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La noticia dice así: “precintado el solar del conejo tras la caída de unos cascotes”. Esta parcela, entre el Coso y la calle Alcober, llama la atención por el dibujo en uno de sus muros de un enorme conejo en posición acechante. En otra de sus tapias puede leerse: “esto no es un solar”, una afirmación que desafía la autoridad de las normas municipales.
Precintar un solar debe ser como entrar en cuidados paliativos. El último intento antes de que el vacío asilvestrado abandone este mundo y entre de nuevo en el ciclo interminable de la reconfiguración urbana. El tiempo habrá hecho su obra de destrucción creadora, los propietarios se embolsarán sus réditos, lucirán nuevos bloques y la memoria del lugar se habrá esfumado bajo sus cimientos. ¿Quién recordará que en el desaparecido número 5 de la calle Alcober una pensión hospedaba hace un siglo a los anarquistas que llegaban a Zaragoza?
Siempre me detengo a contemplar este museo de solares que acoge temporalmente Zaragoza. Verbos y enseres impresos sobre tabiques que asemejan retablos. Embaldosados interrumpidos forman extraños mosaicos que recuerdan pinturas de Kandinsky; arpilleras y cañizos, lienzos de Tapies.
Entrando por Predicadores, esquina entre la calle de Dosset con Casta Álvarez, se levanta uno de estos vacíos coloristas. Como un diablo Cojuelo, es posible imaginar el discurrir de sus habitantes por esas habitaciones que ahora son viñetas al raso. Escucho portazos de puertas que no existen, discusiones de realquilados, velatorios; el humo de braseros que hace décadas ventiló el cierzo aún forma filigranas ante mis ojos. Toda la fragilidad de la vida estampada en medianiles.
Apenas unos pasos y desemboco en Broqueleros, donde un discreto hueco enladrillado hace rinconada con la calle de San Blas. El ramaje de una higuera asoma por encima. Quiero creer que allí domicilia un jardín amparado por sombras de peldaños que trepan, como el árbol, hacia ninguna parte. Sonrío. Tanta precisión de arquitecto convertida en garabato. Y es que los solares devuelven a la naturaleza, por un tiempo, ese pedazo de tierra arrebatada.
Llego al tramo de la maltrecha calle de Echeandía, antes de Obrejuelas. Este retorcido vial, testimonio de un trazado diabólico que conectaba la calle Hospital (hoy Ramón y Cajal) con San Pablo, es apenas un sendero entre solares de funcionalidad disparatada: un aparcamiento, una recóndita terraza de bar, una cancha de incierto destino deportivo, un vertedero de botellas y latas de cerveza vacías, testimonio de una juventud que las noches de sábado hace fila a la espera de que el Oasis abra sus puertas, como antaño aguardaban sus bisabuelos para entrar al Royal Concert.
Echeandía albergó en su momento una de las churrerías más antiguas de la ciudad y hasta una compañía de seguros experta en riesgos de ultramar. Y aunque hoy nada incite a transitarla, guarda un secreto. Entre los costillares metálicos del vallado, a los pies de las castizas traseras de San Pablo, se puede contemplar la parcela de lo que fue el callejón del Saco. Allí, algunas mañanas de invierno, un pequeño comedor de campaña ofrece comida caliente a quienes la soliciten y nos recuerda que en Zaragoza aún se pasa hambre.
Tiro hacia la izquierda, por Boggiero. Atravieso la espectral manzana que hace casi cincuenta años dividía en dos calles la avenida Cesar Augusto (Escuelas Pías y Cerdán) y que José María Tamparillas, según cuenta y habrá que creerlo, vio alzarse de repente cierta noche, como reivindicando su centenario espacio.
Me meto por la pequeña subida de Perena, antaño preámbulo a uno de los prostibulario más lúgubres de la ciudad, que ya es decir, y hoy escaparate de fincas a la espera de clientela. No hay nada en esta ciudad que no se venda, pienso, mientras encaro este angosto trazado hasta desembocar en la plaza del Ecce Homo en uno de cuyos espacios, donde se levantaba el bar “La puerta verde”, han comenzado ya a cimentar.
Así, enfilando por la calle de Morata, pegado a la Iglesia de San Felipe, llego a la madre de todos los solares, un pedazo de suburbio en pleno casco antiguo. Dos elevadas fachadas desnudas se despliegan en ángulo acogiendo un erial con vistas al milagro económico del barbecho. Es el atroz ejemplo del fachadismo: la técnica de vaciar la sustancia de las antiguas edificaciones y dejar su exoesqueleto a la vista. Como si una enorme araña hubiera succionando sus entrañas. Y así permanecerá este bloque, que antaño acogiera en sus bajos los primeros talleres de la Imprenta Blasco, a la espera de turno para llenar su hueco y ciertos bolsillos.
Última visita. El fantasmal número 1 del Coso, ángulo con la calle de Galo Ponte, pegadito a la Audiencia. En “Crónica del Alba”, Ramón J. Sender sitúa allí una de las casas que habitara en Zaragoza Pepe Garcés, protagonista y alter ego en la narración del propio Sender. Desde su balconada, hoy una planicie de cielo y nubes, Pepe contempla el balcón de su novieta Valentina, al otro lado del Coso. Mientras desde un ventanal lateral, una de las hermanas de Pepe coquetea con un escribano de la vecina Audiencia.
Salvo este guiñol de enamorados, no hay mucha literatura en los solares de esta ciudad. Carecen de la épica dramática del Madrid derrumbado por las bombas franquistas que retrata Eduardo Zuñiga en sus cuentos. Las ruinas de Zaragoza tienen, en cambio, prosa de ordenanza municipal; lectura lenta y taimada. Como en “Sedetania liberada”, la novela de García Badell, hay una legión de ratas amaestradas que roe paciente las entrañas de Zaragoza.
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