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1 de marzo de 1951: el despertar del movimiento obrero en la dictadura

Panfleto de convocatoria de la Huelga de los Tranvías de Barcelona.
2 de marzo de 2024 22:03 h

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Si el 1º de Mayo es el Día Internacional de los Trabajadores, el 1º de marzo bien podría ser el Día Nacional de los Trabajadores españoles: el 1 de marzo de 1951, lo que en España empezaba a amanecer era el movimiento obrero tras la brutal, sangrienta represión de la interminable posguerra.

En 1889, la recién fundada Segunda Internacional, organización de partidos socialistas y laboristas, declaraba el 1 de Mayo como Día Internacional de los Trabajadores para conmemorar los hechos luctuosos de los huelguistas de Chicago que, tres años antes, reivindicaron la jornada laboral de ocho horas, cuando la ley norteamericana sólo prohibía jornadas de más de 18 horas. Abanderada por líderes anarquistas, con la máxima “ocho horas de trabajo, ocho horas de ocio y ocho horas de descanso” y la intención de multiplicar los puestos de trabajo, los enfrentamientos con esquiroles y policía el 1 de Mayo de 1886 produjeron cerca de un centenar de muertos y un juicio farsa donde condenaron a la horca a cinco líderes obreros. La festividad del 1 de mayo fue progresivamente adoptada tras varios años de celebrarla trabajadores de todo el mundo haciendo huelga ese día. En Estados Unidos no se conmemora esta fecha, porque el presidente Grover Cleveland proclamó en 1894 festividad nacional el primer lunes de septiembre como Labor Day, Día del Trabajo, para conmemorar el primer desfile de trabajadores, celebrado el 5 de septiembre de 1882 en Nueva York.

El primer gobierno de Franco, el llamado gobierno de Burgos, el 30 de enero de 1938, suprimió la negociación colectiva, que consideraba incompatible con los principios rectores del Nuevo Estado, y, calcando la Carta di Lavoro promulgada en Italia por el Gran Consejo Fascista en abril de 1927, decretó el 9 de marzo de 1938 el Fuero del Trabajo, la primera de las ocho Leyes Fundamentales de la dictadura. Prohibía la negociación entre partes, empresarios y trabajadores, pues no eran tal sino que formaban un todo indivisible al servicio de la patria, por lo que el ministerio de Trabajo regularía salarios y condiciones de trabajo; por lo tanto, la huelga, además de ilegal, dejaba de tener razón de ser. Por ello, al final, en 1942, se estableció la afiliación forzosa de empresarios y trabajadores en un sindicato único como exigían los falangistas, en vez del sindicalismo voluntario que proponían católicos y tradicionalistas y que la realidad demostró inviable.

Con excepciones –funcionarios, servicio doméstico, agricultores arrendatarios...– todos, empresarios y trabajadores, eran “productores” afiliados al sindicato vertical. A la larga, el término quedaría para denominar exclusivamente a los obreros. Y, en la misma lógica, el sindicato vertical lo dominarían los empresarios que imponían las condiciones y reducían a lo burocrático la intervención sindical. Desajustes que afectaron a toda la economía, a los salarios nominales fijados por el ministerio de Trabajo, a los salarios reales y a los precios y obligaban al ministerio a hacer revisiones periódicas al alza; a los empresarios, a suplementar con pluses los cortos salarios (lo que reincidía en los precios) y a los trabajadores, a acudir al pluriempleo para salvar los periodos entre revisiones y afrontar el aumento de precios de los productos básicos, con la consiguiente contracción de la oferta de trabajo y un panorama social distante del soñado y prometido por el Nuevo Estado salvador.

La huelga de los tranvías barceloneses

Un estado de cosas que, a finales de la década de los 40, se tradujo en movimientos huelguísticos en Barcelona, Madrid y Asturias. La huelga de usuarios de tranvías en Barcelona, el 1 de marzo de 1951, fue, por su singularidad, determinante para provocar una crisis de gobierno y adoptar una nueva política económica que tratara de encauzar la situación, marcada por la escasez, las restricciones de los servicios básicos y, desde luego, la falta de libertades.

La huelga de tranvías de Barcelona atrajo la atención de las cancillerías europeas, pues fue protagonizada, en gran parte de manera espontánea, por la agobiada clase popular barcelonesa –la mayoritaria, aún inexistente o minúscula la clase media–. El 23 de febrero de 1951, la tarifa de los tranvías de la ciudad se aumentó de 50 a 70 céntimos de peseta, un 40% de incremento, lo que produjo una gran indignación, ya que significaba detraer alrededor de unas 20 pesetas más al mes (dos viajes diarios) de un salario mínimo por debajo de 60 pesetas –cantidad que se fijaría en 1963, fecha en que se reguló por primera vez–. Las abnegadas autoridades creyeron que sería asumida por los ciudadanos como una fatalidad más. Se equivocaron.

