Nunca segundas partes fueron buenas
Una vez que se ha lanzado la acusación al presidente del Gobierno de estar participando en un golpe de Estado y de haberlo hecho en el pleno del Congreso de los Diputados, es imposible que se pueda entablar ningún debate parlamentario digno de tal nombre. Para que pueda haber debate, tiene que haber algo que sea indiscutible para quienes participan en el mismo. Sin un suelo común en el que asentarse no es posible hacerlo.
Y ese suelo común en todo Estado democráticamente constituido no puede ser nada más que la Constitución y el reconocimiento de que todos los que participan en el debate la aceptan como punto de referencia, aunque puedan discrepar en determinadas interpretaciones de la misma. Para resolver esas discrepancias es para lo que está prevista la Justicia Constitucional.
Sin reconocimiento del adversario no es posible la convivencia política propia de las democracias sean parlamentarias o presidencialistas. El recientemente fallecido senador McCain dio un ejemplo admirable de ello en la campaña electoral a la presidencia de los Estados Unidos en 2012, en la que se enfrentó a Barack Obama. Frente a los infundios de que Barack Obama carecía de la legitimidad para ser candidato a la presidencia puestos en circulación por el propio partido republicano, con participación muy destacada de Donald Trump, McCain defendió la legitimidad y la honestidad del candidato demócrata sin mostrar la más mínima complicidad con dichos infundios. La oración fúnebre de Barack Obama en su funeral fue un reconocimiento a la lección de democracia que el Senador McCain dio a todo el país con su conducta a lo largo de su vida, pero de manera muy especial en 2012.
Ese no reconocimiento del adversario es lo que ha supuesto la irrupción de Donald Trump en el sistema político americano y esa es la pendiente por la que empezó a deslizarse Pablo Casado el pasado miércoles. Si el presidente del Gobierno está participando en un golpe de Estado, no puede ser reconocido como un adversario con el que se puede debatir, sino que tiene que ser considerado como un enemigo al que hay que abatir. Lo mismo que hizo Donald Trump en su enfrentamiento con Hillary Clinton. Las reglas que presidan la relación política no pueden ser las que están previstas en la Constitución, sino que serán las que se consideren precisas para evitar que el golpe de Estado acabe imponiéndose.
La acusación de Pablo Casado supone que el PP considera que los límites que existen en la competición política constitucionalmente regulada no les vincula. Para Pablo Casado y el PP, el presidente del Gobierno y el PSOE se han puesto con su conducta fuera de tales límites y, en consecuencia, han justificado que el líder de un partido de la oposición haga lo mismo.
Ya en la legislatura de 1993 a 1996 vivimos una situación parecida. En la misma noche electoral de 1993, Javier Arenas y Alberto Ruiz Gallardón sembraron dudas en la televisión pública sobre los resultados electorales, dando a entender que se había producido un pucherazo. Y desde las elecciones municipales y europeas de 1995 el PP se negó a aceptar que se pudiera continuar considerando legítimo el Gobierno de Felipe González. Fue el momento del “Váyase Sr. González” de José María Aznar, que repetiría en todas sus intervenciones parlamentarias. Únicamente el acto de disolución de las Cortes Generales y de convocatoria de elecciones anticipadas podría ser aceptado como un acto legítimo.
Exactamente eso es lo que significó el discurso de Pablo Casado el pasado miércoles. Pedro Sánchez carece de legitimidad para gobernar y, en consecuencia, únicamente se le reconoce la facultad de disolver las Cortes Generales y de convocar nuevas elecciones. Todo lo que no sea eso está viciado de manera inexorable.
Nunca segundas partes fueron buenas. En el ciclo electoral del que las elecciones andaluzas del 2 de diciembre son la primera estación, tendremos ocasión de comprobarlo.