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20 años de la ley que sacó de la intimidad del hogar una violencia machista que sufre al menos el 30% de las mujeres

ViolenciaGénero

Marta Borraz / Yuly Jara

27 de diciembre de 2024 21:02 h

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Un crimen pasional, un secreto, un conflicto de pareja, problemas familiares, un arrebato puntual... Es lo que la violencia machista era para casi todo el mundo cuando aun la Ley Integral contra la Violencia de Género no había puesto sobre la mesa otra manera de entenderla: “La violencia de género no es un problema que afecte al ámbito privado”, reza la primera frase de la norma, publicada en el Boletín Oficial del Estado un 28 de diciembre de hace dos décadas. Comenzaba así a construirse el andamiaje de un sistema convertido en referente internacional y empezaba a instalarse una nueva concepción que, lentamente y con sus retrocesos, fue extendiéndose.

“La ley fue una revolución en la manera en la que entendemos como sociedad la violencia de género. Antes estaba planteada como una violencia doméstica, que venía caracterizada por el escenario donde se producía y no por la construcción cultural masculina que, por su posición de poder, entiende que puede controlar y dominar. Antes se situaba en las dinámicas propias de una pareja o de una familia, específicas de ellos, y no como una expresión de esas referencias estructurales”, esgrime Miguel Lorente, ex delegado del Gobierno contra la Violencia de Género durante el segundo mandato de José Luis Rodríguez Zapatero, impulsor de la ley.

Esta nueva mirada es lo que señala también María Bilbao, psicóloga especializada en violencia machista, como uno de los principales avances de la ley, que “supuso el reconocimiento público de la violencia como un mal endémico del patriarcado” y a partir de ahí la convirtió “en un problema social”. Esto cambió la manera de responder ante el problema: la ley articula toda una serie de medidas en diferentes ámbitos, una red de atención a las víctimas, juzgados específicos o el sistema de protección VioGén. “Que el Estado se responsabilice de ello ofreciendo recursos laborales, atención psicosocial o ayudas económicas es un inicio para pasar de víctima a superviviente”, añade Bilbao.

La recopilación de datos, monitorizar qué ocurre, ha sido también un elemento diferencial. Ya un año antes de la entrada en vigor de la norma, comenzó el conteo oficial por parte del Gobierno de mujeres asesinadas a manos de sus parejas o exparejas que las organizaciones feministas ya llevaban tiempo haciendo. Durante la primera década, la media de asesinatos alcanzó los 62 y en la última, los 51, reduciéndose en un 17,6%. “El objetivo de la ley se ha cumplido, no en el sentido de alcanzar un resultado definido, pero sí en el de avanzar en la erradicación de la violencia de género. Estamos en ese proceso”, cree Lorente.



Aun así, el camino que ha seguido la norma que hizo de España un país pionero no ha sido fácil. Costó que saliera adelante gracias al empuje de las asociaciones de mujeres que acabó cristalizando en el compromiso del PSOE, pero una vez aprobada hubo que hacer frente a 180 cuestiones de inconstitucionalidad que apuntaban a que la ley vulneraba el principio de igualdad y, en la práctica, discriminaba a los hombres. Aunque el Tribunal Constitucional zanjó el asunto en 2008, esa misma melodía ha vuelto a sonar con fuerza en los últimos años con el auge del negacionismo: fue el argumento que en 2015 usó Ciudadanos para defender acabar con las penas específicas y el discurso habitual de Vox, que resurge con las alianzas con el PP.

Cada vez más denuncias

Con todo, el número de asesinatos es la punta del iceberg, la expresión más brutal de la violencia, pero su impacto abarca mucho más. Cada vez más mujeres la identifican y logran salir, y de hecho, las denuncias han ido aumentando con el paso del tiempo –con un bajón en la crisis económica y la pandemia de coronavirus–: así se ha pasado de las casi 136.000 presentadas en 2009 a las 200.000 de 2023. Aún así, tampoco las denuncias nos cuentan toda la realidad teniendo en cuenta que solo las presentan una minoría de víctimas. Cuando a las mujeres se les pregunta directamente si sufren o han sufrido violencia, las cifras se disparan: la última Macroencuesta, de 2019, apunta a que un 32% de la población femenina ha sido víctima; la Encuesta Europea de 2023 arroja un 28,7%, casi tres de cada diez mujeres.



Por otro lado, las órdenes de protección dictadas han evolucionando al paso de las denuncias, con sus picos y valles, aunque todavía una gran proporción de ellas son rechazadas, como se puede ver en el siguiente gráfico –un 31% en 2023–.



