La batalla científica contra el coronavirus en España la libran investigadores precarios o jubilados
El futuro de la pandemia está en manos de cerebros privilegiados y grandes investigadores que trabajan en la precariedad. Los laboratorios de I+D, centros neurálgicos en la lucha contra el coronavirus, destacan por sus importantes avances y por las penosas condiciones laborales que soportan la mayoría de sus profesionales. Esta es la cara oscura de la ciencia en España: contratos temporales, salarios ínfimos, jóvenes en el extranjero, jubilados trabajando gratis y una inversión pública muy por debajo de la media europea. La urgencia ante la crisis sanitaria, lejos de estabilizar su situación, la ha empeorado: trabajan más horas y contratan a más gente, pero casi siempre en precario.
Algunos de estos equipos realizan labores tan decisivas como la vigilancia de las variantes más peligrosas del virus (de momento la británica, la sudafricana y la brasileña) y de cualquier otra nueva que pueda surgir. Como adelantó la Cadena SER, todas las científicas que conforman el grupo principal de secuenciación en nuestro país tienen contratos temporales excepto la jefa, Llúcia Martínez, que ha denunciado la situación en los medios.
Estas nueve mujeres se hacen cargo del 60% de las muestras que se analizan en España y vigilan el ritmo con el que la cepa británica crece en nuestro país. “Hay investigadoras, doctoras, licenciadas y técnicos de laboratorio, y algunas con contratos de obra y servicio que rondan los 1.000 euros netos al mes”, se lamenta Martínez, de la fundación valenciana Fisabio.
En diciembre, ante la aparición de la variante de Reino Unido, España sacó pecho por ser el primer país europeo en secuenciación genómica. Esa euforia ha quedado atrás, pues “en menos de dos meses hemos pasado de los primeros a los terceros, y seguiremos bajando”, explica la experta. La secuenciación es ahora mismo una labor prioritaria controlada por el Gobierno, que ha dispuesto que se vigilen al menos entre el 1 y el 2% de los casos positivos en España por si presentasen una mutación. “El problema es que para eso tengo que contratar a los Messi de la secuenciación, y no me dejan. Necesito hacerles un concurso de oposición para que tengan un contrato laboral, ni siquiera uno de funcionario”, explica Martínez.
La científica se refiere a la la Ley de estabilización presupuestaria de 2012, por la que la ciencia pasó a ser considerada un servicio público. De esta forma, solo se permite hacer un contrato indefinido cuando el personal jubilado deja plazas libres. La otra manera de contratar es a base de becas, convenios de obra y servicio o de prácticas: todos ellos temporales. “Así nos condenan a morir”, admite la secuenciadora. Todo esto se agrava por la dificultad de encontrar a profesionales especializados. “Es un personal único en España, tanto que muchas comunidades no han puesto en marcha sus redes de secuenciación porque no tienen a suficiente gente capacitada para ello”, dice la jefa de Fisabio, donde solo 93 de casi 450 trabajadores son fijos.
El Ministerio de Ciencia e Innovación responde que el presupuesto se ha aumentado un 60% respecto al año anterior y que, aunque no se ha podido conseguir el 2% del PIB en 2020, para 2030 trabajan en que sea el 3%. Ahora mismo se dedica un 1,3%, lo que sitúa a nuestro país a la cola de la OCDE y muy por debajo de la media europea. “Las condiciones en las que se hace ciencia en España no son sostenibles”, admitió el ministro Pedro Duque en una entrevista con este diario. Pero los profesionales no notan que eso vaya a cambiar pronto y se lamentan de la “oportunidad” perdida que ha brindado el coronavirus para poner en valor la ciencia.
Éxodo joven, regreso mileurista
El problema de los contratos temporales afecta a muchas ramas de la investigación contra la COVID-19, no solo a la secuenciación. La viróloga Julia Vergara, que dirige un grupo de estudio del coronavirus en el CReSA, centro de investigación en Sanidad Animal de Catalunya, ha tenido que formarse durante 15 años y empalmar varias becas hasta llegar a ser fija con 36 años. Reconoce que su caso no es de los más duros y, de hecho, se incluye entre los científicos españoles que tienen suerte. Ella estudió la carrera, hizo su máster y su doctorado en el CReSA y se marchó a Alemania, donde estuvo cuatro años. Al volver, le ofrecieron un contrato temporal durante otros cuatro años hasta que, hace uno y poco, por fin firmó el indefinido.
Vergara se dedica a monitorizar animales que sean susceptibles a la infección para, o bien usarlos de modelos para probar terapias, vacunas o anticuerpos, o vigilar si el coronavirus afecta a especies domésticas o salvajes que puedan ser huéspedes o transmisores, como los visones o los dromedarios en el caso del MERS. Todo el dinero de su investigación es público y, aunque se han aumentado las partidas para la COVID-19, aún se alejan de la inversión privada, como lleva pasando desde antes de la crisis de 2010. Tampoco espera mayores retribuciones ni “un plus de peligrosidad, riesgo o presión por tratar día a día con un virus altamente patogénico”.
