Desde hace cinco años, un batallón del ejército español recorre la distancia que separa las localidades andaluzas de Córdoba y Dos Hermanas. En su caminar, conmemoran la conquista del valle del Guadalquivir emprendida por los castellanos en el siglo XIII, con Fernando III a la cabeza. El acontecimiento ocurrió hace ocho siglos pero la caminata se celebra desde hace tan solo un lustro. De la misma forma, la Plaza Nueva de Sevilla la preside una estatua ecuestre del monarca medieval desde hace, apenas, cien años. Si tan importante fue San Fernando, ¿por qué tardaron siglos en dedicarle la estatua y la peregrinación? Quizá porque, como decía Benedetto Croce, “toda historia es historia contemporánea”. Cuando miro la escultura siempre me da la sensación de que el rey mira desafiante al Consistorio municipal, como si prefiriera las armas antes que la representación del pueblo, como si se anticipara al golpe de Estado de 1936 y a la batalla que se libró, precisamente, en aquella plaza. Estas manifestaciones españolistas han venido apareciendo por toda Andalucía desde finales del siglo XIX. Granada, por poner otro ejemplo, recibió el monumento a Isabel la Católica y Colón en 1892, en conmemoración de un cuarto centenario de la conquista de América que, aunque cuarto, fue el primero en celebrarse. ¿Qué había pasado con los otros tres?
Ante este panorama, espero que nadie acuse a las líneas que siguen de reescribir la historia. El objetivo del texto no es otro que el de trazar una línea que conecte distintas irritaciones del pueblo andaluz durante los dos últimos siglos (“inritaciones” en andaluz). No nos remontaremos al siglo XIII ni al XV, sino a las generaciones contemporáneas que nos precedieron. Esas que lucharon por una sociedad más justa e igualitaria. Esas a las que temieron y amordazaron las élites. Porque, si echamos la vista atrás, la historia de Andalucía está repleta de potentes inritaciones. Se inritaron las cigarreras gaditanas, pioneras de la Revolución Industrial en la Península. Se inritaron los círculos jacobinos, rurales y urbanos, que confiaron en la educación y en la abolición de las desigualdades. Se inritaron los levantamientos campesinos de El Arahal, Utrera y Loja contra el fatídico binomio compuesto por la aristocracia y el capitalismo. De esta última localidad era natal el general Narváez, cacique en la Corte madrileña. Narváez, a mediados del siglo XIX, escogió precisamente Loja como una de las paradas del viaje que Isabel II emprendió por nuestra tierra para vender su imagen. De nuevo, la figura monárquica mirando desafiante a la expresión del pueblo. En esos tiempos nació la idea de que propaganda, militarismo, nacionalismo español, monarquía, caciquismo y corrupción podrían configurar el estatus quo del Estado. Cada nueva inritación obrera o campesina se topaba con la represión.
¿Dónde se concentraron gran parte de estos cantones que reivindicaban la soberanía popular y el ejercicio del poder territorial desde abajo? En el sur
Inritarse se inritaron también los cantones andaluces de la I República en 1873. Si echan un vistazo al mapa peninsular en relación con el fenómeno, quizá se lleven una sorpresa. Adivinen dónde se concentraron gran parte de estos cantones que reivindicaban la soberanía popular y el ejercicio del poder territorial desde abajo. Exacto, en el sur: Motril, Granada, Málaga, Loja, Bailén, Andújar, Écija, Sevilla, Algeciras, Tarifa, San Fernando, Cádiz, Jerez y Sanlúcar. La respuesta mesetaria de Castelar, por otra parte gaditano, fue espetar “yo quiero ser español y solo español”. Para defender su postura, contraria a la demanda cantonal coetánea, llegó a remontarse a una supuesta España prerromana. Mientras en la capital madrileña reivindicaban unos símbolos nacionales de reciente cuño, en las calles de Andalucía se buscaban alternativas democráticas, que no liberales, a las profundas desigualdades sociales y territoriales. Normal que se inritaran. Normal que nos inritemos. Hasta ahora, los andaluces que llegaban a la Corte, como Narváez o Castelar, parecían hacerlo en contra de sus paisanos. Corrían tiempos de crisis territorial. Llegaría también la pérdida de las últimas colonias americanas en 1898 y las guerras posteriores en Marruecos para lamerse las heridas.
Los militares derrotados en Cuba y, tras varios fracasos, vencedores en el norte de África terminaron haciendo la guerra en el interior del país. Es el caso de Queipo de Llano, natural de Valladolid. Colonialismo terminó siendo guerra civil. Las hazañas militares sacralizadas a través de Fernando III, Isabel I y Colón parecían servir de pretexto para el golpe de Estado de 1936. Había que salvar a la nación de sus enemigos sin miramientos. Temían que la inritación histórica de lugares como Andalucía contrarrestara la embestida, como así ocurrió, de hecho, en Córdoba o Jaén. Lo temían tanto que Queipo no pisó nuestra tierra hasta el día antes del golpe. Se lo endosaron. Él pensaba sublevarse en Castilla. Se sugiere, incluso, que la noche del 17 de julio estaba escondido en Huelva pensando en huir. Finalmente, se quedó y capitaneó la represión en Andalucía. Mataron a Micaela de Castro, cigarrera. Mataron a Lorca, poeta. Mataron a Blas Infante, andalucista. Nuestro himno, estrenado días antes del golpe, no volvería a sonar en décadas. Así que, si el andalucismo está creciendo no es porque estemos reescribiendo el pasado, sino porque estamos escribiendo el futuro gracias a la estela de paz e igualdad que dejaron quienes nos precedieron. Más de 700 fosas cavaron en Andalucía. Si nos sigues hablando de Fernando III, querida meseta, permítenos hablar del tiempo de mi abuela y mi abuelo. Permítenos que nos inritemos. Porque, querida meseta, como diría Malacara, tus padres de la patria murieron, te lo recuerdo, acéptalo; pero a los nuestros los mataron.
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