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“Quietud parlante”. Así define el poeta Manuel Pinillos el camposanto de Torrero. En medio del precinto de silencio que envuelve tumbas y panteones, es posible, si se presta atención, escuchar voces que tratarán de contar su historia.
En el costado norte del cementerio antiguo, en la manzana PT, fila 3, numero 132, existe un nicho cuya lápida no pasa inadvertida. Su color, semejante a la corteza de pan poco horneado, contrasta con el tono pizarra del resto de estelas. Un nombre escueto y una fecha en números romanos: “Milagrito Romaní”; abril MCMXXXII (1932). En relieve, escapando de su horma, el perfil tallado de la difunta. El nombre y su peinado corto y acaracolado insinúan una artista de intensa biografía.
Pero la pobre Milagrito tiene poco que contar que no sea su muerte. La primera noticia que encontré hacía referencia a su participación en una gala benéfica en junio de 1927, junto a otras damas de la burguesía local. La segunda y última, la crónica de su fallecimiento a los 29 años de edad. La necrológica se limita a señalar la “la bondad de su carácter y la afabilidad de su trato”. Poca cosa. En el acta de defunción, por su parte, quedó en blanco el apartado “profesión”.
Y aquí parecían concluir mis indagaciones, breves y anodinas como la biografía de la muertita cuya lápida había llamado mi atención. Pero como el mundo de los muertos también es un pañuelo, a veces uno encuentra sorpresas.
Milagrito era hija de Arturo Romaní de Céspedes, catedrático de francés de la Escuela Profesional de Comercio de Zaragoza, además de escritor y personaje muy activo en la sociedad zaragozana de hace un siglo.
Arturo, oriundo de Cuba y criado en Canarias, se había trasladado a Zaragoza en 1911 desde Valencia, donde nació Milagrito. Pronto trabaría contactos con la élite de la ciudad, llegando a ser presidente del Círculo Mercantil y gerente del conocido diario “La Voz de Aragón”.
No le iban mal las cosas a la familia Romaní. Buena prueba es la dirección de su domicilio, en la calle de Costa número 3, una musculosa geometría de mudéjar recalentado y brochada blanca diseñada en 1926. Hoy día, cosa rara, aún puede admirarse el altivo chaflán que se cierne sobre el cruce con la calle de Isaac Peral. De su entresuelo partió un primero de mayo de 1933 el cuerpo de Milagrito rumbo a la vecina iglesia de Santa Engracia y al olvido. Golpe duro. Al tiempo, Arturo dejaría Zaragoza con destino a Málaga.
Los años que precedieron a esta tragedia resultaron felices y provechosos para la vena lírica del catedrático. En julio de 1925, el número 11 de la revista “La novela de viaje aragonesa”, -- aventura editorial nacida en Zaragoza, de precio barato, público popular y nómina de autores vinculados con Aragón—publicaba su cuento-poema “La ola de fuego”. Su trama pasional resume la temática de su obra poética.
“Claveles rojos” y “Prisiones de Amor” fueron sus primeros libros, ambos impresos en las gráficas que Gregorio Casañal tenía en Coso número 98 de Zaragoza.
Vistos con el tiempo, los versos de Arturo Romaní merecerían la aplicación de aquella “Premática” que Quevedo dictaminó contra poetas güeros y chirles. Juzguen ustedes:
“Si yo fuera mariposa
tal primor tienen tus galas
que tomándote por rosa
en tu lumbre misteriosa
me quemaría las alas“.
(“Piropo”)
O esta loa al potentado local Ricardo Royo Villanova, que sonroja por su descarado peloteo:
“Don Ricardo ¡quién lo fuera!
yo, por lograrlo, cediera
mi lira, que es sólo un trasto,
toda la plata que gasto
y un ascenso en mi carrera.“
El tamaño del afecto nos permite reconocer la dimensión del dolor que deja la muerte. Podemos imaginar la de Arturo Romaní ante el cuerpo de su hija cuando leemos los versos que dedicara a sus dos hijos, Milagrito y Arturo, tras quedar huérfanos de madre. De su hija dice:
“Tú, niña querida, Milagrín traviesa,
que eres para el mundo viviente promesa
de gracia y donaire, de virtud y encanto (…)
turbar no pretendo tus juegos pueriles
con graves palabras y dichos sutiles
y solo te imploro: ya que serás bella
cual era tu madre, sé buena cual ella.“
Arturo Romaní murió en septiembre de 1945, pero un pedazo de su vida quedaría prematuramente sepultado en un nicho pintoresco del viejo cementerio de Torrero en Zaragoza.
La saga de los Romaní continuaría, más prosaica y escandalosa. Pero eso ya es otra historia.
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