“La sensación es de que se nos viene otra encima…”. Frente a uno de los once boxes ocupados por pacientes de coronavirus, Àngels Aloy, enfermera, explica que acaba de dar un alta. “Acabo de enviar el parte”, comenta, sin darle más importancia a algo que en la unidad de cuidados intensivos ocurre más o menos dos veces por semana. En este servicio, es una vida salvada. Pero al mismo tiempo señala al paciente que yace dentro del cubículo boca abajo, intubado y conectado a un ventilador mecánico. Hay que darle la vuelta. Y tras él, toca otro. “Aquí el trabajo es siempre intenso”, resume la profesional.
Los cuidados y supervisión que requieren unos pacientes con tanta complejidad como los de COVID-19 no dan tregua a la docena de sanitarios que deambulan por la UCI del Hospital Santa Creu i Sant Pau de Barcelona. El mismo trajín, silencioso y con el característico biiip de fondo de los monitores, se palpa en la del Hospital 12 de Octubre de Madrid. En ambas ha entrado esta semana elDiario.es para conocer el impacto de la segunda ola. Los fantasmas de marzo resuenan. Atrás quedan la falta de respiradores y equipos de protección, pero el cansancio de los profesionales es mayor, la tensión crece y el miedo al colapso arrecia.
“El problema es que llueve sobre mojado. Hablamos de enfermos que requieren mucha atención y conocimiento especializado, y esto recae sobre el mismo personal, el que estuvo más castigado durante la primavera”, resume Jordi Mancebo, director del Servicio de Medicina Intensiva del hospital barcelonés. En tres semanas, han pasado de cuatro o cinco pacientes críticos con COVID-19 a 22 (para un total de 58 camas contando las de semicríticos). Tienen más del 90% de la UCI ocupada incluyendo los no COVID-19. Si la epidemia no remite, es cuestión de días que tengan que adecuar nuevas salas para estos pacientes.
“Un, dos... ¡tres!”. Los seis sanitarios vuelcan al paciente hacia un lado. Uno le sujeta por la cabeza; otros dos, los hombros. Y el resto, el cuerpo. Antes le han aplicado un aceite sobre la espalda para evitar heridas en contacto con la cama. “Un, dos… ¡tres!”. Lo acaban de poner boca arriba y así estará las próximas cuatro horas, si aguanta bien a nivel respiratorio, después de haber pasado las últimas veinte boca abajo, cuando el esfuerzo del paciente tiende a “cero”, explica Àngels Aloy.
La rutina es similar en el 12 de Octubre, uno de los hospitales más grandes del país. Son las 09.30 y ya hace un buen rato que una decena de enfermeras se mueven activas de un lugar a otro. Los pacientes se reparten a ambos lados de un largo pasillo que parece interminable. Es fácil ver cómo la vida es muy frágil en esta unidad. Una línea roja en el suelo separa la zona “sucia” de la “limpia”. En ambas, el cuidado y la higiene son exquisitas. A un lado, están los enfermos y está terminantemente prohibido entrar sin equipo de protección; al otro, Iris Bautista, la supervisora de Enfermería, nos habla de un paciente que acaba de despertar: “El otro día fue su cumpleaños y ayer por fin pudo hacer una videollamada con su familia. Eso lo tenemos muy presente”.
Fuera del hospital, la vida, aunque más atípica que nunca, sigue. El quiosco de prensa que hay a la vuelta de la esquina ha vendido ya algunos periódicos hoy y a la salida del metro dos amigas con mascarilla charlan animosamente. Pero entrar en la UCI es penetrar en una especie de cápsula al margen del exterior. “No es nada fácil venir aquí todos los días. Se habla de segunda ola, pero para nosotros ha sido un continuo. Apenas pudimos parar y a mediados de agosto volvimos a empezar. Sin embargo, las fuerzas no son iguales, anímicamente es muy duro y la mochila ya pesa mucho”, lamenta Bautista, que trabaja en el centro desde hace 20 años y dirige al equipo de enfermería desde hace cuatro.
La escalada de contagios ha terminado por colocar a casi todo el país en una situación grave y en muchas zonas, las capacidades hospitalarias están al borde. 18.162 personas con coronavirus están ingresadas a día de hoy, 2.482 en Unidades de Cuidados Intensivos (UCI), según los últimos datos del Ministerio de Sanidad. El nivel está subiendo y ya una de cada cuatro camas para enfermos críticos en toda España se usa para COVID. Mucho para una sola patología.
Madrid, donde ha bajado la incidencia en las últimas semanas, está en una especie de meseta, pero los ingresos en UCI no acaban de bajar y los hospitales están muy tensionados con una ocupación de camas por coronavirus del 38%. En Barcelona llevan un par de semanas con las alarmas encendidas, y el porcentaje de pacientes críticos con COVID-19 supera ya el 50%.