La idea del boicot nació, paradójicamente, en una reunión falangista en los locales barceloneses de los sindicatos verticales en la que los airados asambleístas se impusieron a los mandos. Los militantes de las organizaciones obreras cristianas, la Juventud Obrera Cristiana (JOC) y la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC), los supervivientes de la CNT y los comunistas del PSUC “entristas” no tuvieron que esforzarse en sumar a unos falangistas sumamente frustrados en sus expectativas políticas y económicas, además de sentirse señalados como responsables de las dificultades y miseria de la ciudadanía. Aún más en este caso, en el que la prensa había informado, pasando la censura, de que tal incremento de precio no se había producido en los tranvías de Madrid.

Tomada la decisión del boicot, la consigna corrió de boca en boca y el 1 de marzo, un jueves, barceloneses de toda condición se dirigieron a sus quehaceres sin utilizar los tranvías durante toda la jornada. Una jornada que hubiera sido pacífica de no mediar las absurdas órdenes a la guardia civil del gobernador civil de Barcelona, Eduardo Baeza: que obligaran a los transeúntes a utilizar los tranvías, lo que produjo enfrentamientos de una violencia que no se conocía desde el final de la Guerra Civil. Y que se tradujo en huelgas intermitentes e inmediatas en las grandes industrias de Barcelona y de su cinturón.

La huelga ciudadana terminó con petardos “puestos en las vías por estudiantes”, un muerto por un balazo de la policía, decenas de heridos, más de 300 detenidos (posteriormente, despedidos de su trabajo por orden gubernativa) y una concentración ciudadana en la plaza de Catalunya donde se recibió al gobernador civil con una botella del popular 'carminativo' Agua del Carmen –placebo 'milagroso' de venta en las farmacias desabastecidas de medicinas– en una mano y un lirio en la otra –en burlona alusión al romance que se rumoreaba que mantenía con la famosa vedette Carmen de Lirio, la Reina del Paralelo–.

Belleza de la época –fue declarada “la mujer más guapa de España”–, María del Carmen Forns era el oscuro objeto del deseo de la alta burguesía barcelonesa, que la seguía y acosaba allí donde actuaba. En su autobiografía (Memorias de la mítica vedette que burló la censura, 2009) desmintió haber tenido como amantes no sólo a Baeza sino a otros que se jactaban de serlo, como Juan Antonio Samaranch, el franquista que fue presidente de Comité Olímpico Internacional: “Ese gentleman de bolsillo dice que tuvimos un affaire. ¡De qué! Samaranch siempre me ha parecido un hombre soso”, escribió.

El 18 de marzo se dieron por concluidos los disturbios con la destitución del gobernador civil y el alcalde de la ciudad, Josep María Albert, sustituidos por autoridades militares, por supuesto.

Como curiosidad, la nota oficial del nombramiento del nuevo gobernador civil y jefe provincial del Movimiento de Barcelona, el general Felipe Acedo Colunga, contiene un monumental lapsus calami, acto fallido escrito: “El señor Acedo se alzó el día 10 de agosto de 1932 con Sanjurjo, en Sevilla, contra la República, y actuó como fiscal en los Consejos de guerra en Asturias en 1934. Durante la Cruzada fue [acentuación de la época] fiscal del Ejército de ocupación, en casi todo el territorio nacional” (La Vanguardia Española [así apellidada tras la guerra], 14 de marzo de 1951, pág. 15). Por primera vez se denominaba “Ejército de ocupación” al ejército de ocupación, en vez del tradicional ‘Glorioso Ejército Nacional’ de la propaganda...

La revitalización del movimiento obrero

El gran éxito político y sindical de la huelga de los tranvías de Barcelona, con la inmediata retirada de la causa que la había provocado, la excesiva subida de tarifas, animó la multiplicación de los conflictos laborales, convenientemente azuzados por las organizaciones clandestinas, especialmente las cristianas y el PCE, pero generalmente apoyadas por los representantes de base del sindicato vertical, para quienes ya era evidente que lo que no obtuvieran como trabajadores no lo obtendrían por caminos políticos.

