El pacto de silencio entre la política y la Iglesia que explica por qué el Valle de los Caídos sigue como en el franquismo
El 18 de noviembre de 1976 las Cortes aprobaron la Ley de Reforma Política, impulsada por Adolfo Suárez. Entonces, una nueva España se abre camino, y sin embargo en el Valle de los Caídos se ha detenido el reloj de la historia. Este lunes han comenzado los trabajos de exhumación de los cuerpos de cuatro personas en la mayor fosa común de España tras una larga batalla. Diez años de pelea, en el caso de la familia Lapeña, para recuperar los restos de dos hermanos fusilados en Calatayud en 1936. Pero, ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
El pacto de silencio de la transición impidió la reconciliación nacional a partir de la condena explícita de la dictadura y el reconocimiento político y moral de las víctimas y los represaliados. Ese factor, unido a la vigencia de los Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede de 1979 son claves para entender la inacción y la falta de voluntad política para desbloquear la situación que desde hace décadas vive el monumento de mayor carga simbólica de la dictadura.
Aunque, en 1980, operarios del Ayuntamiento de Madrid comenzaron a sustituir placas de calles con nombres franquistas, la transición dejó intactos los principales monumentos. El Valle se convirtió en intocable: ni se cambia su nombre ni su régimen de funcionamiento y ningún gobierno democrático moverá los restos de Franco o de José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange.
En este contexto de inmovilismo político tampoco se han puesto en marcha las recomendaciones de resignificación elaboradas por una comisión de expertos ni siquiera han sido retirados los escudos franquistas labrados en la exedra. Funciona la hospedería, el internado de la escolanía, la tienda de recuerdos, el bar, pero ni se ha revisado el convenio ni se ha frenado el deterioro del lugar ni se ha creado un museo o un centro de memoria. Esto unido a unas cifras que lo convierten en deficitario. Mantener el Valle costó a Patrimonio Nacional, según datos oficiales, 1,8 millones de euros en 2016. Aunque en 2017 visitaron el lugar 283.277 personas (un 8% más que el año anterior), al monumento no le salen las cuentas.
Actualmente la responsabilidad última de todo lo relacionado con el Valle de los Caídos recae en Soraya Sáenz de Santamaría, ministra de la Presidencia y de la que depende Patrimonio, aunque no tiene autoridad sobre la abadía. Sáenz de Santamaría no ha considerado el Valle como una prioridad de gestión, y los sucesivos presidentes del organismo, siete en total –entre ellos, Manuel Gómez de Pablos, Álvaro Fernández-Villaverde, José Rodríguez-Spiteri o el actual, Alfredo Pérez de Armiñán– se han caracterizado por una gestión en la sombra. Jamás han comparecido públicamente para dar explicaciones en relación con el monumento ni para ofrecer transparencia. Un manto de silencio y secretismo sigue cubriendo Cuelgamuros, que se encuentra en un callejón sin salida inmediata. La oposición parlamentaria sigue preguntando al gobierno, pero no ha habido en los últimos meses ni un solo anuncio que pudiese significar el desbloqueo.
Cambiar la ley para que nada cambie
El origen del inmovilismo se remonta a 1982, cuando el ejecutivo de Leopoldo Calvo-Sotelo dictó una ley reguladora del Patrimonio Nacional que le atribuye la administración provisional hasta que el Gobierno constituya una comisión con partes afectadas (comunidad benedictina, Ayuntamiento de San Lorenzo de El Escorial, Gobierno autonómico madrileño, Patrimonio y Ministerio de la Presidencia) para establecer el régimen jurídico deseable para el complejo monumental. Cambiar la ley para que nada cambie.
En 1984, un Real Decreto del gobierno de Felipe González resucita esa comisión, sin utilidad alguna. A una de las misas de 1985, en el décimo aniversario de la muerte de Franco, asiste el militar Camilo Menéndez, condenado por el 23-F. En la de 1988, la primera sin Carmen Polo, se corean los gritos de siempre, unidos a otros como “Tejero, aguanta, España se levanta” y “Tejero, unidad y libertad”.
