Terrorista Netanyahu
Cuesta trabajo decidir qué inquieta más: si la capacidad del Mossad para urdir e implementar un plan de fabricación y distribución de buscas y walki-talkies explosivos que, si te lo cuentan en una película de espías, te preguntas qué se han fumado los guionistas; o si la desoladora y discreta indiferencia con la cual la mítica comunidad internacional ha procesado y aceptado que un gobierno supuestamente democrático practique el terrorismo de estado sistemático, de manera planificada y dolosa, contra sus adversarios. Ha suscitado bastante más conversación pública la habilidosa planificación de la operación de guerra sucia que los turbadores debates jurídicos y morales que plantea.
No existe norma conocida en el derecho internacional que pueda amparar que un estado distribuya durante años y meses bombas camufladas en objetos comunes en la vida civil, cuyo uso y por quién nadie puede anticipar. Menos aún que ampare la decisión de activar esas bombas a conveniencia, de manera masiva e indiscriminada, sin consideración alguna por el riesgo mortal que pueda suponer para alguien cuyo único crimen sea hallarse en las proximidades.
De hecho, si no estuviera el Estado de Israel detrás, la gran mayoría de la mítica comunidad internacional calificaría sin vacilar esta siniestra y mortal operación usando el tipo penal que mejor se ajusta en derecho a los hechos: terrorismo.
En su afán por expandir la guerra para mantenerse en el poder a toda costa y no rendir cuentas ante la justicia por el reguero de casos de corrupción que ha ido dejando en su camino, Benjamín Netanyahu ha decidido que ya no queda mucho más por matar o destruir en Gaza. Ahora le ha llegado el turno al Líbano. Cuando ya no quede mucho por asesinar o destrozar en el Líbano, le tocara al siguiente más débil. Ni el derecho a la defensa del pueblo israelí, ni la prevención de una amenaza terrorista. La supervivencia política de Netanyahu es toda la lógica de la operación.
Primero se le permitió convertir Gaza en el campo de concentración a cielo abierto más grande del mundo. Ahora se le permite sin apenas reacción, sin ni siquiera las hipócritas críticas diplomáticas de rigor, que degrade al Estado de Israel a una organización terrorista que explosiona bombas en oficinas y mercados. Al título de genocida Netanyahu ha decidido sumar ahora el de terrorista responsable de atentados mortales en calles, plazas o autobuses, destinados a sembrar el terror y con desprecio absoluto hacia las víctimas y daños colaterales que puedan causar entre la población civil.
El silencio cómplice de la mayoría de la comunidad internacional ante este ejercicio de terrorismo de Estado demuestra hasta qué punto la idea de que el terrorismo se combate con más y mejor terrorismo vuelve a estar de moda entre cancillerías y gobiernos convencidos de que arrogarse actuar en nombre de la democracia les concede licencia para matar. También nos indica lo mucho que estamos dispuestos a renunciar a nuestros derechos y libertades a cambio de la mentira de una supuesta seguridad que solo nos asegura más miedo.
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