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La desigualdad, el gran desafío de Europa
Un tsunami devastador recorre Europa y tiene nombre: desigualdad. Esta es consustancial al sistema económico capitalista y ha ganado relevancia con la irrupción y el triunfo del neoliberalismo, a comienzos de la década de 1980. Pero ha sido con el estallido del crac financiero y con la aplicación de las políticas implementadas desde las instituciones comunitarias y los gobiernos cuando ha alcanzado los mayores umbrales. No solo hay más desigualdad; además, presenta rasgos nuevos que la hacen más amenazante.
Sin pretender una descripción exhaustiva de los niveles actuales de desigualdad, algunos indicadores seleccionados pueden dar cuenta de su dimensión. Se refieren al periodo comprendido entre 2010 y 2017-2018 (dependiendo de la disponibilidad de datos), cuando, superados los episodios más críticos de la crisis financiera, la mayor parte de las economías comunitarias han retomado la senda del crecimiento. Son, asimismo, los años de aplicación generalizada, especialmente intensa para los países del sur de Europa, de las denominadas políticas de austeridad y las reformas estructurales que las han acompañado.
El número de personas en situación de exclusión social y pobreza, aunque en el conjunto de la Europa comunitaria se ha reducido algo, era en 2017 de más de 100 millones de personas; en España ha aumentado, superando los 12 millones. En 16 de los 28 países comunitarios, más de una quinta parte de la población se encontraba en esa situación, y en nuestra economía alcanzaba casi el 27%.
Los beneficios han ganado peso en la distribución de la renta nacional, mientras que los salarios lo han perdido. La parte de las retribuciones de naturaleza salarial se ha reducido en 18 de los 28 países comunitarios, retrocediendo en la economía española cerca de cuatro puntos porcentuales; y esto ha sucedido en un contexto de, en algunos casos, acelerada creación de empleo. En 16 países ha aumentado el porcentaje de trabajadores pobres; en España en 2,3 puntos porcentuales. No solo los salarios de la mayor parte de los trabajadores se han mantenido estancados, en retroceso o con leves aumentos, sino que una parte creciente de los que disponen de un puesto de trabajo se encuentra por debajo de los umbrales de pobreza.
El Global Wealth Databook de Credit Suisse ofrece información estadística sobre la concentración de la riqueza. Poniendo el foco en Europa (esta categoría incluye también a los países europeos no comunitarios) y en la posición de los grupos de población adulta situados en la cúpula de la estructura social, se observa que el 10% más rico en 2018 acumulaba el 70% (37% en 2010), el 5% disponía del 55% (40%) y el 1% del 31% (37%).
Las diferencias de género constituyen otro de los rostros importantes de la desigualdad. Además de la conocida brecha salarial entre varones y mujeres, que están sobrerrepresentadas en los contratos a tiempo parcial y en las actividades en las que se perciben retribuciones más bajas, un dato revelador al respecto —sobre el que se repara menos— es el referido a las horas semanales dedicadas al trabajo de cuidados y a las tareas del hogar en 2016. Tanto en la UE como en España, alrededor del 70% recae sobre las mujeres.
El aumento de la desigualdad en la UE se encuentra entre las causas desencadenantes de la crisis. El persistente estancamiento de los salarios y la creciente concentración de renta y riqueza en manos de las élites alimentaron la financiarización de los procesos económicos: crecimiento desbordante del crédito privado y vinculación de las oligarquías a la economía de casino. Que en estos últimos años la fractura social haya crecido o, en el mejor de los casos, se haya estancado en unos niveles elevados es, sin duda alguna, un factor de perturbación económica de primera magnitud y nos habla de lo lejos estamos en la superación de la crisis.
Además de los efectos macroeconómicos de la desigualdad —lastra el consumo, desincentiva la inversión—, conviene poner el foco en sus consecuencias sistémicas. Tres son los aspectos que, en mi opinión, destacan en este sentido. En primer lugar, la cultura empresarial conservadora que alimenta y el tejido empresarial ineficiente que contribuye a mantener, que se sostiene en la continua presión sobre los costes laborales.
En segundo lugar, la concentración de poder económico por parte de las élites se convierte, inevitablemente, en poder político, lo que ha supuesto la ocupación de las instituciones. Esta perspectiva es clave para entender la orientación sesgada, más que errónea, de las políticas aplicadas: desregulación de los mercados de trabajo, rescates bancarios, privatización de empresas públicas e incentivos a la concentración empresarial.
En tercer lugar, la desigualdad es una pieza clave del capitalismo que emerge de la crisis económica —la Gran Transformación que ha seguido a la Gran Recesión— y que está impregnando hasta la médula el proyecto europeo; un capitalismo con una débil capacidad de crecimiento, con importantes bloqueos estructurales, con un tejido institucional de baja densidad, con mercados crecientemente oligopolizados, con unas políticas redistributivas debilitadas e impugnadas, enfrentado a un escenario externo convulso e incierto… Un capitalismo de estas características se sostiene en la confiscación de renta y riqueza de la población y de los espacios públicos en beneficio de las élites.
Progresividad tributaria
Una consecuencia política de la enorme fractura social que se ha instalado en Europa es el auge de la extrema derecha. Es evidente que no es el único factor, pero es uno de los fundamentales. Los partidos situados en esas coordenadas, en un contexto de profunda crisis del establishment y de los partidos socialistas y conservadores que lo representan, han sabido encauzar una parte de la desafección y del descontento.
Por todo ello, urge colocar en el centro del debate ciudadano y de la agenda política la lucha por la equidad, actuando a escala europea (y global) y en el ámbito de los Estados nacionales. Ello implicaría llevar a cabo una política económica radicalmente diferente de la actual. Algunos de sus pilares deberían ser expandir el gasto social público y el presupuesto comunitario, que se financiarían con una apuesta decidida por la progresividad tributaria; aumentar el salario mínimo y limitar el máximo; recuperar el peso que los salarios, en proporción al PIB, tenían cuando entró en vigor la moneda única; exigir una estricta condicionalidad a las empresas que acceden a los recursos públicos en materia equidad de género; pleno ejercicio de los derechos laborales, y compromiso con la sostenibilidad medioambiental.
En paralelo, sería imprescindible aplicar reformas estructurales encaminadas a reducir el protagonismo del sector financiero en la economía —reforzando los mecanismos de supervisión y control, separando la banca comercial de la de inversión y prohibiendo los mercados y las operaciones opacas—, asegurar la negociación colectiva, consolidar un potente polo público con capacidad para ofrecer bienes y servicios comunes, prohibir los paraísos fiscales y las puertas giratorias y actuar contra la ingeniería contable practicada por las grandes corporaciones.
Creo, en fin, que la aplicación de una renta básica universal debe entrar con fuerza en el debate europeo. Estas medidas implican tanto un cambio sustancial en la orientación de la política económica como un marco institucional que lo haga posible, colisionan con el Pacto por la Estabilidad y el Crecimiento —verdadero nudo gordiano de la Europa conservadora y fracasada— y desafían el nudo de intereses oligárquicos que hasta el momento ha marcado la hoja de ruta. Es necesario romper estos candados —instituciones, políticas e intereses para abrir las puertas a otra economía donde la equidad, la sostenibilidad, la vida y las personas tengan la centralidad que se merecen.
[Este artículo forma parte de un dossier dedicado a las Elecciones Europeas publicado en el número 69 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
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