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Esa mujer que siempre estuvo, y ya no

Persiana

Diego Fonseca

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Justo frente a casa, al otro lado de la calle, vive una señora muy mayor. Cuando uno se muda, de inmediato empieza a construir un catastro vecinal. En mi mapa, esta señora siempre ha sido un interrogante. Sólo la veía en camisón claro a través de su ventana, su persiana a medio abrir, como quien necesita dejar entrar el sol (la vida) pero es renuente a que el mundo sepa demasiado (de su vida).

Su rutina era mínima, tan recurrente que parecía irremediable: cada día a media mañana aparecía por el cuarto; por la tarde, se sentaba en la cama, inmóvil: las manos sobre el regazo. Permanecía media hora, luego se incorporaba y desaparecía. No sé qué hacía de noche o el resto del día. Desconozco su nombre o nada de ella. Jamás vi su rostro.

Por ensayo y error, aprendí a hacer de la espera un método. Luego apareció Rilke y le dio forma literaria a esa vigilia por dar certeza a lo incierto –ten paciencia con todo lo que permanezca irresuelto en tu corazón, le escribía a su joven poeta. Ya adulto, dejo a los sucesos atreverse (o no) porque sé que es vano perseguir a un río. Lo que deba revelarse, lo hará.

De manera que con la señora, nada más decidí aguardar a que algo sucediera. No me impuse el desvelo: el azar podría darme lo que buscaba, y eso también incluía la posibilidad de jamás saber. ¿Qué esperaba yo? Me movían dos ideas: conocer su rostro —la ausencia de identidad deshumaniza— y la razón de esa espera por algo más de un cuarto de hora sentada en la cama. ¿Oraba, observaba algo? ¿Alguien atraía su conversación?

Todos construimos las vidas ajenas del mismo modo que fantaseamos con las propias. Seleccionamos segmentos y los realzamos: mitificamos lo mínimo, escondemos los escombros de nosotros mismos. La historia ajena, como la propia, es una permanente ficción entrelazada por las imperfecciones de nuestra observación, la vacuidad de los recuerdos, esa aleatoria máquina de producir relatos incompletos que es la memoria, la necesidad de autonarrarnos. Mentirnos y creernos, enmascararnos: vivir.

Al cabo, mientras esperaba porque ella se revele, hice eso con la señora: le construí un mundo ínfimo, manipulable; obediente y sumiso, porque nada más dependía de mi elección y no estaba sujeto a ser corroborado por mucho más que los destellos de la vida de esa mujer.

Así, por algún tiempo supuse que la mujer vivía con un marido mayor, el hombre de toda su vida, más gastado, derruido hasta el desahucio: ella fungía allí de espalda, hombro, heroína domiciliaria. Si ese hombre vivía –más bien, si sobrevivía algo de él– todo nacía de la mujer extraña.  

Luego decidí que vivía sola, porque nadie más parecía moverse en esa casa en semipenumbra –tras la ventana sólo se distinguía el costado de una cama baja cubierta por una colcha de color tenue, sin arrugas–, y que su vida ya había sido vivida. Se levantaba, desayunaba con frugalidad de canario viejo, se movía como una sombra por la casa, quizás veía TV todo el día, tal vez nada más se sentaba a gastar las horas en un único pensamiento circular. No podía dotarla de escatología; no me interesaba. Si algo era la mujer era un ánima vestida, dos piernas que a menudo asomaban por la ventana, medio cuerpo envuelto en un cárdigan blanco, sin cabeza ni rostro, manos en un regazo.

En todo caso, la soledad sola (la mujer, sin nadie) o la soledad acompañada (la mujer con el anciano) acabaron siendo mi relato elegido. Un tiempo atrás, dejé de hacerme preguntas sobre ella. La imperfección es más fácil de tolerar en pequeñas dosis, dijo una gran poeta.

Pero en estos días, de repente, he estado preguntándome por la mujer. Hace semanas que no la veo. Ni por la mañana ni durante la oración o la conversación o la evocación. La ventana sigue igual: inmóvil a medio camino. No sé qué ha sido de ella.

Sencillamente, no sé. Y he enmarcado esa incertidumbre en el miedo que nos corroe a diario porque la muerte se le haya metido por las narices.

Su ausencia me provocó una molestia medio agónica, jodida. Hoy leemos cómo familias –amores– deben dejar ir a sus muertos arrebatados por el Virus de Mierda sin despedirse. Quizás apenas abrazar –por un instante– un cajón sellado que acabará incinerado en una morgue. Nada estaba escrito para que las cosas sucedieran así. Hace quince días todo era normal. Nos abrazábamos.

Hay un poema de Emily Dickinson, The bustle in a house, que dice:

The bustle in a house

The morning after death

Is solemnest of industries

Enacted upon earth,--

 

The sweeping up the heart,

And putting love away

We shall not want to use again

Until eternity.

El poema habla de la actividad ingente que hay en un hogar después de una muerte. Toda esa actividad para hundir la pena en el movimiento. Todos actuando, limpiando el cuerpo de emociones, guardando el amor que no se necesitará más por el resto de la vida.

Demasiadas personas están perdiendo sus amores sin poder decirles sus última palabras, sin saber más de ellos, sin hacerles preguntas que hubieran deseado. Perdemos a las personas en este silencio al que estamos condenados como materia que se desintegra en el aire, como esa mujer que siempre estuvo, y ya no. 

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