La literatura y ciencia ficción nos ayudan a ver escenarios futuros que pueden prepararnos, de algún modo, para lo que puede estar por venir. Pero también podemos, sin duda, leer en escenarios actuales futuros distópicos, que de manera clara ya se manifiestan en nuestro presente. Ése es el papel de los “vivientes muertos” en esta escena, el de mostrarnos la decrepitud y el olor a quemado en nuestras propias vidas. No en vano, algunas predicciones hablan de un significativo descenso de la población mundial en las próximas décadas, así que, aunque suene fúnebre, quizás esta idea no esté, por desgracia, tan alejada de la realidad...
Jueves santo en Sevilla. 2021, año 1 de la pandemia del Covid (prefiero usar el masculino, aunque la ciencia nos pide que hablemos de “ella”, como cuando nombramos cualquier cosa mala, por qué será…). Volvía con mis peques de una tarde de patines en una concurrida plaza del centro de la ciudad. Se nos echó la noche encima, las 21.30, y tocaba coger la bici para volver a casa. De camino a nuestras bicicletas pasamos por una de esas terrazas de moda, rollo chill out, petada hasta la bandera de gente, joven y no tanto, deseosas de recuperar la vida que este año se nos ha escapado, esa vida en común y en la calle, parte de una vieja normalidad que puede que nunca vuelva, y no precisamente porque el Covid vaya a estar entre nosotras siempre.
Mi mayor es calurosa y esto es Sevilla, por lo que iba en manga corta. Pero yo, que soy todo lo contrario, llevaba una fina sudadera y chaqueta abierta. La masa de gente enchaquetada que se resistía a no lucir sus galas para celebrar la muerte de Cristo, se había visto obligada a dejar las chaquetas en las sillas y vestir tan sólo camisas, porque el tiempo no permitía más etiqueta. Sin embargo, lucían a todo gas las dichosas estufas que desde hace unos años vienen decorando las terrazas de nuestras ciudades, incluso las de una localidad como Sevilla, donde bien es sabido que hace frío tres días al año (y más en las casas, que en las propias calles). Mi pequeña, de apenas 3 años, se fascinó con la escena, y tirando del imaginario que este año nos ha dibujado, dijo: “mami, barbacoas”. Y no le faltaba razón, aunque lo que se cocía a fuego, por desgracia no tan lento, no eran chorizos y longanizas, sino que lo que realmente ardían en las parrillas de nuestras terrazas somos nosotras y nosotros mismos, una civilización muerta en vida por la ceguera de lo que está por venir, de lo que ya está siendo.
Nuestra casa está en llamas, decía Greta Thunberg ante la élite mundial del Foro Económico de Davos hace algo más de dos años. A la vista está que quienes tienen la sartén por el mango no se están dando por aludidos ni haciendo las tareas marcadas, como mínimo por el Acuerdo de París, para no alcanzar una subida de 1,5º- 2º como se espera en las próximas décadas (si no más…). “Algo huele a podrido en Dinamarca”, que diría Shakespeare en voz de Hamlet, como metáfora de la corrupción y podredumbre de la clase política de antaño, hay cosas que parecen no cambian mucho con el paso del tiempo...
Antonio Turiel, que de combustibles sabe un poco, autor del reciente libro “Petrocalipsis. Crisis energética global y cómo (no) lo vamos a solucionar”, lo viene alertando, como tanta otra gente desde al menos 1972 y el famoso, aunque por “el común” desconocido informe “Los límites al crecimiento”. Según Turiel, “muy pronto, probablemente a partir de 2021, se evidenciará que estamos sumergiéndonos en una nueva crisis global (...) En 2022 sufriremos una rápida caída de producción del petróleo y tendremos las primeras interrupciones de suministro (...) Entre 2022 y 2023 sufriremos interrupciones de suministro de materias primas, y a partir de 2023 es probable que suframos escasez de alimentos e inestabilidad política generalizada (...) La razón principal: una caída global de la producción del petróleo de hasta un 50% en 2025”.
Lo decía también Yves Cochet, ex ministro de medio ambiente en Francia, en “Del fin del mundo al renacimiento en 2050”, “El periodo 2020-2050 será el más trastornado que nunca haya vivido la humanidad en tan poco tiempo. Año arriba, año abajo, se compondrá de tres etapas sucesivas: el fin del mundo tal y como lo conocemos (2020-2030), intervalo de supervivencia (2030-2040), el inicio de un renacimiento (2040-2050).”
