El ejemplo de integración de Olga, la niña de la mirada transparente
Los días más soleados, lleva unas gafas de cristales fotocromáticos que se van oscureciendo conforme aumenta la intensidad de la luz. Ocultan sus ojos —de un tono azul cielo casi transparente— que iluminan los días de sus padres desde que nació en Granada hace ocho años. Olga no tiene iris. Sufre aniridia, una enfermedad rara que provoca ceguera bilateral. Aunque solo es capaz de distinguir levemente algunos colores y bultos, toca el piano, patina, va sola en bicicleta y siempre se ha lanzado a la piscina, literal y metafóricamente. “Su carácter ayuda mucho... Hay niños con discapacidad que son más introvertidos, pero ella no tiene ningún problema. Si en el cole hay una fiesta y hay que bailar, baila. Si hay que recitar una poesía, la recita. Es muy optimista, muy luchadora y muy consciente de sus capacidades distintas”, explica Lorena Gutiérrez, su madre.
Lo cierto es que a Olga la discapacidad visual nunca la ha frenado para nada, todo lo contrario: “Es un poco cabezoncilla e intenta conseguir todo lo que se propone”, reconoce Lorena. En su colegio, el Luis Rosales de Granada, siempre ha ido al mismo ritmo que sus compañeros. Paso a paso, con su máquina Perkins que tiene unas teclas que, a veces, “están demasiado duras”. Olga aprendió a leer y a escribir en braille con tres años mientras sus compañeros empezaban a descubrir las primeras letras del abecedario. “Su profesora de refuerzo de ONCE nos dijo que es increíble cómo aprovecha el resto visual que tiene. Se desenvuelve con muchísima soltura”. Además, por la enfermedad, valora y agradece cada mínimo detalle: “Le da mucha importancia a las palabras y gestos de los demás: 'Mi amigo tal me ha hecho un dibujo', y viene tan contenta. Y nosotros, todo lo que consigue también lo valoramos mucho más porque el trabajo y el esfuerzo que ha hecho ella ha sido el doble o el triple”.
En 2012, Lorena y Jorge eran padres primerizos. El embarazo había sido normal, pero cuando su hija nació los médicos les dijeron que algo iba mal. La tuvieron que operar a los diecinueve días de edad de glaucoma congénito, un síntoma asociado a la aniridia: “La operación fue muy dura, de tres horas, pero hasta de bebé se portó superbién. Le taparon los ojillos y ni se tocaba”. El diagnóstico y sus consecuencias llegaron varios meses después cuando, perdidos, buscaban respuestas en Madrid. Nunca habían oído hablar de la aniridia. No era de extrañar: afecta a 1 cada 100.000 nacidos al año y es una de las enfermedades raras con una incidencia más baja. “En ese momento, no nos quedamos tanto con la enfermedad, sino con sus consecuencias… Esa ceguera en ambos ojos. Fue lo que más nos chocó, lo que más nos impactó. No sabíamos si iba a tener alguna limitación a nivel cognitivo, así que fueron años complicados por la incertidumbre de no saber qué va ocurrir”, recuerda mientras su hija la escucha atentamente.
“Las barreras las pone la sociedad”
Cada día, durante estos últimos ocho años, Lorena y Jorge se han esforzado por normalizar su problema en la visión, para que Olga viva sin miedos y sin complejos y tenga las mismas oportunidades que cualquier otra persona de su edad. “Las barreras las pone más la sociedad que en sí el tener una capacidad distinta. Hay muchas veces que le dicen: 'Uy, ¡qué bien lo haces!'. Sin embargo, a nivel cognitivo es una más. Yo, por ejemplo, no tengo ese problema en la visión pero no monto en patines ni toco el piano como ella porque no tengo esa habilidad”, reconoce Lorena. “¡Tampoco montas en bici!”, añade Olga riendo. Es una niña feliz. Muy feliz. Se le nota en la mirada.
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