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Raúl Rejón

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Satisfacer la creciente hambre de carne en el mundo impone una alta factura ambiental. Una factura dañina en forma de gases de efecto invernadero, contaminación de aguas subterráneas, deforestación masiva o emisiones tóxicas a la atmósfera. Un hambre acelerada en los países más ricos que, además, es imitada por aquellos que ven aumentar su capacidad económica. 

La escala se desborda. El ansia por la carne de cada vez más gente ha multiplicado la producción por más de cinco desde que en 1961 se situara en 60 millones de toneladas. En 2018 había crecido hasta los 336 millones, según los datos de la FAO. La cantidad de animales y la extensión de terreno que precisa su cría. Los residuos que producen y los cultivos para alimentarlos y sostener ese ritmo de consumo son el peaje ecológico. 

La escalada carnívora tiene su traducción económica: el índice de precios de la FAO para la carne no para de ascender. Según su cálculo, para 2018 fue un 70% superior que el promedio de los precios entre 2002-2004. El precio de la carne de vaca se dobló igual que el de la carne de ovino. La de cerdo subió un tercio en ese tiempo –aunque con fuertes fluctuaciones–. 

Ese cóctel convierte la carne, consumida de esta manera, en medioambientalmente insostenible, como plasman desde las revisiones científicas más suaves del Panel Internacional de Expertos sobre Cambio Climático –que pidió en septiembre un viraje de la dieta mundial– hasta las más osadas, que afirman que una severa reducción es “esencial” para evitar un desastre climático. “Claro que es posible alcanzar un nivel sostenible de consumo de carne mundial. La cuestión es que ese nivel es mucho más bajo para mucha gente. Especialmente los ricos”, explica la investigadora de la Universidad de Oxford Hannah Ritchie. 

La carne y el efecto invernadero

Las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) son la causa de la alteración acelerada del clima. Muchísimos animales producen y liberan muchísima cantidad de gases. Y el ganado mundial lanza unas 8 gigatoneladas, es decir, 8.000 millones de toneladas de estos GEI. La mitad de estas emisiones son de metano (CH4) y el resto óxido nitroso (No2) y Co2 a partes casi iguales. Es el 15% de todo lo que se lanza cada año. En eso consiste el precio climático directo de producir enormes cantidades de proteína animal.  

La digestión de los rumiantes es la principal fuente de gas metano. Rumiantes son los bovinos, los ovinos o los equinos. La denominación técnica es fermentación entérica. La cabaña bovina lanza alrededor de 3,5 gigatoneladas de metano cada año a la atmósfera. El metano es un gas con mucha capacidad de efecto invernadero, es decir, de taponar la salida de la radiación solar rebotada en la superficie de la Tierra hacia el espacio exterior.  

Esa radiación permanece, elevando la temperatura del planeta. En especial en los océanos, que absorben casi todo el exceso de calor. Pero el CH4 actúa poco tiempo, alrededor de una década. Con todo, las vacas, ya sean para carne o para leche, son la principal fuente de estas emisiones.  

Sin embargo, casi tanto gas como la digestión vacuna, la alimentación de los animales envía CO2 y NO2 a la atmósfera. Ambos gases prolongan su efecto invernadero cientos de años. La expansión de pastizales y cultivos para piensos y el uso de los fertilizantes agrícolas en esos cultivos (que pueden ser soja, palma o arroz) están detrás de la mayoría del dióxido de carbono. Además, el estiércol animal emana grandes cantidades de metano y óxido nitroso. 

La deforestación

Una ganadería a tal escala ha derivado en un consumo de terreno a grandes bocados. No solo para obtener pastos sino, además, para abrir campos al cultivo de vegetales con los que alimentar a los animales. ¿Consecuencia probada? La deforestación de millones de hectáreas de bosque. “La cría de ganado es el principal agente de deforestación en todos los países del Amazonas”, según concluye el Atlas Forestal Global de la Universidad de Yale. Y añade que “aproximadamente 450.000 kilómetros cuadrados de Amazonas deforestado en Brasil son ahora pastos para ganado”. La superficie de España es poco mayor que todo ese terreno que un día fue selva: 506.000 km2. 

Y no es una cuestión del pasado. Solo en los 12 meses que fueron de julio de 2018 a julio de 2019, han desaparecido 9.762 km2 de selva, según el cálculo del Instituto Nacional de Investigación Espacial de Brasil (INPE). Ha supuesto una aceleración brutal. El ritmo más alto desde 2008, han explicado en esta institución. El propio Gobierno brasileño de Jair Bolsonaro ha reconocido que la mayoría del suelo que sufrió la oleada de incendios forestales de verano de 2019 ha terminado como campos ganaderos. 

De hecho, poco después de que se apagaran las llamas en el Amazonas, se detectaron hileras de camiones atravesando las áreas calcinadas en Pará. “Van cargados de soja” camino de los puertos cercanos, denuncia la organización Igualdad Animal que filmó las caravanas. Soja y ganadería a gran escala son un binomio que va muy unido.

Pienso, luego soja

Los animales que comemos tienen que comer. Y una buena parte de lo que se alimentan vacas o cerdos son piensos. La fabricación de estos productos también ha disparado el uso de suelo que lo transforma en, por ejemplo, enormes campos de soja destinados a engordar las cabañas. La producción mundial de soja en 1987 fue de 100 millones de toneladas. En 2017 se había multiplicado por más de tres: 350 millones, según recopila la United Soybean Board de EE UU. Casi el 90% se dedica para piensos ganaderos.  

