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Los represaliados del franquismo en el campo: “silencio”, “miedo” y una vida “puerta con puerta con los verdugos”

Emeterio Muñoz trabajando en el campo hacia la década de los 70

Álvaro López

12 de diciembre de 2021 20:32 h

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Emeterio Muñoz (Cuevas del Campo, 1905) era un hombre callado, como la mayoría de los que les tocó vivir de lleno la Guerra Civil que desembocó tras el golpe de Estado militar. Con tan solo 31 años, tuvo que combatir en el conflicto al que fueron hermanos, primos y vecinos enfrentados y anclados en un frente al que muchos fueron a morir. Aquello le marcó de por vida y pese a su silencio patológico, secuela de la guerra, su voz y su relato han quedado para siempre grabados. Su nieto Ramón Moya le entrevistó en 1986 para no perder jamás las vivencias de un hombre cuyo testimonio sirve de hilo conductor del documental Espigas rojas, tierras pardas, que narra la vida de varios vecinos de Cuevas del Campo (Granada) durante la Guerra Civil y la posguerra. Represaliados del campo español.

“No pasé de ahí del frente de Granada. Yo estaba en la banda de cornetas y no me quise ir. Hice bien porque me pilló en Guadix… ¡hijo mío! La que se lio en la Sierra”. Así cuenta Emeterio Muñoz cómo su suerte le permitió sobrevivir a la Guerra Civil mientras algunos de sus conocidos acababan muriendo al combatir a los pardos, como se les conocía entonces a los golpistas. Emeterio, de las fuerzas republicanas, se zafó de los disparos ocultándose tras la música de una corneta. Así evitó que la vida agraria que tenía en su tierra natal, Cuevas del Campo, acabase para él de forma abrupta, dejando a su mujer y a su familia huérfanos de un hombre singular. El lugar que le vio nacer fue al mismo tiempo su salvación y su ruina. El norte de la provincia de Granada fue bastión republicano con Baza como capital hasta el día antes del final de la contienda.

Aquella resistencia permitió que muchos de los combatientes no tuvieran que morir en pleno conflicto, aunque algunos acabarían falleciendo lentamente a lo largo de los años como consecuencia de lo vivido. Emeterio Muñoz había sido un hombre del campo desde su niñez. Cuando apenas levantaba unos centímetros del suelo, su padre le enseñó la dureza de la vida agraria y la necesidad de ser hábil y capaz de obtener el pan para comer. De manera literal, porque parte de su trabajo consistía en moler trigo para ese fin. Poco antes de empezar la guerra, según cuenta su nieto Ramón Moya, Emeterio se enroló en la Confederación Nacional de Trabajadores (CNT), que junto con la Unión General de Trabajadores (UGT) fueron los sindicatos que más influencia tuvieron en un campo de carácter republicano. En la CNT trabajó de tesorero, lo que le marcaría de por vida.

Tras haber estado entre Baza y Guadix, al regresar a Cuevas del Campo, empezó a sufrir las consecuencias de los perdedores. El alcalde del pueblo lo denunció por ser de izquierdas y fue encarcelado durante un año entre las prisiones de Granada y Baza, mientras se perdía el nacimiento de su primera hija. Aquel acontecimiento sería una señal de lo que se viviría en el pueblo a partir de ese momento. En un núcleo rural y sin lujos de ningún tipo (apenas unos años antes había llegado el agua corriente al municipio) hubo once represaliados, según cifran los historiadores. Pese a que no fue una localidad especialmente golpeada por la guerra, ese número de personas perseguidas por el fascismo es también el número de familias señaladas. Entonces, los entornos familiares eran muy extensos, por lo que muchos vecinos de Cuevas del Campo sufrieron de forma indirecta las secuelas del conflicto.

Silencio para sobrevivir

El miedo, el hambre y el silencio se impusieron en un lugar que había sido feudo republicano. La supervivencia marcó el destino de los que llegaron desde el frente y vivir del campo se convirtió en una tarea titánica en la que el trueque y el estraperlo fueron los motores que permitieron que la gente pudiera subsistir. Algunos, como el hermano de Miguel Martínez Pallarés, José Martínez Pallarés, tuvieron que emigrar porque no tenían nada al volver del frente. “Mi hermano acabó la guerra en Extremadura y allí les tuvieron encerrados en una alambrada cinco días sin comer”. Para evitar morir en esas pésimas condiciones, le pidió a su madre, a través de un contacto, que fuese a por él. En una época en la que las conexiones terrestres eran muy malas y el ferrocarril se había visto afectado por los bombardeos, José Martínez Pallarés regresó a Cuevas del Campo gracias al amor y el sacrificio de su progenitora.