Si comparamos con el año 2009, el número de denuncias ha crecido con fuerza, un 46,9%, y las medidas de protección lo han hecho a diferente ritmo: las negadas han subido un 7% y las adoptadas un 1,4%. Además, con acusadas diferencias entre juzgados: algunos rechazan casi todas y otros al revés, aceptan casi todas. Una disparidad en la que intervienen múltiples factores, por ejemplo el tamaño de los órganos judiciales o la formación y la perspectiva de género con la que se valora si una víctima está o no en riesgo, apuntan las expertas.



De ahí que para la magistrada del Juzgado de Violencia sobre la Mujer de Getafe, Cira Domínguez, ahondar en la especialización de los juzgados sea todavía una cuestión pendiente. De hecho, un 36,3% de las víctimas siguen sin tener acceso a ellos dos décadas después. “Fue la primera ley que abordaba de manera transversal la violencia, en el ámbito penal, pero también laboral, social, económico...Y desde ahí se plantea como un problema político y social, pero todavía hacen falta juzgados con competencias exclusivas y más formación, también para los equipos técnicos”, enfatiza la miembro de la Asociación de Mujeres Juezas (AMJE).

El panorama judicial se completa con el final del proceso: ¿en qué acaban las denuncias? Y ahí, las cifras son ambivalentes. Hay cada vez más condenas, pero también más absoluciones y archivos que se producen habitualmente por “falta de pruebas”, que constituyen una parte importante del total y ante las que expertas y asociaciones reivindican investigaciones más profundas. Aún así, en global, son cada vez más mujeres las que confían en el sistema judicial para salir de la violencia, una realidad que contrasta con el ocultismo absoluto con el que se vivía hace 20 años. “La norma ha posibilitado grandes avances y sentó las bases para un reconocimiento y auge del feminismo”, cree Bilbao.



Una realidad “multifactorial”

La ley desplegó todo un abanico de políticas públicas, entre ellas, la puesta en marcha de medidas económicas de ayuda a las víctimas que, aunque se quedan cortas en muchas ocasiones, no han dejado de incrementarse. Por otro lado, inauguró una red de recursos de atención que en muchos casos como en Madrid están al límite, pero posibilitan “un intento de reparación” de “los daños sufridos por las víctimas” a nivel no solo físico, también psicológico o sexual, dos dimensiones que a veces en el ámbito judicial suelen tener menos recorrido, apunta Bilbao, que cree que todo ello “ha servido para que muchas mujeres puedan poner palabras a lo que viven y tomar medidas”.



Con el tiempo, en estos 20 años hay cuestiones pendientes en las que se ha ido ahondando, sobre todo en la última década, aunque aún faltan otras. Los hijos e hijas de las mujeres empezaron siendo totalmente invisibles y en 2015 fueron reconocidos como víctimas directas de la violencia que sufren sus madres. “Ese avance es enorme, ahí es cuando la ley empieza a profundizar un poco más en un problema que es complejo y multifactorial”, explica la psicóloga. Poco a poco se han ido tomando otras medidas como la prohibición de las visitas cuando hay indicios de violencia de género, pero aún las lagunas en su protección siguen siendo una realidad.

Los asesinatos de menores de edad por esta causa comenzaron a contabilizarse en 2013 y desde entonces han sido 62, en algunos casos después de que la justicia ignorara las denuncias de sus madres. De hecho, varios relatores de la ONU han llamado la atención sobre un “sesgo discriminatorio” que hace que el testimonio de las mujeres sea tomado como menos creíble y, en ocasiones, sean ellas acusadas de manipular a sus hijos e hijas. En este sentido la ley también ha avanzado al vetar el uso en los juzgados del falso síndrome de alienación parental (SAP) contra las mujeres, pero no se ha conseguido desterrar por completo.

Las maneras en que una víctima puede ser protegida son también cada vez más: ya no hace falta interponer una denuncia para acceder a derechos y ayudas, basta con que las víctimas sean atendidas en algún punto de la red de violencia de género. Ahora lo que falta, señala Lorente, es una generalización “de la prevención a través de la educación” a la juventud, que bucea en un contexto de polarización, y “de la concienciación social”. También “mejorar la detección” de la violencia de género “yendo allí donde las mujeres van: las consultas médicas”, insiste el también médico forense, que al igual que atestigua el Ministerio de Sanidad, aún “ahí hay mucho por hacer”.

En cuestiones que aún están por abordar se prevé que avance el Pacto de Estado contra la Violencia de Género, una política pública aprobada en 2017 con más de 200 medidas y un compromiso económico para, en la medida de lo posible, hacer frente a los vaivenes presupuestarios que comunidades y ayuntamientos también han ido dando este tiempo, con recortes importantes en algunos casos. Ahora, una subcomisión creada en el seno del Congreso trabaja para su renovación con la vista puesta en el primer trimestre del año que viene. Esta vez, eso sí, con la previsible oposición de la extrema derecha y la defensa de una retórica, la de la violencia doméstica, de hace más de 20 años.

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