El tren de cercanías va a rebosar de gente que regresa a casa tras una asfixiante jornada de trabajo. A mitad de camino, una avería obliga a detener el tren en una estación en mitad de la nada. Media hora, una hora. No sé si hace más calor dentro o fuera del vagón. Los pasajeros empiezan a atacarse unos a otros: unos quieren salir del tren y otros que las puertas permanezcan cerradas. Tres o cuatro personas cargan con maletones gigantes, sus gotas de sudor no son solo por el calor cada vez más insoportable, sino también por el avión que temen perder. Todos quieren explicaciones, saber qué hacemos ahí, pero nadie tiene respuestas. El conductor está sobrepasado. Mientras, las miradas se crispan y las palabras empiezan a tomar un tono violento. Me transporto a aquel Ensayo sobre la Ceguera de Saramago, en el que el deseo de supervivencia deja paso a los peores instintos. Es 2019 y estoy en Alemania en plena ola de calor, con máximas históricas de temperatura. Una escena camino a convertirse en normalidad. Miro a mi alrededor, me falta el aire, se me llenan los ojos de lágrimas: ecoansiedad.
La ecoansiedad es la consecuencia menos visible y más silenciada de la crisis climática y ecológica que estamos sufriendo. Una presión en el pecho por el miedo a las consecuencias de la actual inacción, frustración por no tener las herramientas para decidir sobre nuestro propio futuro, angustia por no poder luchar contra la tan tentadora llamada del poderoso rey dinero. También tristeza, por admitir que el sistema de usar y tirar es una adicción creada con mucho esmero, difícil de derrocar. Y dolor, por aceptar que estamos arruinando nuestras vidas y las de las próximas generaciones y que, además, nos entregamos a esa destrucción sin rechistar. La salud mental no va a hacer más que empeorar por el desastre que estamos causando. Las olas de calor, por ejemplo, afectan al rendimiento laboral y la calidad del sueño, entre otros factores. Los eventos climáticos extremos como las lluvias torrenciales o los incendios, que obligan a la gente a dejar sus casas en busca de refugio, influyen en la inestabilidad de las personas.
Ahora, a la situación del tren sumémosle el coronavirus, el miedo, las mascarillas. Sumemos la precariedad laboral, el agotamiento físico y mental, la presión de la hiperproductividad y la perfección. Y, en tus ratos libres, ve a comprar a granel y en comercio local; cambia las hamburguesas para los niños por pescado salvaje, con un sueldo que no te da ni para las espinas. No pidas comida a domicilio porque la empresa explota a los trabajadores y, para colmo, viene todo con exceso de empaquetado. Tampoco te vayas de compras, no seas consumista, da mala imagen para vender tu libro. Por supuesto, que no te vean echándote un cigarro, porque, ¿cómo te va a importar la salud de la humanidad si no te importa la tuya? Ni Coca-Cola, ni vuelos low-cost, ni dejar restos en el plato, ni irte de excursión con el coche, ni darte una ducha más larga de lo normal tras un día duro. Y, claro está, ni se te ocurra compartir tus temores acerca de no cumplir con todas las expectativas, porque qué decepción, se supone que eres una mujer empoderada a la que no le preocupa lo que piensan los demás. No podemos llevar una sonrisa perpetua en la cara, tener un cuerpo perfecto, las canas ocultas, las arrugas disimuladas. Tener unos valores inamovibles y ser consecuentes día y noche: “Oye, ecoansias, si tanto te importa el temita, ¿por qué vas en AVE? ¿No sabes lo que contamina?”, “Anda, mira la Greta esta, bien que le gusta el chuletón”, “y comprar tu libro, ¿no te parece incoherente? Talar árboles para eso…”.
Si nos sentimos culpables por no hacerlo todo bien, corremos el riesgo de terminar por tirar la toalla. Ecoansiedad, parálisis, bloqueo y frustración. Justo el efecto contrario de lo que deseamos conseguir. Escapemos de la dictadura de la perfección individual y acerquémonos hacia el impulso colectivo. Unirnos a huertos urbanos, a colectivos de agricultores locales, a mercados de barrio. Unirnos y crear. Por un lado contra la soledad de estos meses, ese miedo al prójimo en el que vivimos, contra la individualidad impuesta y la falta de sonrisas compartidas. Por otro, contra la angustia de sentir que nunca es suficiente, la culpa, el miedo a compartir el miedo, las dudas ante plantear la duda. Unirse para formar una red en la que caer en los días malos, en la que sujetar a los demás en los días aún peores y en la que sentir que, a pesar de los esfuerzos de grandes oligarquías que solo miran por el dinero, nuestros hijos crecerán en una sociedad en la que hay gente, mucha, que merece la pena. Personas que se atreven a expresar sus debilidades, a no juzgar, a apoyar. Esa es la gente que transforma la sociedad hacia un modelo en el que un abrazo importe más que una tarde de rebajas, en la que una llamada por Zoom sea el mejor sustituto a la compulsiva necesidad de comprar por Amazon, en la que en vez de proferir gritos de odio y sarcasmos dañinos, se escuchen voces que apuesten por producir menos y preocuparnos más por nuestro bienestar.
No dejemos que nos paralicen el miedo y la incertidumbre, no nos limitemos a repetir mensajes apocalípticos, busquemos colectivos de apoyo y acción, compartamos ejemplos que motiven e inspiren. Y, por supuesto, pidamos ayuda. Situemos a la salud mental en el papel protagonista que le corresponde: junto a la crisis climática y ecológica.
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