“No sé si todos los centros funcionan igual en España, pero en el mío hay categorías de la A a la S”. Ella, como Investigadora Principal (IP), está en la E con un sueldo bruto de 35.000 euros al año, pero muchos de los siete miembros de su equipo están en la S, sin ni siquiera llegar a ser mileuristas. “Están promocionando a gente que se ha pasado la pandemia escribiendo, cuando nosotras hemos estado 14 horas al día metidas en el laboratorio”, explica.
Como investigadora junior en Alemania, esta viróloga cobraba 700 euros netos más al mes que ahora y a menudo recibe ofertas del extranjero que le triplican el sueldo. “Los que acabamos volviendo es porque somos muy 'de casa' y decimos que el sol es parte del sueldo”, bromea. “Si solo funcionásemos por el sueldo, nadie trabajaría de esto, pero en el fondo se están cargando la base científica, que es por la que avanzamos tan rápido en esta pandemia”, añade. Pero ni la vocación salva a muchos de abandonar la carrera científica a los pocos años de empezar por la nula oferta laboral.
Bea Mothe, viróloga en el Instituto del Sida de IrsiCaixa y especialista en Enfermedades Infecciosas en el Hospital de Badalona ha conseguido un contrato indefinido por primera vez a sus 43 años. Tras dos estancias en Estados Unidos, Washington y Boston, y varias becas en España, ha podido dejar de enlazar convenios abusivos. “La precariedad de los sueldos en investigación es infumable y hay mucha gente para muy pocos contratos”, explica. Además, la mayoría de los profesionales no tienen continuidad: “Si se termina tu convenio y tu proyecto está sin terminar, mala suerte”, ilustra.
Mothe cuenta que su día a día es ver marchar a compañeros y, cuando son de su propio equipo, se mezcla con la impotencia de no poder hacer nada para cambiarlo. “Muchos acaban la tesis gratis y se van a vivir a casa de sus padres el último año para no dejar su trabajo a la mitad”, cuenta. “Me paso el día presentando proyectos a becas para poder pagar, al menos durante un tiempo, a los investigadores”, pero el problema es que por cada una de ellas reciben una cantidad ínfima de dinero –sobre todo, si es autonómica o nacional– y acaban destinando tres becas al mismo proyecto. “El mundo de la investigación es muy cansado”, se resigna.
“Hay una inestabilidad y una incertidumbre que tampoco lo hace muy motivante”, reconoce. Aun así, “hacemos lo que toca hacer, que es seguir investigando”. Gracias a eso, uno de sus equipos consiguió llevar en diciembre por primera vez en diez años una vacuna contra el VIH a la Fase 3. Todo un hito para la ciencia.
La paradoja del jubilado y el joven
Otra de las contradicciones que se dan en los laboratorios españoles es la de tener a profesionales de renombre jubilados trabajando gratis, mientras que el talento joven de sus equipos apenas araña el salario mínimo. Por ejemplo, tres de los principales proyectos españoles de la vacuna están dirigidos por investigadores ad honorem ya jubilados. Mariano Esteban (76 años) Luis Enjuanes (75) y Vicente Larraga (72) encabezan las iniciativas más punteras frente al coronavirus del CSIC, pero no cobran ni un euro por este trabajo más allá de la prestación de la Seguridad Social.
“Somos científicos y consideramos que seguimos en primera línea: tenemos proyectos, formamos a estudiantes, becarios, obtenemos financiación externa, no solo nacional, también internacional. Seguimos publicando y desarrollando procedimientos que consideramos importantes”, señalaba el prestigioso Mariano Esteban en una entrevista con elDiario.es.
Esto no es inusual en el mundo de la investigación. En el otro lado, gente joven pero no tanto, que ya roza la treintena o la sobrepasa, lucha por conseguir estabilidad en las instituciones. Es el caso de Susana (nombre ficticio), que trabaja en un gran centro de investigación español, pero pide no especificar cuál. Tiene 29 años, ha pasado allí los últimos nueve como técnica de laboratorio, y ahora mismo se resigna con un contrato en prácticas de menos de 1.000 euros porque es el único que el Estado le permite firmar.
Debido al Plan Estatal de Investigación Científica y Técnica y de Innovación 2017-2020, no puede pasar más de dos años seguidos en el mismo centro. “Mis jefes me están ayudando muchísimo a buscarle flecos a la ley para mantenerme con bajas maternales, cubriendo plazas o con contratos de prácticas”, explica. “Ya ni siquiera pido más sueldo o la posibilidad de promocionar, pido estabilidad y saber qué va a ser de mí, porque cada dos años estoy con la soga al cuello”, se lamenta Susana. “Nos consideran funcionarios para rebajarnos el sueldo o quitarnos los pluses, pero no podemos estar en una situación más opuesta”.
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