“Bienvenidos al frente”, nos recibe Juan Carlos Montejo, jefe de servicio de Medicina Intensiva del Hospital 12 de Octubre. Aquí son muy conscientes de que lo que han tenido que implementar es una medicina “de catástrofe” y que siguen en primera línea de coronavirus. Ahora, eso sí, a pesar de la enorme presión “la cosa está más organizada. Seguimos un plan que está previsto y sabemos qué hacer para ampliar camas”. Ya han tenido que hacerlo, reorganizarse y suspender algunas cirugías no urgentes. Ahora tienen 40 disponibles para COVID, y 36 están ocupadas. En marzo llegaron a las 102. “Hay intranquilidad porque sabemos que estamos jugando al límite y también sabemos qué pasa si nos desbordamos”, resume el doctor.
El Sant Pau está a un paso de tener que alterar su actividad normal debido al aumento de ingresos de COVID-19, pero todavía no lo ha hecho. Al igual que en el centro sanitario madrileño, esta vez una avalancha les cogería mejor preparados en cuanto a la logística. “Hay más respiradores y todo el material de infraestructuras que en la primera ola fue justo, ahora en principio tendría que estar bien solucionado”, asegura Mancebo, que insiste en lo que a él le preocupa. “El problema es que el personal es el mismo, no se ha reproducido desde la primavera hasta ahora”.
El de las plantillas es un problema al que se refieren todos los profesionales. Elena Herrero y Elena Esteban, las 'Elenas' del servicio, vigilan a Mikel, uno de los pocos pacientes que están conscientes en el 12 de Octubre. Otras siete enfermeras y enfermeros como ellas se encargan de los 16 que están ahora mismo en este área de intensivos del hospital. Son dos pacientes para cada profesional. “En marzo tuvimos más refuerzo, pero ahora estamos los que somos y la sobrecarga es enorme. Hemos cambiado la forma de trabajar y cuando estamos con algún paciente necesitamos que alguien esté en la parte 'limpia' para asistirnos, pero seguimos siendo la misma gente”, cuentan entre las dos.
Al final, como en cualquier hospital, también en el Sant Pau –donde la ratio de intensivistas es de 2,5 por cada 100.000 habitantes, muy inferior a los de su alrededor–, la sobrecarga de trabajo se traduce en pérdida de calidad en la asistencia. Es lo que ocurrió en la primera ola, cuando alcanzaron el pico de un centenar de pacientes con COVID-19 y se paralizó todo el hospital. “Ahora la mortalidad ha bajado un poco y esto se debe a que tenemos el tiempo y los médicos especialistas para dedicarlos al manejo de estos pacientes, con exploraciones más sofisticadas que permiten ajustar los respiradores de forma más fina”, explica Mancebo.
A pie de box, esto lo saben los sanitarios y se observa en los detalles. Un procedimiento físicamente costoso como el de dar la vuelta a un paciente, más engorroso aún con los EPI, le toca a cada sanitario un par de veces por turno. En abril eran más de diez. Aloy recuerda que ella ni siquiera estaba en la UCI durante los meses de marzo y abril, sino en una sala de Urgencias de Pediatría que se adaptó para pacientes críticos. “No había monitores centralizados [para seguirlos desde la mesa], los respiradores eran antiguos y nadie sabía cómo funcionaban, ni siquiera el personal era especialista en UCI y había que enseñarles”.
Y todo ello sin descuidar el resto de faenas que comporta el cuidado de uno de estos pacientes. “Controlar la medicación, el respirador, administrar la medicación, hacer cuidados de enfermería….”, enumera la supervisora de Enfermería de la UCI, Mar Vega. A la escasez de plantillas se une además otro inconveniente que nombran casi todos los sanitarios de críticos: no se trata solo de ampliar profesionales, sino que requieren una especialización que no todo el mundo tiene. También Vega teme volver a escenarios de la primera ola. “Claro que da miedo. Si seguimos así, no hace falta tener una bola de cristal para saber que se desbordará, y sabe mal por el resto de pacientes que necesitan también una atención crítica”, argumenta esta profesional.
Aunque muchos evitan pensar más allá del día, el pesar por no ver hasta dónde llegará esto es una de las sensaciones más palpables. Ese agotamiento físico y emocional, que arrastran desde el mes de marzo, les está pasando factura. “Yo me incorporé ahora con muchísima más ansiedad. Te adaptas porque es una carrera de fondo, pero volver a vivir lo mismo sin saber lo que nos va a durar es muy duro. Lo peor es ver cómo van pasando los meses y no vemos fin”, lamenta Elena Esteban. Las dos enfermeras están ahora ataviadas con mascarilla, pero en pocos minutos tendrán que imbuirse en el EPI para traspasar la línea roja del suelo. Les da imagen de astronauta, pero estar debajo complica mucho el día a día: “Te da muchísimo calor, sudas y no se trabaja igual. A mí me ha salido una úlcera en la nariz de la presión de las gafas”, cuenta Esteban señalando las marcas.
