Ludita, la pionera que diseñó las tripas de medio internet español: “Éramos muy macarras”
Hubo un tiempo en España en el que los mayores no sabían nada de internet. Todas las grandes empresas querían tener su página web y un grupo de veinteañeros, recién salidos de la carrera y muy espabilados, aprendieron a hacerlas y a trabajar para las corporaciones desde pequeñas consultoras. Algunas permanecen, otras fueron adquiridas y otras quebraron. “Se manejaban unos presupuestos que alucinas. La gente cobraba sueldos muy altos con menos de treinta años. Luego la burbuja explotó y ofrecían trabajos por la mitad. Lo interesante es que había de todo: yo estudié Publicidad, otros eran abogados, otros de Bellas Artes o de Educación Física. Nos seducían la tecnología e internet”.
Isabel Inés Casasnovas (Madrid, 1973) fue una de aquellas jóvenes. Alias Ludita —un mote que le puso un compañero porque le resultaba complicado crearse un usuario en Flickr y que define lo “analógica” que se siente en el mundo digital—, acaba de recibir una Mención Especial en el Premio Nacional de Diseño que entrega el Ministerio de Ciencia e Innovación. Es la tercera mujer reconocida en la categoría de profesionales (el premio se entrega desde 1987) y la primera en la que se destaca su “labor pionera en el asentamiento y expansión de las disciplinas de diseño emergente”.
Todos los premiados anteriores son diseñadores gráficos o industriales, pero ¿y el nuevo diseño digital? En un momento en el que las pantallas son tanto en nuestra vida, en el que incluso algunos ideólogos de artefactos digitales (como el botón de 'Me gusta' en Facebook o el 'tirar para refrescar' de Twitter) se han mostrado arrepentidos de su creación, toca reconocer a los profesionales que están detrás. Inés lleva casi tres décadas diseñando, metida en las tripas de grandes proyectos patrios: entre otros, ha trabajado en webs de la Administración, en la 'parte de atrás' de Idealista y en la prestigiosa web del Museo del Prado. Además, se dedica desde hace años a la formación en su propia escuela, La Nave Nodriza, hecho que ha destacado el jurado.
“Había pensado estudiar Arquitectura, pero mi padre se equivocó al apuntarme en Selectividad y pensé: no pasa nada, hago Psicología. Al final saqué buenas notas y me metí a Publicidad, que me parecía que estaba a medio camino. Para que te hagas una idea de lo orientada que iba”, explica riendo en conversación con elDiario.es. “Una profesora de Sociología me cambió la vida. Leímos La Seducción de la Opulencia, que explicaba cómo la publicidad genera a la gente necesidades que no tiene para adquirir productos que no necesita con un dinero del que carece. Ahí descubrí que el diseño era lo contrario: entender las necesidades de la gente y proponer soluciones. En cuarto de carrera, en 1997, monté un estudio de diseño con mi hermana”.
Picando HTML
Tisana, el Taller de Isa y Ana, fue la pequeña empresa que Ludita creó con su hermana, que venía de Bellas Artes. Estaban en una casita en la calle Marqués de Viana, en Madrid, donde sus padres habían tenido una farmacia.
“Yo no había tocado un ordenador en mi vida. E internet era algo que había en los departamentos de informática de las facultades. Hacíamos diseño gráfico editorial”, narra. “Uno de nuestros clientes hacía proxys, software que permite a muchos ordenadores conectarse a internet. Eran disquetes: diseñábamos las pegatinas, las instrucciones... Este cliente tenía otros clientes modernos que empezaron a crear páginas web. Necesitaban diseñadores. Nos propusieron enseñarnos gratis a hacer webs para servir a sus clientes. Me puse yo. Y así llegué a internet”.