Este cultivo requiere espacio abierto donde plantar y cosechar. La superficie dedicada a la soja en 2003-2004 era poco más de 80 millones de hectáreas. En 2018 superó los 136 millones. En Brasil, por ejemplo, en el año 2000 se dedicaron 14 millones de hectáreas a este cultivo. Para este año la superficie ocupada está en los 35 millones, según contabiliza el Ministerio de Producción y Trabajo argentino –otro de los grandes productores– al analizar el mercado de la soja. 

La pérdida de bosque tropical para hacer sitio a las necesidades cárnicas exacerba el cambio climático. Al desaparecer los árboles, el CO2 que retenían en sus organismos (acumulado a lo largo de décadas o siglos durante los que crece cada ejemplar), es liberado a la atmósfera. Más gas invernadero al aire. Y ya supera la cantidad de oxígeno que generan esos bosques. La deforestación por sí misma conlleva un décimo de las emisiones mundiales. Latinoamérica está a la cabeza de este fenómeno.  

Acuíferos contaminados

El modelo de explotación intensiva de ganado ha derivado en un problema: ¿qué hacer con los residuos de los animales? Cantidades ingentes de estiércol. Las deposiciones de decenas de animales concentrados en un espacio reducido han terminado por convertirse en un foco de contaminación para el suelo y las aguas.

No es un problema ajeno. Solo en España se generan no menos de 80 millones de toneladas de estiércol de cerdo. La Comisión Europea abrió un expediente sancionador a España en noviembre de 2018 por este asunto. El 46% de las masas subterráneas españolas padecen la contaminación nitrosa de los residuos agrícolas o de estiércoles de las granjas ganaderas, según un listado preparado por el Ministerio de Transición Ecológica.

Los fluidos que originan los desechos de los animales, al acumularse y gestionarse defectuosamente, terminan por escurrir hasta los acuíferos. Es el gran volumen de estiércol líquido que generan explotaciones intensivas lo que ha terminado por contaminar el agua, según ha analizado el Instituto Geológico y Minero de España. Todas las cuencas hidrográficas españolas están afectadas, aunque los puntos del mapa de amenaza se apiñan en zonas donde se concentran las crecientes explotaciones porcinas: Lleida o la Región de Murcia, por ejemplo. España lidera la producción de cerdos en la Unión Europea. El censo está por encima de los 30 millones de cabezas, según registra el Ministerio de Agricultura. 

El amoniaco

Esta industria porcina intensiva supone un foco de liberación de amoniaco al medio ambiente. Un gas tóxico con “graves repercusiones ambientales e, indirectamente, para la salud de las personas” como lo describe la Unión Europea que ha establecido un límite de emisión por países.

Convertirse en una potencia de la industria porcina tiene más consecuencias ecológicas: España incumple el umbral máximo desde que entró en vigor en 2010. Emite en torno a un tercio más de las 350.000 toneladas admisibles. En el tiempo que va desde ese año 2010 hasta 2018, el censo nacional de cerdos ha engordado en cinco millones de cabezas mientras se rebasaba el límite de emisiones. 

El amoniaco acidifica los ecosistemas, lo que los hace inviables para la vida y es un elemento precursor de las micropartículas más pequeñas, las PM 2,5, que pueden penetran hasta los bronquiolos de los pulmones humanos.  

¿Quién deja de comer carne?

En septiembre de 2019, los científicos del Panel de Expertos en Cambio Climático de la ONU (IPCC) pidieron que la dieta mundial se orientara hacia alimentos que demandaran menos energía y menos agua.  

El año pasado, el estudio más extenso sobre comida y sostenibilidad hasta la fecha fue todavía más claro: la humanidad debe comer menos carne. Reducción en general: menos ternera, menos cerdo, menos pollos. “Opciones para mantener el sistema alimentario dentro de los límites ambientales”, lo llamaron. Colaboraron 13 instituciones entre las que estaban las universidades de Oxford, Harvard, Politécnica de Madrid, California, Josh Hopkins, Minnesota, el Instituto de Cambio Climático de Postdam o el Instituto de Investigación de Política Alimentaria de Washington. 

Pero, ¿quién tiene que dejar de comer carne? No en todas partes se consume lo mismo. La investigadora Hannah Ritchie ha evidenciado este mismo año que el deseo disparado de carne es cosa del mundo rico.  

La mayoría de los países de la Europa occidental presenta un consumo de carne al año de entre 80 y 90 kg por habitante. La media en Etiopía es de 7 kilos. En Ruanda, 8 kilos o en Nigeria 9 kilos. Los más destacados: EE UU, Australia, Argentina y Nueva Zelanda superan ampliamente los 100 kilos por habitante y año. Y los datos muestras que cuando en un país los ciudadanos disponen de más renta, se ponen a comer carne. En China el consumo en la década de los 60 era de 5 kilos. Ahora supera los 60. En Brasil han pasado de los 25 kilos a casi 100. 

Hannah Ritchie remata y completa que en los países empobrecidos el consumo de carne puede elevarse. De hecho, casi es un mandato: “Podrían beneficiarse de una mayor ingesta ya que la desnutrición es uno de los mayores problemas en estos estados”. Unos rebajar y otros aumentar. “Esta convergencia entre reducción en las zonas ricas y algo de incremento en las pobres es, probablemente la fórmula más justa”.

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