A pesar del escenario, ningún gobierno toma medidas y todo sigue igual cuando el PSOE pierde las elecciones en 1996 tras años en el poder. Aunque los nostálgicos denuncian el clima de “satanización” reinante y mantienen la existencia de un plan –guiado por un “odio enfermizo”, con complicidad de instancias gubernamentales– para limitar el acceso mediante desproporcionadas medidas de seguridad en el Valle, nada de eso ocurre durante los gobiernos de José María Aznar. Moncloa siempre hará la vista gorda ante la apología del franquismo que se repite cada 20N. Dejará hacer.
Con el cambio de siglo, las asociaciones de memoria comenzaron a localizar e identificar restos, a abrir fosas y a erigir monumentos de homenaje a las víctimas. Chocan con la resistencia de autoridades políticas, religiosas y judiciales, pero cuentan con la colaboración de vecinos, testigos e incluso personas que participaron en los enterramientos. Es entonces cuando empieza a quebrarse el silencio que la transición había impuesto y en 2003, los descendientes de los siete de Pajares de Adaja dan a conocer su caso y empiezan a reclamar los restos de sus seres queridos, sepultados en el Valle.
Las reclamaciones de las familias de Joan Colom, de los hermanos Lapeña y otras muchas –incluidas franquistas– han venido sucediéndose durante estos años, con la negativa tácita o expresa de todas las instituciones con algún tipo de relación o responsabilidad.
Paralelamente a los reclamos de las familias se inicia la batalla política. Por un lado, se abre el debate sobre el Valle, que sigue siendo escenario de actos de iconografía ultraderechista y paramilitar y por otro los partidos de izquierda instan al Gobierno de Aznar a que proceda a la retirada de símbolos, a la condena de la sublevación militar y al reconocimiento de las víctimas de la guerra y del franquismo. Sin embargo, el PP bloquea todas las propuestas en el Congreso con su mayoría absoluta.
La victoria socialista de 2004 abrió un paisaje nuevo, pero apenas hubo cambios en la consideración del recinto, que, hasta 2007, permaneció en el centro de agrios debates parlamentarios, sobre todo durante la tramitación de la Ley de Memoria Histórica. Desde la sociedad civil se aportan numerosas propuestas de reconversión, que asumen algunas formaciones políticas. Pero el consenso es imposible. A pesar de la insistencia parlamentaria y ciudadana, el Gobierno no contempla propuesta alguna.
El PSOE y su relación con la Iglesia
Se ceñirá en su decisión final a lo fijado por la comisión interministerial en su informe. Es decir, que el recinto se rija por las normas destinadas a otros lugares de culto y a los cementerios públicos, que no se autoricen actos de naturaleza política o exaltadores de la guerra civil, de la dictadura o de sus protagonistas, y que entre los objetivos de la fundación gestora esté el de profundizar en el conocimiento del periodo histórico de la guerra y la posguerra. Así figurará en el texto definitivo de la Ley de Memoria Histórica tras un largo y tormentoso trámite parlamentario. Queda claro que el ejecutivo no tiene intención alguna de abordar una reconversión profunda.
En estos meses de negociaciones a dos bandas –Izquierda Unida, por un lado, y las formaciones nacionalistas y el PP por otro–, adquiere protagonismo Teresa Fernández de la Vega, entre 2004 y 2010 ministra de la presidencia, y por tanto responsable última de Patrimonio Nacional.
Y es que el PSOE logra sacar adelante la Ley de Memoria Histórica en la comisión constitucional del Congreso gracias a darle el visto bueno a una enmienda de Convergencia i Unió que evita la liquidación de la fundación gestora del Valle de los Caídos. Un movimiento directamente relacionado con una información de La Vanguardia que desvela una de las claves del inmovilismo que caracteriza a Cuelgamuros: los monjes de Montserrat (Barcelona) intervinieron en favor de los benedictinos del Valle para defender su estatus, y los nacionales catalanes actuaron como correa de transmisión. Al PSOE le interesa evitar una colisión frontal con la Iglesia.
El paso del tiempo y los sucesivos gobiernos de la democracia han provocado que el Valle siga igual. Y ante escenario, el reciente fallecimiento de Carmen Franco Polo puede abrir una posibilidad de solución. Aunque se negó tajantemente a trasladar los restos de su padre al panteón familiar de El Pardo, el diferente talante de Carmen Martínez-Bordiu –nueva interlocutora de la familia para este asunto, que, además, ha solicitado que le sea otorgado el Ducado de Franco– ayude a arreglar lo que la política no ha logrado resolver en cuarenta años.