Por aquel entonces, las páginas web se hacían picando directamente el código HTML (el lenguaje básico de la web). “Era una época maravillosa. Yo aprendí HTML en tres meses. Ahora esa artesanía ya no existe. Se puede porque sigue funcionando, pero no merece la pena”, dice. Entre otras, Inés hizo la web del sello discográfico Nubenegra, la de un médico de Gran Vía que ofrecía alargamiento de penes y la de una cooperativa de aceites Valderrama, de la que formaba parte José Ignacio Millán Valderrama, entonces presidente de Software AG.
Software AG es una multinacional alemana de software que llegó a España en 1984. “Tenían consultoría y desarrollo. Hacían bases de datos en lenguaje natural y no tantas webs corporativas, sino aplicaciones. En los años 80 habían digitalizado toda la Administración pública española”, continúa. La todopoderosa Software AG se convirtió en cliente de Tisana y, cuando el estudio cerró, Inés entró a trabajar ahí. “Tisana duró cinco años. Iba bien, los clientes repetían y veíamos que duplicábamos facturación. Pero eso implicaba duplicar el equipo, cambiarnos de oficina y dejar de diseñar para ser empresarias. Yo no quise, así que hablamos con los clientes y cada uno de lo seis empleados nos fuimos a trabajar a uno”, explica. “En Software AG eran mil personas y yo fui la primera diseñadora. Venían con el HTML hecho, diciendo: embellécemelo. Ahí aprendí que lo visual era lo de menos, que era más importante que el proceso estuviera bien diseñado. Se llamaba usabilidad”.
Aquella fue también la era de Teknoland, una consultora coetánea a Tisana que empezó pequeñita y acabó engullida por Terra. En Teknoland montaron las primeras webs de Argentaria, Santander, Renault, Bankinter o Sanitas. La web Teknolandeses recoge su historia y la de sus empleados, que hoy ocupan cargos importantes en grandes empresas o han montado las suyas propias (entre otras, Pocoyó). Los testimonios son un gran reflejo de lo que se cocía. “Los de Argentaria querían que les hiciésemos una web por encima de todo y estábamos colapsados. Les dije: mira, si nos pagáis 100 millones de pesetas a lo mejor nos lo pensamos”, recordaba el cofundador, Luis Cifuentes. “Los pusieron encima de la mesa. A partir de ese momento lo nuestro cotizaba, eran como obras de arte en internet”. Teknoland quebró al estallar la burbuja de las puntocom.
“En esa época”, continúa Ludita, “muchas personas estábamos llegando a las mismas conclusiones en distintos sitios”. Además de Teknoland y Tisana, había varias consultoras más: Experience Consulting, Dnextep (cambió su nombre a DesignIt), The Cocktail o Ifigenia, una rama dentro de Terra encargada de hacer las páginas web. Entonces no había redes sociales sino foros y los nuevos diseñadores se reunían en Cadius, la Comunidad de Arquitectos de Información y Usabilidad. “Quedábamos una vez al mes a llorar penas y compartir experiencias. Y yo propuse crear eventos formativos para compartir recursos”.
Algunos de los trabajos en Software AG se quedaron en un cajón, como el rediseño del Ministerio de Asuntos Exteriores. “Contratamos a un diseñador externo, Nacho Puell, que se iba a las oficinas de Exteriores para ver las colas y cómo eran los servicios. Fue la primera vez que hicimos un planteamiento web no basado en el organigrama del Ministerio, sino en los servicios que el Ministerio ofrecía a la ciudadanía. Había algunos trámites y la bronca entre departamentos era quién se hacía cargo del buzón de atención al cliente”, cuenta. “Se hizo un trabajo espléndido, pero hubo elecciones y no salió”.
En el mundo privado, añade, pasa igual. “Siempre bromeamos con que el banco del futuro está en un cajón, porque se ha diseñado mil veces”.