Lo que me inquieta y realmente desconcierta, es que esta profunda transformación, que cuesta leer en nuestras sociedades del norte global cuando vemos a la gente quemando la vida y el planeta a todo gas como si nada ocurriera, está relativamente a la vuelta de la esquina, “año arriba, año abajo”. Luis González Reyes trata de vaticinar cómo se aterrizarán estos escenarios de colapso en el devenir de los territorios urbanos y nos habla de cómo las ciudades seguirán un progresivo declive. No se trata de que de golpe y porrazo desaparezcan, pero sí que se van a suceder cambios profundos de manera progresiva en las próximas décadas junto con etapas intermedias de relativa calma.
Detroit puede ser una precuela de lo que vendrá. Hablaríamos de ciudades donde seguirían viviendo cientos de miles de personas, al menos por un tiempo, pero que no se parecerían a sus años dorados; donde una parte importante del terreno urbano se convirtiese en terreno rural, donde se cultive, y donde la población más empobrecida sería la que principalmente resida, ya que las más enriquecidas se habrían marchado a entornos más rurales. El nivel de servicios del que disfrutaría la población se reduciría muchísimo, tanto en lo referente a comercios de todo tipo como de servicios municipales. Los tiempos de este declive civilizatorio no serán los mismos en todo el planeta, sino que los más complejos, como puede ser la UE, serán los que probablemente sufran un declive más rápido que otros lugares con menor complejidad. También aquellos con una climatología más adversa (Sevilla…). En definitiva, los que no puedan reunir la fuerza suficiente para garantizarse el suministro energético y material del que dependen.
Pero volvamos a la literatura y la ficción para visionar el futuro-presente. Carlos de Castro lo recoge en una de sus novelas, “El oráculo de Gaia”, en concreto en una de las diversas tramas que conforman el organismo de la novela , y que nos lleva directas a un futuro en el que, en unos 20 años (qué coincidencia que, “año arriba, año abajo”, todas estas referencias de gentes de las ciencias, la política y disciplinas varias vengan a coincidir), se producen una serie de cambios determinantes (y nada esperanzadores, dicho sea de paso) a nivel mundial y global, producto del caos climático (sequías, subidas extremas de temperatura, pérdida de biodiversidad, escasez de alimentos…), como de una pésima gestión política y social de éstas (desplazamientos y migraciones masivas, guerras, caos político y social…). No haré spoiler de la novela, que bien merece su lectura, pero es cuanto menos inquietante imaginarse en un escenario similar en tan sólo un par de décadas.
No me gusta ser pesimista. Quien me conoce sabe bien que no lo soy. Y no porque la historia de la humanidad nos ayude mucho a ello. Nuestra trayectoria de concentración de poder, exclusión, violencia y destrucción nos avala. Pero también son múltiples las experiencias de entendimiento, solidaridad y cooperación que podemos encontrar en las prácticas humanas. También los ejemplos de cooperación en el resto de seres que forman parte de Gaia, son, por fortuna, muchos más. Así que, prefiero quedarme con éstos. Prefiero calentarme, aunque a veces cueste, con la luz de estas gentes y realidades que han dicho y demostrado que “otro mundo es posible”.
Y, “hasta la victoria siempre”. Porque, aunque no creo que el lenguaje bélico nos haga bien, hemos de reconocer que son muy válidas para describir el momento presente, escenarios propios de la guerra, como la violencia y la destrucción, porque en definitiva lo que estamos es en guerra con la propia vida. Pero, podemos y seguramente debemos reconceptualizar este propósito, para librar esa batalla cultural (nuevamente lo bélico, por qué será..) que tan importe es para el cambio de paradigma que necesitamos. Seguramente sea, por tanto, más apropiado decir “hasta la supervivencia, siempre”, algo a lo que ya apuntan desde el movimiento global por la justicia climática, como sugiere en su nombre el colectivo Extintion Rebellion.
En ello algunas estaremos, y esperemos que pronto seamos muchas más, y que cundan las iniciativas ciudadanas como la de la campaña Por una Andalucía Justa y Resiliente y otras similares de organizaciones sociales conscientes del abismo de los límites en que nos encontramos y de los cambios que pueden venir en los próximos años. Porque, “año arriba, año abajo”, parece que no nos queda mucho tiempo. Pues eso, hasta la supervivencia siempre, o incluso mejor, que ya que soñamos utopías (y nos movilizamos por ello) no nos quedemos a medias, hagámoslo a lo grande, ¿por qué no? Aprovechemos el desmoronamiento que está teniendo lugar de este sistema sociocida y ecocida, no sólo para intentar sobrevivir, sino para vivir, para generar vidas verdaderamente dignas, en palabras de Yayo Herrero, “el aliento que debe impulsar el intento de organizar la vida en común”. ¿Te apuntas o seguimos alimentando estas vidas de muerte?
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