Hablar con los profesionales que trabajan para sacar adelante el mayor número posible de vidas contrasta con lo que a veces vemos fuera. Montejo lamenta que el sentimiento de “resignación” está calando entre los sanitarios debido a la relajación que observan a veces en la población y acaban percibiendo “una separación con la sociedad”. “Antes parece que todo el mundo era consciente del riesgo y ahora menos. Es como si estuviéramos en la I Guerra Mundial, que una cosa era el frente y otra la retaguardia, donde la gente seguía haciendo fiestas. Es un poco la misma sensación”. Ello se une a los vaivenes políticos que, añade Esteban, también les frustran: “Sin mejores estrategias va a ser muy difícil. No podemos asumir que lo que es necesario es un 'hospital de pandemias' y no contratar rastreadores”, dice en referencia al nuevo proyecto de la Comunidad de Madrid.
¿Y cómo son ahora los pacientes que ingresan en la UCI? Los enfermos que ocupan hoy las camas de críticos del Sant Pau, según Mancebo, no difieren mucho de los que lo hicieron antes. La edad media ronda los 60 y su estancia en críticos, unas tres semanas. También se repite la mortalidad “extremadamente más alta” entre las personas mayores de 80 años. Lo que tiene claro el jefe de la UCI es que la virulencia del virus no se ha reducido, al menos en cuanto a los pacientes a los que ellos asisten. “Lo de que el virus ha cambiado es un mito. Las características son idénticas, la diferencia es que antes entraban en avalancha como en un campo de concentración, y ahora no”, resume.
Desde el 12 de Octubre, Montejo explica que en estos momentos la persona de menor edad ingresada en críticos es un joven de 29 años. La más mayor tiene 86. En verano sí identificaron un descenso en la edad media, pero ahora ha vuelto a subir. Es algo que también corroboran los datos de casos confirmados del Instituto de Salud Carlos III, que ha constatado cómo los contagios han subido últimamente entre los mayores de 60 años. Lo que sí interpreta el jefe de Servicio como un cambio respecto a la primera ola es que los enfermos están en la UCI menos tiempo, al menos los que él atiende. “Quizás porque estamos tratando a los pacientes en una fase precoz y tenemos más margen de maniobra. Ahora, como estamos muy llenos, lo hacemos cuando podemos porque a veces tenemos que apurar mucho para poder ingresar al paciente”.
–¿Y qué es lo más duro?
–Que no vengan las familias.
Iris Bautista, la supervisora de Enfermería, coincide: “Sobre todo, cuando hay fallecimientos. El hecho de que avisemos a la familia, después de tanto tiempo, para decirles que tienen que pasar a despedirse es lo peor. Que no pueda haber ese alivio del contacto. Que no veas a tu familiar en un mes y que te llamen para decirte que en el momento de verle es para despedirte”.
Lo mismo ocurre en el Sant Pau. Estén sedados y boca abajo o bien conscientes –uno de ellos tenía el ánimo suficiente para mirar la tele–, a todos los enfermos críticos les une no solo la insuficiencia respiratoria, sino también la soledad. A pecho o espalda descubiertos, con múltiples tubos que les ayudan a respirar y a alimentarse, ocupan el frío espacio de un box lleno de pantallas y utillaje sanitario. Las enfermeras entran y salen con sus EPI, lo mismo que el personal de limpieza, pero no se permiten visitas de familiares. Evitar los contagios desde fuera en una unidad tan sensible sigue siendo prioritario para el hospital. A no ser que los pacientes estén al final de su vida. “Entonces sí, en este caso siempre hemos permitido entrar”, asegura Mancebo.
Para intentar paliar el aislamiento, la tecnología entró en el mes de marzo en el 12 de Octubre para quedarse. La iniciativa 'Acortando la distancia' consiste en conectar a los pacientes con sus familias en un rato de videollamada mediante una tablet y ya se ha llevado un par de premios. Es el orgullo de las sanitarias del servicio. No es lo mismo, y más teniendo en cuenta que el centro ha sido uno de los que más ha apostado por la humanización de las UCI y antes de la pandemia contaba con un amplio horario de visitas. Pero ha servido para conectar a decenas de enfermos con sus seres queridos en momentos de desesperación, resume una de sus promotoras, la intensivista Victoria Trasmonte, que lo impulsó junto a la enfermera Esther Gómez.
“Me acuerdo de dos mujeres que dieron a luz y que hubo que trasladar a la UCI a las que no les dio tiempo a ver a sus bebés y les conocieron por videollamada. También de la primera que hicimos, que fue entre Marta y su marido Pedro. Llevaban más de 40 años casados y nunca se habían separado tantos días. O de otro hombre mayor que estaba completamente sedado y la familia quería verlo. Le contaron hasta que a su nieto le habían salido cuatro dientes”, rememora la médica. Fue precisamente pensar que estaban aportando algo “lo que me salvó de lo que hemos vivido”. Siete meses después las videollamadas vía tablet siguen haciéndose en el 12 de Octubre. Aún no hay familias agarrando la mano de los enfermos. “Ojalá sea algo que ocurra pronto”, desean los sanitarios.
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