Lo que viví en un colegio mayor: control de los veteranos, órdenes humillantes y aislamiento a quienes se negaban
Prácticamente todo el mundo habrá visto ya el vídeo en el que un estudiante —por llamarlo de algún modo— del Colegio Mayor masculino Elías Ahuja en Madrid grita una lista de barbaridades machistas y misóginas a las residentes del centro de al lado, el Colegio Mayor femenino Santa Mónica. A mí ese vídeo me ha llegado la misma semana en la que he recibido un mensaje avisándome de que el Colegio Mayor en el que estuve hace diez años cumple su 75 aniversario. Para quien no esté al tanto, la Universidad Complutense de Madrid cuenta con cinco colegios mayores públicos y una veintena de privados adscritos a ella. El mío era público, aunque su precio rondara los 1.000 euros al mes.
No descubro nada si digo que, efectivamente, por aquella época las llamadas “novatadas” solo habían desaparecido ante los ojos de los ingenuos padres y madres que dejaban a sus hijos, recién salidos del cascarón, supuestamente protegidos en un centro que los educara a la vez que respetara entre la jungla que supone vivir en Madrid. Nada más lejos de la realidad. El sacrificio económico que algunas familias hacían para que sus pequeños se adentrasen en la élite de los colegios mayores, de los que han salido gran parte de los políticos, jueces o economistas de hoy, no servía para nada si no seguían la corriente de los llamados “veteranos”, cumplían sus órdenes por muy absurdas o humillantes que fueran y seguían todos los patrones que a lo largo de décadas se han repetido dentro de las paredes de los Colegios. No importaba si, con ello, también reproducían el machismo, el fascismo o la estupidez.
El sacrificio económico que algunas familias hacían para que sus pequeños se adentrasen en la élite de los Colegios Mayores no servía para nada si no seguían la corriente de los llamados veteranos
Por eso a nadie le sorprendía tener que hacer sentadillas para entrar al comedor, simular una masturbación a un compañero delante de todos para seguir comiendo o tener que “follarte” —hacer gestos y gemidos— a una columna del edificio. Todo era minuciosamente controlado por cada uno de los veteranos —que ya llevaban varios años en el Colegio Mayor y también habían pasado por lo mismo en su momento— y ante los ojos del resto de novatos que, para evitar que a ellos les ocurriera lo mismo, reían las gracias de los mayores. Si te negabas, te convertías en un “Siniestro”, el nombre con el que bautizaban a todo aquel que no obedecía sus órdenes y al que jamás de los jamases podían hablarle el resto de los residentes. Eso implicaba tener que levantarse de la mesa si algún Siniestro trataba de sentarse —como si se tratase de la típica película de instituto estadounidense—, no hablar con ellos por los pasillos y, por supuesto, no dejar que realizasen ninguna actividad relacionada con el Colegio Mayor, ya fuera practicar algún deporte o ir a una fiesta.
Todo eso ocurría, por supuesto, delante de las narices de la dirección del Colegio Mayor y, posiblemente, a sabiendas de la Universidad Complutense de Madrid. Diez años más tarde, veo sin asombro, pero con tristeza, que algunos “rituales” machistas y retrógrados siguen a la orden del día de, al menos, uno de los colegios mayores adscritos a la universidad. Su director, con la soberbia que solo dan décadas de absoluta impunidad, ha indicado que los cánticos y aullidos misóginos son solo “una forma de expresarse”. Yo solo espero que los responsables paguen por ello, y que esta sea la oportunidad perfecta para hacer un lavado real a todos los colegios mayores en los que el machismo sigue celebrando aniversarios. Ha llegado, por fin, la rebelión de los Siniestros.
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