norte de Senegal. Ni tal vez muy diferente al que podría reclamar sobre Al-Ándalus.
En noviembre de 1975, los peores temores de los saharauis se hicieron realidad. El gobierno español, en un estado de extrema debilidad política, con Franco agonizando, se vio incapaz de hacer frente a la llamada “marcha verde”
No obstante, en esa época Marruecos ya poseía una parte del Sáhara, un área de unos 33.000 kilómetros cuadrados que va desde el río Draa, donde realmente empieza el desierto, hasta la línea recta que formaba la frontera norte del Sáhara Occidental. Esa zona, conocida como la franja de Tarfaya o Cabo Juby, fue protectorado español, por un acuerdo colonial con Francia, hasta que se entregó a Marruecos en 1958 después de la llamada guerra de Ifni (sin preguntar, por supuesto, a sus habitantes) y le ha servido a Rabat para reforzar su reivindicación del resto del territorio ocupado una vez por España.
En noviembre de 1975, los peores temores de los saharauis se hicieron realidad. El Gobierno español, en un estado de extrema debilidad e incertidumbre política, con Franco agonizando, se vio incapaz de hacer frente a la llamada “marcha verde” lanzada sobre el territorio por el rey de Marruecos, Hassan II –con el apoyo de Estados Unidos que no quería que el Sáhara cayera bajo la influencia de Argelia–, y firmó el Acuerdo tripartito de Madrid por el que cedía la administración del Sáhara a un triunvirato formado por Marruecos, Mauritania y la Yemáa, o asamblea de los saharauis, que hasta ese momento eran formalmente ciudadanos españoles.
Este arreglo se consideraba en el documento “temporal” hasta que se completara el proceso de descolonización que exigía la ONU. Pero cuando España se retiró definitivamente, en febrero de 1976, no tuvo lugar ningún proceso de descolonización. El Polisario declaró la independencia de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), apoyado por Argelia, Mauritania se retiró completamente en 1979 ante su incapacidad para hacer frente a las acciones armadas, y Marruecos ocupó militarmente –con el beneplácito y cierta ayuda material de EEUU y de Francia– el 80% del territorio, proclamando unilateralmente su soberanía. Para protegerse del Polisario construyó un muro defensivo que separa la parte ocupada de la zona este, en la que el que la RASD ejerce su autoridad, aunque en la práctica la mayor parte de los saharauis que no se han sometido a Marruecos –unos 170.000– viven en condiciones penosas en campamentos de refugiados situados en la zona de Tinduf, en el suroeste de Argelia, gracias al apoyo de este país y a la ayuda internacional.
Naciones Unidas no reconoció la transferencia de la administración española, ni menos aún la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara, que nunca ha salido de la lista de territorios no autónomos pendientes de descolonización (actualmente son 17), que mantiene su Comité de Descolonización. España sigue siendo de iure la potencia administradora y no dejará de serlo hasta que se produzca el hecho de la autodeterminación, lo que solo puede hacerse a través de la expresión de la voluntad de sus habitantes mediante un referéndum. Marruecos, y en su día Mauritania, adquirieron la consideración de ocupantes o administradores de facto.
En 2002, un informe del Secretario General de la ONU calificaba por primera vez a Marruecos de “potencia administradora” pero esta calificación no es vinculante, no ha sido nunca ratificada por la Asamblea General, no ha tenido ninguna influencia en la condición del Sáhara como territorio a descolonizar, y no afecta por tanto a la responsabilidad legal de España.
En 1991, el Polisario y Marruecos acordaron, bajo el auspicio de Naciones Unidas, el llamado Plan de Arreglo. En abril, el Consejo de Seguridad aprobó la resolución 690 –aún en vigor– por la que se acordaba la realización de un referéndum de autodeterminación y se creaba la Misión de Naciones Unidas para el referéndum en el Sáhara Occidental (MINURSO), completándolo con un alto el fuego que entró en vigor en septiembre del mismo año. MINURSO, que nunca fue dotada de autoridad de vigilancia sobre el respeto de los derechos humanos en la zona ocupada, fue incapaz de efectuar un censo aceptado por ambas partes, ante las dificultades interpuestas por Marruecos y su intento de incluir personas que no eran originarias del territorio. A este fracaso, que ha dejado a la misión de Naciones Unidas en la más absoluta inutilidad, no es ajena la influencia de EEUU y Francia, los mejores valedores de Rabat, ni la pasividad de los sucesivos gobiernos españoles. Hasta ahora ha habido cinco enviados especiales de la ONU para el Sáhara Occidental, que no han conseguido ningún resultado. El último, Horst Köhler dimitió en mayo de 2019, y el cargo no ha sido renovado hasta octubre de 2021, en la persona de Staffan de Mistura, en un nuevo intento de resolver este conflicto que se prolonga ya 47 años.
