Solos, o en compañía de otros
Persona arriba, persona abajo, se calcula que en España viven solos casi cinco millones de seres humanos. Hay que aclarar, antes de nada, que hay una soledad voluntaria y elegida, libre; pero que hablamos de una soledad no deseada, forzada, condenada, penitencial.
Los españoles vivimos cada vez más años, y eso está muy bien, pero el debate está en discernir con qué calidad de vida llegamos, pongamos, a los ochenta. Cuál es nuestra pensión de soledad. Parece que hay una hinchazón de soledad, de aislamiento no deseado.
De momento, los humanos estamos programados para vivir en comunidad; somos seres sociales y necesitamos a los otros, pero el caso es que existe gente que hoy se pega el día entero sin hablar con nadie. Quien habla sólo espera hablar a Dios un día, nos contó Machado en el bachillerato, pero hay gente que no habla con nadie. Bueno, consigo mismo y con la tele, o con la radio.
Hay gente que se muere a solas, sin que nadie le eche en falta hasta que el olor o el recibo impagado del banco actúan de alerta. Cuanto más grande es la ciudad, más hostil es la soledad. Hay en Madrid menos redes de apoyo que en el pueblo pequeño; a un rato de desaparecer, por cierto. Aunque es verdad que hay voluntarias jóvenes que charlan con las que podían ser sus abuelas/os y les alegran la vida.
Salir todos los días a hacer la compra se ha convertido así en una especie de terapia ocupacional para muchos solitarios, una actividad que facilita la relación con el de Bangladés, que te vende la fruta, con derecho a manoseo por el comprador, a cualquier hora del día y de la fiesta, en la tienda de la esquina, siempre abierta y te llama por tu nombre. Te permite también la charleta ir a la peluquería del chino que te corta el pelo en tu barrio y te dice: “guapa, guapa, guapa”, trece veces por minuto; quién sabe si más veces que el marido de orden a la señora de orden en toda su vida.
Personas nacidas en España, que podríamos decir castizos, encuentran en estas personas de países en los que nunca hubieran pensado, interlocutores que les dan un sentido a su vida, que les hacen compañía, casi en régimen de adicción.
Este indígena español y solitario compra fruta todos los días, aunque no la necesite, y va a la peluquería sin que le haga del todo falta. Pegan la hebra con gente que los escucha y con eso tienen bastante.
Hay una imagen de persona con dificultades de movilidad, acompañada casi siempre por un latinoamericano -es lo que yo veo en Madrid- que tiene en quien le ayuda a una persona que también le hace compañía.
Luego hay el que practica la locuacidad del solitario, ese que te agarra por el brazo con fuerza y te cuenta su historia para que la cuentes en la tele. Hablarte y que los escuches es una forma de terapia. Para los dos.
Contaba el pasado lunes El País que un grupo de personas, ¡siempre mayoría de mujeres!, que no se conocían de nada, se reunían a comer; es decir, a charlar, en Betanzos, en un local parroquial en desuso –en España, tarde o temprano, siempre aparece un cura–. Allí se hablaban y se escuchaban y superaban la insondable soledad de comer solo.
En Gran Bretaña han creado una especie de ministerio de la soledad, de regusto Orwelliano, lo que informa de la dimensión del problema.
Aquí, tenemos a la televisión como animal de compañía, incluso cuando esta apagada, con su lucecita roja, presta a volver a hablar. Cuenta la leyenda que en los primeros años de la tele el presentador decía: “buenas tardes”, y el espectador le contestaba: “buenas tardes”, porque, claro, le estaba hablando sólo a él.
Este asunto de la soledad indeseada no está en la agenda política y me temo que tampoco figura entre los cien primeros problemas de nuestros distintos gobiernos. Debería estarlo, aunque solo fuera por puro egoísmo de los gobernantes.