“Por la mañana se lo llevaron”, relata su hermano. “Los iban metiendo en una cueva que no tenía agua, luz ni váter. Conforme llegaban a la comandancia, había allí tres o cuatro del pueblo, de los malos, que les preguntaban a los que llegaban del frente y decidían si eran rojos o muy rojos”. A los que lo eran “menos” a sus ojos, les dejaban en libertad obligándoles a comparecer cada quince días; y si consideraban que eran “muy rojos”, les daban “leña”. Destrozaron a decenas de familias que vivirían los años posteriores marcados por el terror de vivir puerta con puerta con sus verdugos. Así, la vida en el campo se transformó para siempre.

Los iban metiendo en una cueva que no tenía agua, luz ni váter. Conforme llegaban a la comandancia, había allí tres o cuatro del pueblo, de los malos, que les preguntaban a los que llegaban del frente y decidían si eran rojos o muy rojos

Miguel Martínez Pallarés Hermano de José Martínez Pallarés

Antes de la Guerra Civil, tal y como recuerdan los vecinos de Cuevas del Campo, quienes labraban la tierra podían moler el trigo en una serie de molinos que había, pero al finalizar el conflicto, la norma cambió y les obligaban a tener que ir a unas fábricas, que además estaban en Baza a 30 kilómetros de distancia por carreteras de tierra, en las que se quedaban con parte de la harina que obtenían. Si tenían la osadía de intentar moler el trigo en alguno de los molinos que aún quedaban en el pueblo, tenían que hacerlo de forma clandestina y esperando a que la Guardia Civil no los viera. “Si les sorprendían, les quitaban todo lo producido y les imponían una multa”, recuerda Ramón Moya, nieto de Emeterio Muñoz.

Trueque y estraperlo como forma de vida

De esa forma, tuvieron que vivir gracias al estraperlo, que consiste en vender bienes de forma ilegal. “Mi abuelo producía jamón, huevo o harina y se iba a Granada a cambiarlo por tabaco o ropa que luego vendía en el pueblo”. Un negocio que hacían ocultándose de las fuerzas del Régimen y que solo salía si en la capital tenían a un contacto de confianza que les ayudara. “Nada funcionaba con dinero, solo con el trueque”. Además, de Cuevas del Campo a Granada tardaban dos días en ir en los que les podía pasar de todo. En comitivas tiradas por mulas, disimulaban sus intenciones si se encontraban con la Guardia Civil y rezaban para que la lluvia no destrozara los productos que habían cosechado. En el pueblo también jugaban al despiste con los alambiques que tenían para destilar orujo y anís. Como estaba prohibido, si los 'civiles' descubrían la actividad, les engañaban diciendo que se trataba de alcohol medicinal. Otras veces los sobornaban con una tapa de jamón y uno de aquellos licores.

Aquella fue una realidad que muchos no pudieron aguantar, iniciando una emigración masiva que vació muchos pueblos que vivían del campo y llenó grandes ciudades de gente que iba a buscarse la vida de otra forma. “Mi abuelo contaba que en Granada había incluso más libertad, porque además tenían unos servicios que en Cuevas del Campo no. Además, en el pueblo vivían rodeados de sus enemigos”. Había miedo a hablar siquiera. De hecho, personas como Emeterio apenas les contaron sus penurias a sus hijos y sí a sus nietos. Con la obsesión de salvar a sus familias, todos los atropellos que sufrían por ser represaliados en la posguerra se quedaban en el núcleo familiar, hablando en voz baja para que las paredes no escuchasen. Entornos que se volvieron los únicos seguros. “Había una comunidad que ya se ha perdido. La mayoría eran analfabetos, pero si había uno que sabía leer y escribir, por la noche, a la luz de un candil, y tras toda la jornada en el campo, cogía un pizarrín y un trozo de yeso y enseñaba al resto de forma altruista”.

Vidas marcadas por la pobreza y la persecución. Vidas en las que la solidaridad se convirtió en la clave de la época para poder seguir viviendo. La voz de Emeterio Muñoz en Espigas rojas, tierras pardas así lo relata. El hombre, fallecido hace ya 30 años, es inmortal en la memoria histórica de un país que aún tiene que ser justo. Las balas y la represión acabaron con miles de personas que fueron asesinadas o murieron en vida el resto de sus días. Algunos, como los trabajadores perseguidos en el campo español, se marcharon de este mundo aún temerosos y con el silencio de quien trata de sobrevivir para ver salir el sol un día más.

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