Serrat: cómo no quererte
Teníamos veinte años o unos pocos menos o unos pocos más. Fuerza, el alma viva y la sangre ardiendo para cantar al paisaje inmediato y a aquel horizonte de profundidades presentidas donde todo sería posible. Crecimos juntos, en los hallazgos, las costumbres, la lucha, los dolores y frustraciones, el renacer de la esperanza, el tesón. Seguramente no lo sabe, aunque lo intuye. Él, como muchos ciudadanos nacidos en aquella España empeñada en constreñirnos -que a veces lo lograba aunque nunca en algunos-, fue avanzando en este largo trecho. Joan Manuel Serrat inmortalizaría el mar Mediterráneo como los más grandes poetas desde la antigüedad pero surgía a la vez de algunos genes de la tierra árida. Su padre, catalán, fue anarquista afiliado a CNT, y su madre debió de llegar a Catalunya huyendo, como incontables aragoneses, de la pobreza y en busca de una vida mejor. Ángeles Teresa era un ama de casa nacida en Belchite (Zaragoza), pueblo tan herido de muerte en la Guerra Civil que conservó allí sus ruinas para que nunca se olvidaran. Una madre que tuvo gran presencia en la vida de Joan Manuel. Por eso le escribió:
“Y yo que me dormía entre tus brazos / Con la boca enganchada en tu pecho / El amor de un hombre ya nos había unido / Antes de aquella mañana de invierno en la que nací / El recuerdo de ese tiempo, el viento no lo arrastra / Cuando te quitabas el pan para darme mantequilla”. Esa imagen me embarga de emoción tantas veces como la escucho, a través de los años, de las décadas. Todas. Aquella nana que hablaba de orígenes comunes, hermanos de lengua, de tierra, de dolores compartidos. Y de silencios: el abuelo que duerme en el fondo de un barranco y ni se podía contar.
Cómo no adorar a Joan Manuel Serrat desde el primer día. A aquel guapo mozo con tanta enjundia que inventaba las “palabras de amor” y, más que palabras... adolescentes, que se iba a pie porque había que irse, siquiera del cerco de la telaraña.
Y sí, puede ser que si te toca llorar sea mejor junto al mar. Desde pueblos blancos que se vuelven negros por no verlo nunca. Aquella sabia advertencia: “Escapad gente tierna que esta tierra está enferma y no esperes mañana lo que no te dio ayer que no hay nada que hacer”. Con la clave perpetua: “Si yo pudiera unirme a un vuelo de palomas y atravesando lomas dejar mi pueblo atrás, juro por lo que fui que me iría de aquí (…) Pero los muertos no nos dejan salir del cementerio”.
En 1968, el año del mayo francés que no nos rozó ni de lejos, le eligen para representar a nuestro país en Eurovisión. Otra España más abierta, con diferentes culturas. Serrat formaba parte del Els Setze Jutges, aquel grupo de músicos y poetas que impulsarían la Nova Cançó, tan plena y reivindicativa. Pero no le dejaron cantarla en catalán, TVE se negó. El La, la, la terminó ganando el Festival en la voz de Massiel. Y Joan Manuel, prohibido y perseguido, tuvo que exiliarse de España. Se dijo que, alguna vez, se desplazó a la localidad francesa de Perpiñán para ver a sus padres y amigos. Y que durante todo el exilio no compuso ninguna canción. Volvió tras la muerte de Franco, habiendo condenado sus últimas ejecuciones.
Y luego las saetas al Cristo siempre por desenclavar, y los caminos de Machado que se hacen al andar y sueñan -casi ya por siglos- que hay y habrá un español que vive entre tantos que bostezan. Y la libertad, la de Miguel Hernández, la buena, la genuina, por la que sangrar, luchar y pervivir, sabiendo que cuando unas cuencas vacías amanezcan ella pondrá dos piedras de futura mirada. Y la escapada de la pasión por vivir y gozar en las noches de San Juan y en toda noche cualquiera.
Y el amor. Las mujeres, en efecto, no necesitábamos bañarnos cada noche en agua bendita. Con la misma fuerza, el alma viva, éramos tan verdad como el pan y la tierra. Sí, así crecimos con Joan Manuel, cómo no quererle.
Y, el amor, siempre. Más allá del simple descubrimiento. Definido en sus pasos perfectos: desde “el milagro de existir, el instinto de buscar y la fortuna de encontrar”… al “orgullo de gustar, la emoción de desnudar, el rito de acariciar prendiendo fuego”… y “la delicia de encajar y abandonarse, el alivio de estallar y derramarse”.
Y, de haberse ido, contarle que “dondequiera que esté, le gustará saber que jamás, por más cansada que estuvieses, abandonaste su recuerdo a la orilla del camino y por fría que fuese tu noche triste no echaste al fuego ni uno solo de los besos que le diste”.
Y es que “de vez en cuando la vida afina con el pincel, se nos eriza la piel, y faltan palabras para nombrar lo que ofrece a los que saben usarla”. Y huyen de verse sentados chupando un palo sobre una calabaza.
Podríamos recorrer los años de nuestras vidas, las contradicciones, los tropiezos, el horizonte que enseña, guía, con canciones de Joan Manuel Serrat. Muchas de ellas de tal calidad que por sí solas justifican de una en una cualquier carrera.
Serrat dice adiós a los escenarios, con una serie de conciertos este diciembre que culminarán en el Palau San Jordi de Barcelona. Los años pasan, la fuerza se debilita aunque bulla la sangre. Con su inmensa obra, su legado, un poso profundo. Con su coherencia y compromiso. Loco con carnet, cuerdo sin coraza. Seguimos afirmando con él nuestras preferencias: “los caminos a las fronteras, querer a poder, palpar a pisar, ganar a perder, besar a reñir, bailar a desfilar, amar a querer, tomar a pedir, antes que nada, ser partidarios de vivir”. Rotundas maravillas, inspiradoras, que sin duda nos han hecho mejores, volar más alto, con más amplia vista para saber adónde y con quién querer ir.
Nos vamos a pie. Cerca, para no perder el mar y llevarse el primer amor y el último. Sin dejar la siembra en paisajes y terrenos perdurables para seguir nutriéndolos. Con el alma siempre viva.
Gracias por tanto, Joan Manuel.
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