La polarización está de moda. Con ello no me refiero a la repetida crispación con la que se gestiona el desacuerdo y el intercambio político en España, sino a los estudios académicos que tratan de analizar este fenómeno político. Una de las últimas contribuciones en este sentido es el libro “De votantes a hooligans” del profesor de la Pompeu Fabra Mariano Torcal, quien presenta seguramente el estudio longitudinal más completo hasta la fecha sobre esta cuestión para el caso español[1].
El libro arranca aportando claridad sobre el tan manido concepto de polarización y situando a España en perspectiva comparada. La polarización de los afectos (polarización afectiva), que es de lo que trata este libro, mide la distancia entre los sentimientos positivos que nos generan los votantes del partido con el que nos identificamos y el desafecto que sentimos hacia los votantes de otros partidos. Esta polarización es distinta de la polarización ideológica (la percepción de los ciudadanos sobre cómo de distantes son ideológicamente los principales partidos políticos) y del extremismo ideológico (cómo de distantes son los ciudadanos en sus preferencias políticas sobre distintos temas como el modelo territorial, la homosexualidad, la inmigración o los impuestos), aunque pueden estar relacionadas.
De la revisión del debate y del escrupuloso análisis de datos que aporta el libro, me gustaría destacar cuatro aspectos relevantes sobre la naturaleza y el cambio en el comportamiento político de los ciudadanos, sus causas y sus consecuencias. La primera es la transformación de los votantes en hooligans partidistas que participan en política de manera distinta. Ya no se trata tanto de votar al partido más cercano a las políticas públicas que preferimos, sino de participar como una expresión de lo que somos, de nuestra identidad. Esta afirmación, que guía el principal argumento del libro, suscita la pregunta de si somos ahora más hooligans que antes, aunque la confirmación de este proceso se tope con las dificultades de un análisis longitudinal más amplio. En todo caso, la consecuencia de este proceso es que la política se convierte en un juego de suma cero donde lo importante es ganar al otro. Así, en menos de una década hemos pasado de una situación donde la principal crítica al sistema era que no te jugaras nada en las elecciones porque, a ojos de los ciudadanos, daba igual quién estuviera en el poder (la llamada crisis de la democracia representativa), a la situación contraria: que los votantes sientan que se juegan demasiado en las elecciones.
La segunda es que el comportamiento político de los ciudadanos está guiado por los sentimientos negativos (más que los positivos), pues lo que más importa para entender la relación entre polarización afectiva y sus efectos sobre la confianza hacia otros ciudadanos o hacia las instituciones es el desafecto que se siente hacia los que políticamente no consideramos de “los nuestros”. Este resultado se corresponde con lo que ya sabemos sobre nuestra forma de votar: que lo hacemos más “en contra de” y no tanto “a favor de”, lo que algunos autores llaman “partidismo negativo”. A ello ha contribuido el hecho de que la crítica o el desafecto hacia los rivales políticos esté socialmente más tolerada o se considere, como dicen algunos autores, “juego limpio” (Klein 2021).[2] Dicho de otra manera, mientras que las reglas sociales limitan la ridiculización o crítica feroz a ciertos colectivos (raza, etnia, religión…) esas limitaciones no se encuentran en la crítica a los grupos políticos, donde parece que todo vale.
En tercer lugar, las élites políticas juegan un papel importante en la moderación de la polarización afectiva, pues cuanta más división perciben los ciudadanos entre sus representantes políticos (más polarización ideológica), más intensa es la polarización afectiva. Los datos de Torcal muestran que el aumento de la polarización afectiva no está relacionado con el hecho de que los ciudadanos piensen cada vez de manera más distinta sobre la inmigración, la descentralización o la corrupción (pues, como muestran algunos estudios, en muchas políticas públicas la polarización es relativamente baja), sino que es el resultado de que perciben que la oferta política (la posición política de los partidos) está más polarizada.
Por último, sobre las consecuencias específicas de la polarización afectiva, el libro aporta una mala noticia y una no tan mala. La mala noticia es que la polarización sobrepasa los contornos del debate público para impregnar de desconfianza las actitudes hacia las instituciones y hacia el prójimo. Quienes sienten un mayor desafecto hacia los votantes de otros partidos tienden a confiar menos en las instituciones y también en la gente, incluso en sus más allegados (vecinos). Lo primero representa potencialmente un problema de legitimidad y lo segundo un problema de convivencia. La medio-buena noticia es que el apoyo a la democracia de manera incondicional es alto y no parece condicionado por el grado de polarización afectiva. No obstante, se observan algunas grietas preocupantes, como que los votantes más polarizados de ciertos partidos - Vox y, en menor medida, del PP – caigan en la “hipocresía democrática”: un apoyo general a la democracia como mejor sistema (significativamente más bajo entre los votantes de Abascal) pero una menor tolerancia social hacia ciertos grupos (musulmanes, homosexuales, catalanes, vascos…) y un menor rechazo a medidas anticonstitucionalistas.
[1] Dos contribuciones muy recientes en la misma línea son “Democracia de Trincheras” (Península), de Lluís Orriols y “Polarizados. La política que nos divide” de Luis Miller (Deusto).
[2] Ezra Klein. (2021). ¿Por qué estamos polarizados? Madrid, Capitán Swing.
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