Los caminos políticos de las 'abnegadas autoridades' y la prensa sicaria era el de plantilla de la dictadura: la conspiración judeo-masónica-marxista: “(...) sin ese Orden [sic] público que empieza en la calle y se prolonga en el taller o en la oficina no habrá sueldos ni habrá jornales, sino hambre, miseria y luto, como en los años del terror rojo, que es lo que ayer quisieron iniciar en nuestra ciudad los delincuentes consabidos, es decir, los agentes del comunismo internacional, mafiosos, por lo demás, contra la reacción universal en favor de España, que ha sido, y seguirá siendo, Dios mediante, el más firme baluarte frente a sus designios traidores” (La Vanguardia Española, “Frente a una intentona sediciosa”, 13 de marzo de 1951, pág. 11).

Se trató de repetir el ejemplo barcelonés en Madrid a los pocos meses, con la convocatoria el 22 de mayo de un boicot a los transportes públicos por el aumento de las tarifas. La conocida como “huelga blanca” obtuvo cierto éxito, pero al no estar acompañada de conflictividad laboral, no pasó de ahí (como ocurrirá en 1957, en una nueva huelga de tranvías en Barcelona, también por la subida del precio del billete).

Las huelgas de Barcelona animaron al PNV a convocar una huelga general en el País Vasco y Navarra esa primavera. La propuesta por el gobierno vasco en el exilio fue apoyada por los demás partidos e instituciones republicanas en el exilio e impulsada por el sindicato nacionalista ELA-STV, que continuaba funcionando en la clandestinidad, junto a los sindicalistas cristianos y comunistas. El llamamiento triunfó notablemente en Bizkaia y Gipuzkoa y tuvo una respuesta mucho menor en Araba y Navarra, las llamadas “provincias leales” por el Régimen por su alineamiento con los desleales en la guerra civil.

Estos acontecimientos provocaron una crisis de gobierno, en julio de 1951, y la adopción de algunas medidas populares en los años siguientes –el inmediato fin del racionamiento y el Seguro Escolar, el Mutualismo Laboral, la Pensión de Viudedad...–, que calmaron temporalmente los ánimos, salvo algunos hechos aislados, principalmente en Bizkaia y, entre ellos, alguno de importancia como la huelga del astillero Euskalduna, en diciembre de 1953, secundada por la Naval de Sestao y otras empresas de la ría bilbaína durante una semana.

El III Congreso Nacional de Trabajadores, 1955, reivindicó la implantación del salario mínimo, el incremento de los existentes (lo que se acuerda, siempre y cuando esto no aumentara los costos), así como un seguro de paro que cubriera el 100 por ciento del salario base durante la desocupación forzosa y una mayor representación sindical.

Los “jurados de empresa” se habían creado en 1947, aunque, con el argumento empresarial de que eran “copia de los comités de empresa de los países europeos democráticos y un instrumento para la intervención obrera en la gestión de la empresa”, no entraron en funcionamiento hasta 1953 y limitándolos a las empresas con más de mil trabajadores (no se extendieron a las empresas de más de 50 trabajadores hasta principios de los 60). Temían que fueran, como fueron finalmente, la vía de infiltración en la empresa de las organizaciones políticas y sindicales clandestinas a través de enlaces sindicales y vocales de jurados y las comisiones obreras, que arrasarían en las elecciones sindicales de 1966, con una participación masiva.

La paz laboral se mantuvo hasta 1956, cuando estalló la conflictividad con gran virulencia y se extendió a otros estamentos de la sociedad, como la Universidad, donde, la historia se repite, el precio del transporte estudiantil desencadenará la nueva crisis del franquismo.

1956 es considerado por ensayistas e historiadores un año histórico, decisivo tanto para el movimiento obrero como para el antifranquismo en general, año en el que “(...) se precipitaron todas las tomas de conciencia que se estaban fraguando y se dejó establecida, de una vez y para siempre, la zanja dialéctica que había de separar en el futuro a los que de verdad quisieron comprometerse moralmente con España y los que quisieron, por el contrario, comprometer a España en el juego de su carrera personal”, en palabras del que fue notable crítico de arte José María Moreno Galván.

Y en 1958, se restituyó al mundo laboral un instrumento tradicional en España, la negociación colectiva, mediante la ley de Convenios Colectivos. Una tradición cuyos orígenes se remontaban a la I República Española, que continuó a lo largo del primer tercio de siglo XX y se desarrolló y asentó en la II República. Siempre a regañadientes de la patronal, partidaria, como es su lógica, de la sindicación forzosa como solución definitiva de la conflictividad.

Pero ese es otro cuento, para otro día.

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