Legislar a golpe de telediario
En las últimas semanas diversos medios de comunicación se han hecho eco de las reformas anunciadas por el gobierno en materia penal. Detrás de una muy discutible necesidad de afrontar una reforma de esta envergadura se vislumbra un claro endurecimiento de las penas. La introducción de la prisión permanente revisable, la custodia de seguridad –aplicable una vez cumplida la condena- así como el aumento de penas en algunos delitos complejos como asesinatos de personas especialmente vulnerables unidos a delitos contra la libertad sexual, son claro ejemplo de ello.
El argumento del derecho comparado europeo parece ser un digno aliado de aquellos que aplauden estas intenciones. Si bien es cierto que en países como Alemania –tan de moda últimamente- se contempla la institución de la prisión perpetua revisable, no debe olvidar nuestro legislador que el cumplimiento efectivo de la pena privativa de libertad en dicho país es bastante inferior al cumplimiento medio en España y que, en general, la dureza de las penas asignadas en nuestro código penal es bastante superior al de la media europea. Así, utilizar el argumento de la comparación es basarse en una verdad a medias, y por tanto, en una mentira.
Lo que parece innegable es la aceptación de la dureza de las penas por parte de un amplio sector de la sociedad, que ávidos de venganza y en un clima de profunda agitación social ven posible aplicar la máxima de “el que la hace la paga”. Avalar legalmente tal aspiración supone asignar a la pena prácticamente la única función de la retribución, olvidando que en un Estado Social y Democrático de Derecho la principal función de la pena es la prevención general y especial, que unida a la finalidad de resocialización, procura que no vuelva a suceder el hecho por el que lamentablemente se condena.
Dichas reformas en el ámbito de la pena se realizan anteponiendo el dolor de las víctimas –irreparable por larga que sea la condena- a la lógica jurídica que tras largos y duros años de democracia ha conseguido este país. Poco menos que supone poner nombre y apellidos –que desgraciadamente todos podemos identificar- a las reformas penales. Pues bien, ese es precisamente el dato que nos permite afirmar que afortunadamente en España no es común ni frecuente la comisión de crímenes tan deleznables. Por ello, la pregunta previa a cualquier reforma legislativa de tal calado debiera ser acerca de la verdadera necesidad de introducir dichas medidas para evitar delitos tan indeseables. La respuesta no puede ser otra que negativa, por bien que algunos medios de comunicación se empeñen en llenar de modo tendencioso espacios morbosos de supuesta información acerca de los horribles crímenes que acechan a nuestra sociedad.
No solo en el ámbito de la determinación y la ejecución de la pena se prevén reformas estructurales de nuestro Código Penal, también se ha anunciado el endurecimiento de las penas para los incendios forestales y nuevas –esperemos que sean eficaces- reformas en los delitos económicos.
Acudiendo al ejemplo concreto, sorprende, por decirlo eufemísticamente, la introducción de nuevos tipos agravados en el hurto. Se inventa el legislador en esta ocasión el “hurto profesional”. Parece ser que de prosperar el texto propuesto por el Gobierno el cometer hurtos de manera más o menos habitual dejará de ser tratado a través de la institución de la reincidencia o del delito por acumulación de faltas. Es el propio texto el que define profesionalidad como “ánimo de proveerse de una fuente de ingresos no meramente ocasional”; vamos, hacer del delito el medio de subsistencia. Dejando de lado la difícil cuestión de saber cuándo un sujeto es profesional del delito, tal novedad me suscita otros interrogantes como ¿se aplicará la agravante de profesionalidad a todos los delitos contra el patrimonio? ¿por qué no extenderlo a los delitos de corrupción? ¿cuántos delitos deben cometerse para ser profesional en la materia? De nuevo se deja escapar una buena ocasión para abordar el tema, nunca bien resuelto, de la multireincidencia.
Por si esto fuera poco, invocando en esta ocasión el principio de intervención mínima se pretenden suprimir las faltas, que se convertirán en delitos penados con multa o serán perseguibles sólo administrativamente. La propuesta no sería criticable si no fuese porque el cambio será más formal que material, pues la mayoría de faltas no desaparecen sino que sencillamente se convierten en delitos, ahora denominados leves. Eso, señores, no es aplicar el principio de intervención mínima, sino simplemente aparentar que se aplica. Bienvenida sea la reforma, no obstante, si la falta de homicidio penada con multa de uno a dos meses –existente desde lustros en el CP y que nadie se ha dignado en criticar- deja de serlo, para pasar a ser o bien delito o bien irrelevante desde la perspectiva jurídico-penal.
En definitiva las medidas de reforma penal anunciadas por el Gobierno, bajo la mendaz apariencia de necesidad, nos proporcionan una espesa cortina de humo que nos impiden apreciar los escasos esfuerzos –o en todo caso insuficientes- para solucionar los problemas que sufre diariamente el ciudadano de a pie y que poco tienen que ver con genocidios, asesinatos con tintes sexuales o secuestros con desaparición de la víctima.