Piensa mal y acertarás, o no
¿Le indigna que todos los diputados y senadores tengan coche oficial? ¿Le parece mal que el número de políticos en España supere los 400.000? Es posible que su respuesta a ambas preguntas sea afirmativa. El problema es que las dos contienen afirmaciones falsas que, al difundirse, mucha gente acaba asumiendo como ciertas.
En realidad, sólo los miembros de la Mesa y los Portavoces de los Grupos Parlamentarios tienen derecho a vehículo oficial pagado por las Cortes. Y la cifra de políticos está en torno a los 100.000, la mayoría de los cuales ejerce además en el ámbito local y lo hace gratis et amore, a veces poniendo dinero de su propio bolsillo. Insisto en el aspecto pecuniario porque la diana de esos mitos elevados a categoría de verdad es siempre la misma: el coste económico de la política democrática.
La ciudadanía española tiende a dar crédito a las informaciones que encajan en el marco según el cual la política es puro despilfarro. Ante los abundantes casos probados de corrupción y derroche de dinero público, es hasta cierto punto lógico. Pero más allá de ese cierto punto, existe una suspicacia sistemática, un sustrato de antipoliticismo persistente en nuestra cultura política, en parte herencia de otras épocas. Si la indignación ante el mal uso del dinero público es una reacción sensata en democracia, el puro “piensa mal y acertarás”, que da por cierto el carácter intrínsecamente torticero de la política, puede reforzar lo peor del statu quo al asumirlo como inevitable, o bien avivar la tentación de dar al traste con lo que hay, sin tener algo mejor para sustituirlo.
Una democracia avanzada necesita ciudadanos exigentes con el control de los gastos derivados de la actividad de sus representantes públicos. A los efectos de transparencia y rendición de cuentas, España deja aún mucho que desear. Mejorar radicalmente esa situación debe estar entre las prioridades de la agenda política, si queremos recuperar el prestigio que nuestras instituciones y nuestra vida pública nunca debieron perder. Y para lograrlo no basta con aprobar una ley de transparencia; es necesario además que las decisiones, comportamientos y actitudes apoyen el proceso de relegitimación.
Sin embargo, los mensajes lanzados por el Gobierno de España y por algunas Comunidades Autónomas insisten casi exclusivamente en reforzar el lugar común del despilfarro, extrayendo de él el corolario menos sofisticado, que es también el menos democrático: reduzcamos el espacio de la política.
El ejemplo más claro de esta tendencia lo encontramos en Castilla La Mancha, donde el Partido Popular de María Dolores de Cospedal ha decidido eliminar los sueldos de los parlamentarios. Lo que se presenta como un necesario gesto de austeridad en tiempos de crisis, en realidad es un retroceso en el acceso igualitario al ejercicio de la política. Desde ahora, los castellano-manchegos que quieran ejercer ese derecho en su región deberán valorar si pueden permitírselo laboral y económicamente, de modo que serán las personas con rentas altas quienes tengan más fácil, o menos difícil, dar el paso. El resultado práctico es semejante al de introducir un requisito censitario para el sufragio pasivo; de un salto, volvemos al siglo XIX. Por añadidura, esta medida da a entender que representar a la ciudadanía es una tarea “menor” a la que basta con dedicar el tiempo libre. En un país donde parte de la población empieza a cuestionar el núcleo mismo del sistema –según algunos estudios, el porcentaje de españoles que consideran que la democracia es el mejor sistema de gobierno ha registrado una caída de 24 puntos en poco más de tres años– ese mensaje resulta demoledor, y lanzarlo es como mínimo imprudente.
La reducción del espacio de la política se aprecia también en el uso recurrente del decreto ley por parte del Gobierno de España, mecanismo que permite sustraer del debate parlamentario cuestiones que afectan directamente a los intereses y derechos de la ciudadanía. En este caso la asociación funciona en sentido inverso: la sensación de aislamiento y pérdida de relevancia del Parlamento se incrementa, dando argumentos a quienes cuestionan la necesidad de seguir corriendo con los gastos que ocasiona y a quienes sostienen que los representantes electos en realidad no nos representan. Dos posiciones que, por cierto, a menudo se retroalimentan.
Un tercer ejemplo es el anteproyecto de reforma local, que de nuevo con el pretexto de recortar el gasto, acaba recortando democracia. Habida cuenta de que buena parte de los alcaldes y concejales españoles no cobran o cobran muy poco, reducir su número –como pretendía inicialmente el Gobierno- genera un ahorro muy escaso. Por eso ahora el anteproyecto se inclina por restringir los servicios que prestan los Ayuntamientos, mientras refuerza a las Diputaciones Provinciales (que son órganos de elección indirecta). Dado que eliminar un servicio no significa eliminar su demanda, la reforma crea de paso oportunidades de negocio en el ámbito municipal; eso sí, los beneficios irán a manos privadas.
Aparte del probable efecto negativo sobre el empleo y la calidad de vida en las zonas rurales y del aumento del riesgo de exclusión en las ciudades, esta reforma abre una brecha en la autonomía local de la que ha advertido el Comité de las Regiones. Pero además, desoye a los ciudadanos que exigen de la política horizontalidad y soluciones concretas para sus problemas. Los alcaldes y concejales son los representantes mejor posicionados para hacer ese tipo de política, puesto que están en contacto directo con sus vecinos y pueden rendir cuentas de forma cotidiana. Si la legitimidad de ejercicio está en función de la capacidad de responder a las necesidades y demandas ciudadanas, no deberíamos restringir esa capacidad en el ámbito local, sino incrementarla.
Es un hecho que la democracia cuesta dinero, gastarlo con eficiencia y transparencia es un deber. Pero eliminar sueldos de parlamentarios y reducir la autonomía municipal no nos sacará de la crisis; en cambio, sí encogerá el margen de acción de la política y la capacidad de control de los ciudadanos, es decir, la democracia. Ojo pues con los mensajes que lanzamos, no sea que acabemos tirando al niño con el agua del lavabo.