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Aquel día la chiquillería recorría las calles del pueblo entonando sin parar un estribillo: “¡A matar la vieja, run, run, run!”. Los vecinos salían a los balcones a lanzar caramelos, frutos, alguna perra gorda. A quienes no cumplían, la muchachada llamaba a su puerta exigiendo la ración de golosinas. Así recuerda mi madre la celebración del 25 de marzo, día de la Anunciación.
Esta festividad católica conmemora la fecha en que el ángel Gabriel revela a María que concebirá a Jesús, efeméride en la que también participaba la autoridad consistorial. Así, el “Diario de Zaragoza” de 25 de marzo de 1833 anunciaba a los zaragozanos la “fiesta de la Anunciación en el Portillo, con procesión, que sale del Pilar a las nueve con asistencia del Excmo. Ayuntamiento”.
La comitiva municipal, precedida por el Cabildo del Pilar, maceros y timbaleros, recorría las calles desde Cuchillería (primer tramo de Jaime I) hasta San Blas, para entrar en la iglesia de San Pablo antes de concluir en la del Portillo. A este solemne cortejo lo escoltaba una turbamulta de chiquetes armados de matracas, carraclas, mazos y palos. Cuando hacía un alto en la iglesia de San Pablo, los críos repicaban desaforados con sus mazos. Lo evoca don Mariano Gracia en sus memorias de 1855:
“Una vez ante el altar mayor, delante del coro y en el sepulcro de doña Gracia, cantábase un responso. Inmediatamente de terminarse, caíamos los chicos como un torbellino sobre la tarima de madera que cubría la tumba. Cientos de mazos golpeaban furiosamente la tabla; el estrépito era formidable (…) Por la calle de San Pablo arriba continuábamos nuestro camino, adelantándonos al cortejo. Y como era difícil poner un límite a nuestro deseo impetuoso de hacer ruido, la emprendíamos a mazazos con todas las puertas de la calle. (…) Los vecinos que tenían la puerta nueva protestaban del atropello pero sus voces eran apagadas por el estruendo.”
Quizá hayan esbozado una sonrisa, pero es de imaginar que semejante cañoneo acabase por hartar al vecindario. En “El Diario de Zaragoza” de 21 de marzo de 1861 se hacía pública una nota de protesta: “Próximo ya el día en que tiene lugar la ceremonia de matar la vieja, rogamos al señor alcalde que disponga lo conveniente para que los muchachos no nos rompan la cabeza y las puertas con los mazos que en esta época tienen la costumbre de usar: la parroquia de San Pablo, que es la que generalmente se ve más poblada de estos pequeños bárbaros, es testigo otro año de escenas desagradables entre los vecinos y los chicos, para los que pedimos un castigo que les sirva de escarmiento.” Apenas unos años después, tan estruendoso divertimento sería prohibido por el Ayuntamiento, aunque perdurase en algunos pueblos de la provincia.
Pero retrocedamos un poco, hasta el momento ensordecedor en el interior de San Pablo ¿quién era aquella doña Gracia cuya tumba con tanto deleite zurra la muchachada?
En sus memorias, don Mariano anota un nombre: Gracia Lanaja, rica zaragozana que a su fallecimiento sin descendencia en 1453 habría dejado como legado un premio a los chicos que cada 25 de marzo golpearan su tumba. Para hacer la historia más verosímil, el cronista José Blasco Ijazo afirmará años que el apellido de doña Gracia era “Lavieja” después (“El Noticiero”, 29-9- 1946). Costumbre y realidad encajaba a martillazos.
Porque lo cierto es que ni doña Gracia se apellidaba Lavieja, ni dejó tal legado, ni en la Iglesia de San Pablo se halla su sepultura. Debemos a la profesora Carmen García Herrero no sólo la aclaración de estos datos, sino el redescubrimiento de la figura de Gracia Lanaja. En su libro “Artesanas de vida. Mujeres en la Edad Media” nos retrata a una mujer de negocios del siglo XV, vecina de Zaragoza, viuda por tres veces, que supo gestionar con provecho el patrimonio familiar. El escenario de su biografía nos permite sobre todo conocer una ciudad en tránsito hacia una economía mercantil y el surgimiento de una burguesía donde afectos y negocios se entretejen confirmando que propiedad y familia van de la mano.
El testamento de Gracia Lanaja, extenso y prolijo, destapa ese complejo mundo de lazos y cabos que conviene atar para no desperdigar un capital cuya esencia es precisamente su acumulación.
En las disposiciones testamentarias doña Gracia demuestra también previsión por el destino de su alma. Como hija de su tiempo, la caridad es el billete para viajar en preferente hacia el Paraíso. Es por ello que deja en legado bienes destinados al cuidado de los menesterosos del barrio de San Pablo y, en particular, a los niños y niñas expósitos del Hospital de Nuestra Señora de Gracia.
Y este hecho es que la vincula con la costumbre de “matar la vieja”, una antigua tradición presente en otras zonas de España. Doña Gracia vendría identificada con doña Cuaresma que simboliza el tiempo de penitencia para los católicos. Estaríamos por tanto en otra representación de la pelea entre don Carnal y doña Cuaresma. Por eso dirá don Pedro Martínez Baselga en su libro sobre los juegos infantiles que las matracas y los mazos “son instrumentos de cuaresma” para golpear “las puertas, los bancos de las iglesias y los campanarios.”
Así que, por si acaso sienten la tentación de aporrear alguna tumba en la iglesia de San Pablo, sepan que ninguna tradición ni codicilo testamentario les ampara.
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