La vergüenza tiene ideología
Pablo Motos dijo esta semana en El Hormiguero que sentía vergüenza de ser español por primera vez en su vida por la ley de amnistía. Lo cierto es que sentí mucha empatía con esa afirmación de sentir vergüenza por algo que no has hecho tú, porque es algo que me ha acompañado en muchas ocasiones a lo largo de mi vida escuchando algunos discursos. La afirmación me llevó a reflexionar sobre la subjetividad de la vergüenza como elemento central de la ideología en una época en la que la emoción prevalece sobre la razón a la hora de mover los discursos políticos.
No entendí demasiado las críticas a Pablo Motos porque fue una demostración emocional de su ideología y se agradecen estos reconocimientos sinceros de la matriz de pensamiento que todos tenemos. No es criticable la sensación de vergüenza porque es una emoción que no se puede controlar, lo que hay que valorar es cómo y por qué se pueden sentir vergüenza, asco u orgullo. Es decir, cuál es el sustrato hegemónico y cultural que lleva a alguien a sentir vergüenza de ser español por primera vez en su vida. Por qué ahora y por qué no antes. Cuál es la línea roja traspasada que hace sentir pudor a una persona por su origen que nunca antes se haya sobrepasado.
Los procesos identitarios llevan asociados una serie de valores y componentes que conforman esa misma identidad. La vergüenza es una emoción, un sentimiento, una sensación de oprobio ante el maltrato a la propia identidad. Para avergonzarse de ser español se tiene que asociar a la identidad unos valores con los que se sienta concernido e identificado. Es decir, si se siente vergüenza por sentirse español es porque alguien ha maltratado esos valores que se identifican con la idea de España y que han sido mutados hasta transformarse en la idea de España que el avergonzado tiene de su país. Es comprensible que alguien que se vincule con una idea de España próxima al nacionalismo se sienta violentado con una prebenda a los nacionalistas catalanes de modo que por primera vez le lleve a sentir vergüenza de lo que antes le hacía sentir orgullo.
La vergüenza sobre la aprobación de la ley de amnistía parece venir identificada por el hecho de que todos los españoles dejamos de ser iguales ante la ley, pero al ser la primera vez que a alguien le ocurre entenderíamos que el hecho se ha producido por primera vez en España y por ende, esa novedad pervierte los valores de España. La lógica dictaría un imperativo categórico de ineludible cumplimiento para quien se sienta avergonzado por el hecho de que no haya igualdad entre españoles. No cabe otra cosa que haber sentido esa emoción de vergüenza cuando el emérito fue exonerado de toda culpa por su condición de rey después de haber reconocido tener una fortuna fuera de España con prácticas ilegales, de haber desviado fondos a sus cuentas u de haber sido librado de la fiscalía de los delitos de evasión fiscal. Pero no, por alguna extraña razón eso no provocó vergüenza.
Sentir vergüenza es una emoción humana y por qué la sentimos es lo que define nuestra sensibilidad política, emocional y cultural. Se puede sentir vergüenza por haber dejado que en Madrid más de 7.000 ancianos fueran abandonados en las residencias para morir sin atención hospitalaria mientras aquellos con seguro privado tenían la oportunidad de salvarse o morir con menos sufrimiento y agonía. Pero es cierto que eso puede no haberte hecho sentir vergüenza y sí que Carles Puigdemont pueda volver a España sin ser juzgado por malversación. España ha tenido momentos que hicieron sentir vergüenza a muchos españoles de una gravedad mucho mayor que el perdón de unos delitos leves en el marco de una negociación. La participación de España en la guerra de Irak, las mentiras del PP después del 11M, la corrupción sistemática de la derecha durante décadas, la participación del Estado y el PSOE en el terrorismo de los GAL, la muerte de cientos de inmigrantes en las vallas de Melilla y en el mar Mediterráneo, la muerte de miles de pacientes esperando un tratamiento contra la hepatitis, la pervivencia de los símbolos que exaltan la dictadura, la permanencia de miles de cadáveres de españoles en las cunetas, los indultos a los policías condenados por torturas, los miles de desahucios a personas sin recursos. Se puede sentir vergüenza por ser español por primera vez en la vida por una ley de amnistía. Es una emoción subjetiva que hay que comprender, pero sí es cuestionable por qué no se ha sentido vergüenza en todos estos años cuando se han producido infinidad de actos, hechos y actuaciones que han podido llevar a movernos la víscera.
La vergüenza es un sentimiento profundo que a lo largo de la historia ha movido a muchos intelectuales a mostrarla como la más pura emoción política vinculada a una identidad presente y perdida. Decía Bertolt Brecht en su poema sobre la Alemania de 1933: “Hablen otros de su vergüenza. Yo hablo de la mía. Los discursos que salen de tu casa producen risa”. El qué provoca esa vergüenza es lo que muestra la diferencia entre una emoción sincera o cuándo nace del más profundo privilegio. En un mundo como el actual en el que todo esta interrelacionado y se está produciendo un genocidio sobre el pueblo palestino hay motivos para sentir vergüenza sobre el silencio, la complicidad o la indiferencia del papel de nuestra sociedad y nuestro país con el crimen sistemático de menores y la aniquilación de todo un pueblo. Pero lógicamente puedes no sentir vergüenza por eso y sí porque cuando sales de viaje al extranjero alguien te pregunte por Puigdemont. Eso es en sí mismo un marcador de clase y prioridades que enseña cuál es la hegemonía ideológica predominante de una determinada y específica España avergonzada. La vergüenza también tiene ideología y en ocasiones la ajena conduce al bochorno.
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