Inés forma parte de un grupo de trabajo que está asesorando al Ministerio de Ciencia para modernizar la Administración a través del diseño, con referentes tan claros como el del Gobierno británico. Entre sus propuestas está cambiar los sistemas de contratación para que el diseño pueda ir fuera del paquete y se cuente con equipos especializados, porque lo habitual es encargar la conceptualización, el diseño, la tecnología y la comunicación a la misma empresa (véase el caso de la app de “turismo inteligente” de Lepe, que hizo una única empresa por 200.000 euros y no funciona).
“Si sacan una licitación para rehacer la Seguridad Social, van a meter todo en el mismo paquete. Y aunque las grandes empresas que optan a esas licitaciones sí tienen diseñadores, son empresas de tecnología y no le suelen dar tanto valor. Hay que comprender que la definición del producto o servicio, las fases inciciales del proyecto, se hacen desde diseño. Que no es el final, no es pintar”.
Entre desarrolladores es muy habitual despreciar al usuario, pensar que no sabe hacer nada. ¡Pero no va de eso! Si alguien no sabe usar algo, puede decir: es que tú no lo has diseñado bien
Investigar al “usuario”
Los procesos previos al pintado de pantalla (poner la web bonita, decidir los colores y dónde va cada botón) ayudan a entender mejor esta nueva disciplina. En Idealista, por ejemplo, trabajó diseñando la aplicación que usan las agencias inmobiliarias para subir pisos.
“Para el departamento comercial, el cliente era el director de la agencia inmobiliaria, con quien se tomaban las cañas. Pero la usuaria de esa aplicación era la secretaria, alguien que lo imprimía todo en papel, manejaba los excels y tenía el listado de pisos en la cabeza”, continúa. “Esto lo descubrí yendo a entrevistarlas. Y me llevaba a los desarrolladores. Entre desarrolladores es habitual despreciar al usuario, pensar que no sabe hacer nada. ¡Pero no va de eso! Si ella no sabe subir los pisos, puede decir: es que tú no lo has diseñado bien. Había unos principios de calidad muy serios y se defendía siempre al usuario, por ejemplo, eliminando los duplicados aunque eso perjudicara a las agencias. Pero trabajábamos para quien buscaba piso y su experiencia iba a ser mejor sin duplicados. Éramos muy macarras, pero era una forma de hacer didáctica en el sector”.
Por la misma regla de tres, Canal Cocina, para quien diseñó una aplicación para iPad, entendió que los botones debían ser gordos porque la gente iba a usarla mientras estaba cocinando y con las manos sucias. Y el Museo del Prado, uno de los últimos grandes proyectos en los que ha trabajado, que su web también debía ir orientada a gente que no fuera a visitar el museo en persona.
“Hicimos mucho trabajo para comprender la mentalidad de dentro del Museo. Y definimos posibles perfiles de usuarios no visitantes, como profesores que quieren contar el Museo en sus clases o académicos que buscan documentación. De ahí sacamos cuatro ideas fuertes y planteamos una arquitectura de la información. Te puedes guardar favoritos, crear colecciones propias, compartir cuadros, navegar por distintos parámetros...”, cuenta. El rediseño del Prado lo hicieron con Ilios, un colectivo de diseñadores que trabaja por libre pero bajo una misma marca para competir con las consultoras. “Y así hemos conseguido trabajar para todas las grandes empresas pasando facturas de autónomos. Hemos macarreado”, ríe.
La profesión de diseñador digital —que tiene distintas ramificaciones: director de producto, diseñador de servicios, de interacción, de estrategia, etc.— se ha popularizado pero se sigue pagando bien. Hay escuelas especializadas, másters y bootcamps, o cursos intensivos que prometen enseñarte en tres meses. El sueldo más habitual está entre 30.000 y 40.000 euros anuales, aunque gente experimentada puede superar los 100.000. “Hay trayectoria. Y la profesión se ha expandido”, concluye. “Cada vez se empieza más abajo porque cada vez entra más gente, pero eso para nosotros es positivo, porque cuando empezamos la lucha era que el diseño hacía falta”.
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