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'Pasión Nails': la novela en la que Rosario Izquierdo demuestra que las vidas más complejas caben en un local de manicura
No descubro nada, pero conviene recordar que a menudo encontramos novelas cargadas de solemnidad y grandilocuencia, con tramas en las que no cabe ni un resquicio a lo mundano, sustentadas por personajes atados a un destino épico que a la postre los convierte en arquetipos. La prosa, como no puede ser de otro modo, campanea con rotundidad de adverbios y giros arcaicos que, entendemos, deben deslumbrarnos. Y, sin embargo, salimos de la lectura ni siquiera fatigados, sino más bien indiferentes. Pasión Nails, de la onubense Rosario Izquierdo, es un ejemplo exacto de lo contrario: una novela de (trabajada) sencillez donde las vidas (aparentemente) sencillas transitan por una cotidianidad (falsamente) sencilla para contarnos una historia (engañosamente) sencilla. Y de aquí no salimos en absoluto indiferentes, ni mucho menos indemnes, porque esta, si no ha quedado claro ya, no es una novela modesta, aunque lo pudiera parecer. Así que basta ya de decir lo que no es Pasión Nails y pasemos a lo que sí es.
Pasión Nails, que mañana llega a librerías de la mano de Alianza, es una historia sobre choques culturales, de clase, de generaciones y de género, con la sombra de una doble crisis: la económica, que hace unos lustros fulminó aquellos otros relatos de grandilocuencias, y la de esos cincuenta años que cumple Pepa, la narradora que estrena desempleo y menopausia al mismo tiempo. Lo he dado ya a entender, la modestia y la sencillez de este libro son únicamente una cuestión de tono, un elemento más de la narración, como ya pasaba en las otras novelas de su autora. De una de ellas (Lejana y rosa) hablé en otro momento, y otra, El hijo zurdo, seguramente les suene por la adaptación a serie.
Pasión Nails es el local (porque “salón” le queda grande) de manicura que da título a la novela, y que ocupa uno de los bajos comerciales de un bloque de viviendas de un barrio marginal en una ciudad del sur. En él se da cita todo un abanico de personalidades que podríamos creer uniformes. No lo son. Hay chicas jóvenes convertidas no ya en madres, sino en abuelas a edades en las que, a tan solo veinte minutos a pie, en barrios más pudientes, otras solo empiezan a pensar en la maternidad. Hay uñas de colores estridentes, revistas del corazón, desconfianza instintiva a todo lo que provenga de más allá de la frontera con forma de autovía, homofobia inculcada, hermanos en la droga, o alcoholizados desde que la crisis los bajó del andamio, bodas gitanas con honra, pañuelos y camisas rotas, niñas sexualizadas.
Hay también trapicheos que dan suficiente para invertir en vuelos a Barcelona y volver sin un par de costillas y con labios, culos y pechos abultados de silicona. Todo ello sale luego a relucir en conversaciones con muchos artículos determinados que preceden a nombres propios, casi siempre en diminutivos y casi siempre empezados en Y, la Yaiza, la Yoli, o que evocan a las herederas del Principado de Mónaco, La Fani y La Caro. Hay, cómo no, algunas de esas mujeres con ansias de conocimientos que, de alguna forma, les alejen no del barrio, pero sí de sus propias inseguridades y temores.
Pepa nunca tuvo claro del todo si su juventud se levantó sobre renuncias o, al contrario, sobre ganancias: ¿criar con veinte años a tu primer hijo significa renunciar a un trabajo, o un trabajo a esa edad significa renunciar a una maternidad joven?
En medio de todo ello la extrañeza de esa desempleada menopáusica, con canas que no se tiñe, con la lengua culta que también delata su procedencia del otro lado de la autovía… Y el empeño por quedarse ahí, en Pasión Nails, que no supone empeño de pertenencia a un mundo que no es el suyo, ni de identificación con esas chicas que, como ella, fueron madres muy jóvenes. No, ese empeño tampoco es deformación profesional. Pepa también de desprende de su condición reciente de trabajadora social acostumbrada a moverse en esos entornos, pero desde la mirada técnica, casi antropológica y demasiada mediatizada por las administraciones públicas (un terreno que Izquierdo ya exploró en Diario de campo, su primera novela).
Semejante empeño es consecuencia de toda esa crisis multifacética que acaba por destrozar subjetividades ya de por sí endebles, siempre en precario equilibrio sobre la cuerda fina del capitalismo. Esa es Pepa, una mujer que solo tardíamente, después de su maternidad temprana y un matrimonio con un hombre 15 años mayor, se enganchó al mercado laboral. De ese modo nunca tuvo claro del todo si su juventud se levantó sobre renuncias o, al contrario, sobre ganancias: ¿criar con veinte años a tu primer hijo significa renunciar a un trabajo, o un trabajo a esa edad significa renunciar a una maternidad joven?
Es una pregunta con trampa, porque no se puede espigar de un conjunto más boscoso en el que el amor, la pareja, se erige como el hilo conductor de casi toda una vida. Ese hilo a veces se tensa hasta romperlo, porque “cuando esperaba la luz, vino la oscuridad”. O no, porque entendemos que, en realidad, “las malditas crisis [económicas, laborales, etc.], son las que recrudecen el conflicto entre nosotros”. Al final, quizás, admitamos que, pese a todo, pese a las angustias interiores, seguimos avanzando “como si cada uno creyera que el otro es la balsa”. Únicamente la segunda cita pertenece a la narradora, porque las otras corresponden al Libro de Job y a una rescatada poeta beatnik. En una sola página de Pasión Nails cabe todo eso.
Perdonen si no me puedo extender y si a veces resulto un tanto abstracto, pero yo detesto que me desvelen detalles de trama y personajes. Diré simplemente eso, que si en un local rosa chillón cabe tanto se debe a que esta novela nos enseña que en los veinte minutos que separan dos mundos de hechuras tan distintas hay algo universal, pero solo la literatura que sepa reflejar la vida tal cual es, sin estridencias ni pomposidades, lo logrará transmitir. Pasión Nails lo hace.
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