La RASD obtuvo el reconocimiento de la Unión Africana, y de hasta 84 Estados, mientras otros -como muchos europeos- aunque no han reconocido oficialmente la RASD consideran al Polisario el representante oficial de los saharauis
En principio, la RASD obtuvo el reconocimiento de la Unión Africana, y de hasta 84 Estados, mientras otros –como muchos europeos– aunque no han reconocido oficialmente la RASD consideran al Polisario el representante oficial de los saharauis. No obstante, Rabat inició inmediatamente un enorme despliegue diplomático y político, lo que unido a su actitud pro occidental, cooperativa con EEUU y tolerante con Israel, ha permitido que el asunto del Sáhara se haya congelado durante 45 años en una situación de fait accompli que hace cada vez más improbable un cambio. En los últimos años, 31 Estados cancelaron el reconocimiento que habían otorgado a la RASD y otros ocho lo suspendieron o congelaron. Hasta el año pasado, 17 países habían abierto consulados en la capital, El Aaiún, incluido Emiratos. La Liga Árabe que inicialmente apoyaba la autodeterminación, se ha decantado claramente por Marruecos. Y finalmente, en diciembre de 2020, el entonces presidente de EEUU, Donald Trump, hizo pública una proclamación presidencial por la que reconocía la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental a cambio del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre el país magrebí e Israel, una posición que la nueva administración estadounidense no ha cambiado oficialmente. Alemania se mostró también, en diciembre de 2021, favorable a esta solución, que ha sido apoyada tradicionalmente por Francia. Estos reconocimientos, junto con la dificultad de elaborar –después de tanto tiempo– un censo fiable del que no se podría excluir a los nacidos en el territorio de padres marroquíes, e incluso a la generación siguiente que ya existe, hacen que en estos momentos la realización de un referéndum que pudiera llevar a la independencia sea muy difícil. Marruecos nunca lo va a aceptar, y desgraciadamente nadie va a obligarle a hacerlo.
Pero esto no quiere decir que España –que tiene una responsabilidad especial en este asunto– estuviera obligada a seguir el mismo camino que EEUU o Alemania. Hasta ahora, la posición española había sido impecable y sensata: respetar las resoluciones de la ONU y favorecer una solución negociada, el entendimiento entre las partes. En efecto, una autonomía no meramente cosmética, sino suficientemente amplia como para ser aceptada por los saharauis –incluidos los que viven en los campamentos de Tinduf– mediante un referéndum, sería una solución realista que además cumpliría los requisitos de la legalidad internacional. España podría incluso tratar de ejercer su influencia sobre Argelia y sobre los saharauis para que un arreglo de este tipo fuera aceptado, y la Unión Europea podría ayudar mucho también. Pero esto exige una negociación, y cuando se apoyan incondicionalmente las tesis de una de las partes, se destruye la posibilidad de un acuerdo negociado. Lo que ahora hace España no favorece la negociación, sino la posición de Marruecos, y esa es la clave de la nueva posición de nuestro Gobierno.
No sabemos las compensaciones que puede obtener España por este cambio radical en su política hacia el Sáhara. Si existen, no se han hecho públicas, mientras que la cesión española, sí. Puede que el Gobierno español haga esto a cambio de ciertas garantías de que Marruecos no va a causar problemas en otros ámbitos muy importantes para España, como la emigración irregular, la lucha antiterrorista o la integridad territorial, incluyendo por supuesto Ceuta y Melilla, así como el mar territorial y la zona económica exclusiva de Canarias. Pero si es así, estas garantías deberían ponerse por escrito y firmarse públicamente, porque la historia nos enseña que en muchas ocasiones las promesas verbales se mantienen lo que dura la necesidad de mantenerlas. En este caso concreto, no sería de extrañar que la nueva política española en la cuestión se interprete como un signo de debilidad, más que de fortaleza. Ni tampoco resultaría muy sorprendente que, en base a esa percepción de debilidad, dentro de un tiempo, Rabat, una vez resuelto y asegurado el asunto del Sáhara, se concentrara en otras reivindicaciones que pudieran afectar a la soberanía española.
En todo caso, más allá de los perjuicios o beneficios que esta decisión pueda aportar a nuestro país, más allá de los intereses materiales, más allá de la apelación al realismo, hay una legalidad internacional que no se puede vulnerar, so pena de aceptar que en el futuro otros la vulneren. Y –sobre todo– hay decenas de miles de personas sufriendo en condiciones penosas, cuyo único delito consiste en haber nacido en un territorio que otros ambicionan, unas personas que ven desvanecerse su derecho a decidir su futuro, y a las que España –haciendo dejación de su responsabilidad histórica y moral– ahora abandona.
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