A veces centramos nuestras críticas y escándalos en el alcalde de Madrid ignorando la cínica y cobarde crueldad que se esconde tras la sonrisa interminable de Begoña Villacís. Su afabilidad estratégica ha sido parte nuclear de su acción política. Con ese alborozo ha sido cómplice de la humillación a las víctimas del franquismo borrando otra vez su memoria y llevándose por delante a su vez los versos grabados de uno de los poetas más importantes de nuestra literatura. Porque no puede soportar desde su falsa equidistancia la memoria de los que con sus versos le recuerdan su propia miseria. Enseñando la blancura de sus dientes, pero odiando.
Hubo un tiempo en el que creí a Begoña Villacís. Me convenció de que existía cierta decencia en la autopercepción de sus ideas, pese a considerarlas tremendamente equivocadas. Me convenció de tener una cierta humanidad, de que sus posicionamientos en lo relativo al resarcimiento y la reparación de las víctimas del franquismo se debía únicamente a una ignorancia propia de la burbuja en la que se había criado. Fue a raíz de una entrevista que le hice en el año 2015. La sensación que me quedó en la conversación que surgió tras lo profesional fue la de alguien recién llegado a la política, con unas carencias severas propias de una inexistente cultura política antes de entrar en Ciudadanos. Pero desde una concepción humana, sentí que era alguien con la que se podría hablar desde la más absoluta discrepancia.
En la conversación hablamos de la recuperación de los restos de los represaliados por parte de sus familias. Entendió mi punto de vista, comprendió que era un acto humano. Me aseguró que nunca se lo había planteado en los términos en los que se lo había expuesto. Que se comprometía a que en el programa de Ciudadanos a nivel estatal se recogiera la dotación presupuestaria para la exhumación de los restos de los represaliados durante el franquismo. Un día me escribió con un extracto del programa. Lo incluyeron. Creí que, desde la discrepancia ideológica, se podría construir una derecha decente con gente como Begoña Villacís.
Aquella confianza en su honestidad me hizo dudar sobre su percepción de la condena a su hermano ultra por agredir a inmigrantes. Me creí su zozobra cuando lo hablamos, que de verdad para ella aquello era un conflicto doloroso y que jamás se acercaría a postulados de extrema derecha, precisamente por aquel episodio traumático para su familia. Me engañó, eso sí, sonriendo mucho.
Ahora sé que me mintió. Que con su actitud solo buscaba apaciguar mi crítica. Es una estrategia que cualquier periodista conoce de los departamentos de comunicación: las buenas palabras, buscar cercanía para que al periodista le resulte más difícil hacer su trabajo. A Villacís jamás le movió la empatía con el dolor ajeno y solo quería instrumentalizarlo para medrar. Ahora sonríe como vicealcaldesa. Enhorabuena.
Esa candidez naif que me asaltó con Villacís tiene que ver con una odisea personal que me asiste. No hago más que buscar en la derecha española elementos que ayuden a construir una sociedad en la que prime una cultura de respeto al diferente, de cuidado al adversario, de consideración ante el dolor ajeno. Pero no, nuestra derecha se parece a lo que la Ferrante dibuja en el personaje del padre de Nino Serratore cuando su hijo, perturbado nuevamente por la última acción egoísta de su progenitor, acierta a decir disgustado: “Mi padre es la total negación del interés general”. Eso es nuestra derecha, la negación constante y presente del interés de quienes no pertenecen a los suyos. Sean enemigos de clase, hoy, o enemigos de frente, ayer. Por eso tienen que borrar su nombre, para rendir honor a los que borraron su carne.
Villacís y su alegría no son más que la muestra cínica de los que buscan enseñar una cara amable para una política de venganza con los que tanto sufrieron. Pero esa sonrisa cínica no va a robar la felicidad a los que luchan por la verdad, la justicia y la reparación. Almudena Grandes me perdonará por parafrasear su Inés y la alegría para hablar de lo contrario a lo que ella expresa en sus episodios de una guerra interminable, porque, como ella ha dicho, la alegría es el arma de los resistentes. Y no se la vamos a regalar a los que odian.
Porque la alegría, porque reír, es la forma más sublime de ejercer la resistencia. Una risa que no consiguieron borrar del recuerdo de Miguel Hernández ni cuando lo tuvieron pudriéndose en prisión. Una risa que le quitó soledades, le arrancó cárcel y penas. Una risa que era luz del mundo y rivalizaba al sol. Esa risa es nuestra espada más victoriosa. A defenderla pluma por pluma.