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Historias de despoblación en la Ribagorza: malas comunicaciones, cierre de escuelas y falta de medios

Nocellas, Ribagorza

Alba Martín Amaro

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La Ronda de Boltaña cuenta en una de sus más célebres canciones que “tu casa no es solo un montón de piedras”. No es el continente, sino el contenido. Esa abuela cosiendo mientras narra anécdotas a sus nietos o ese padre abrazando a sus hijos. La Ronda sabe que una casa en el Pirineo aragonés no es solo un hogar, es un sello de identidad. El lugar de toda una estirpe. Algo que, a priori, parecía eterno. Generaciones que han compartido alrededor de ese fuego o cadiera todo tipo de alegrías y penas.

“Tu casa no es solo un montón de piedras, la torre que el tiempo derrumbará; es más que un techo, es un puente de sangre entre los que vivieron y los que vivirán; navata que en el río de los siglos, con sus troncos unidos, lejos navegará”.

Casa Caída, La Ronda de Boltaña

Pero La Ronda también menciona uno de los dramas de esa España Vaciada: la despoblación. Ejemplos tan famosos como el de Jánovas en la comarca oscense de Sobrarbe, también reflejado en su ‘Habanera triste’, son algunas de las gotas que van derramando paulatinamente ese vaso imaginario de personas. Gente que emigra hacia otros pueblos más grandes, hacia las capitales de provincia o que marcharon a otros países en busca de un porvenir. Y muy cerca de Sobrarbe está Ribagorza, uno de los territorios aragoneses con más historia.

Con sus 2.460 km2, más grande que la provincia de Gipuzkoa (1.997 km2), Ribagorza es una comarca histórica del Reino de Aragón. Alzada sobre tres ríos, Ésera, Isábena y Noguera-Ribagorzana, de ahí viene el origen de su nombre “Ripacurtia” o la ribera corta por gargantas y congostos. Este mismo número, el tres, se encuentra presente en sus lenguas. En esta comarca del norte de Huesca se da la particularidad de hablar la lengua oficial, el castellano, así como las dos lenguas propias de Aragón: el aragonés y sus dialectos, y el catalán de Aragón.

La capital administrativa es Graus y la cultural, Benabarre. Limita con Francia y la provincia de Lérida y puede presumir de contar con una de las cumbres más importantes de España: el Aneto. En cuanto a su población, supera los 12.000 habitantes pero con un nivel de densidad de casi 5 por kilómetro cuadrado. 

Cuando la comodidad se antepuso a la vida en el pueblo

Cristian Laglera comienza su libro ‘Despoblados en Huesca Tomo 1. Ribagorza-Litera’, todo un vademécum etnográfico de esta comarca, con la siguiente reflexión: “los pueblos al igual que las personas nacen en un determinado momento histórico, se desarrollan, van envejeciendo y en muchos casos mueren”. 

Y es que solo en Ribagorza, entre las décadas de los años treinta y sesenta, se despoblaron más de 100 pueblos. Las malas comunicaciones, la falta de recursos, la industrialización y las ganas de decir adiós a una vida dura fueron las principales causas de este éxodo rural. 

“La vida era muy diferente. Trabajabas en casa, con la poca tierra que tenías y con algún animal”; José Sahún, de 86 años, recuerda su pueblo, Caballera. Él, de Casa Miguel de Rami, se marchó con unos 22 años, justo después de la mili: “Y así nos fuimos despidiendo del pueblo. Cada uno se fue donde le parecía que podía vivir mejor”.

José Luis Lacambra e Isabel Lacambra son los descendientes de Casa Collada en El Mon de Perarrúa. Su padre Luis era de este pueblo que se despobló en 1966. “Yo cuatro años tenía”, aclara Isabel. “En los años después de la posguerra hubo mucha miseria. La gente de las casas más o menos pobres tenían que pencar o segar en la montaña y, de pequeños, servir a las casas más buenas”, cuenta José Luis. Apenas sin animales, sobrevivían con la caza y las abejas. Así explican que “el presente” -o pago al médico- consistía en una bresca de miel de romero envuelta en una hoja de col. 

En cuanto a la casa, mantienen el techo y el tejado, aunque hay vecinos que sí se la han arreglado. Cuentan también que hasta antes de la pandemia seguían celebrando las fiestas de El Mon con una chocolatada. “Vino hasta La Ronda de Boltaña”, comenta Isabel.

Los medios de comunicación

“Se llamaba Jesús, pero todo el mundo lo conocía como Mosqueta”, Carmen Toda (67 años) recuerda perfectamente a este personaje de Ribagorza. Ella es de Casa Plana en Grustán, donde estuvo hasta los siete años. Mosqueta era un vagabundo “un poco desaliñado, con los ojos pequeños y legañosos”, que hacía de mensajero entre pueblos. El WhatsApp de la época: “Nos enterábamos igual de todo. Cuando subía Mosqueta ya nos preguntábamos qué estaba pasando; si alguien se había muerto o si alguien mandaba un recado”.  

“En mi casa vivíamos tres hermanas, mis padres, mi abuela, los suegros de mi abuela, el criado y el pastor, si le tocaba”, relata. En septiembre de 1962 Carmen y su familia fueron los últimos en bajar de Grustán. Sin carretera, agua corriente (bajaban a lavar al barranco) y con tan solo candil de carburo se vieron obligados a marcharse. “Se despobló porque no había medios”, concluye.

Por su parte, Ángel Lanau, 68 años, cuenta con orgullo que es el último nacido en su pueblo, Bafaluy. De Casa Tomeu, todavía en pie, donde estuvo viviendo hasta los 13 años. “Yo y mis hermanos la estamos manteniendo. La prueba es que cada semana, estoy allí tres o cuatro días. Vivo en Almacellas, pero subo”. 

Ellos se bajaron a La Puebla de Fantova en 1968, pero hasta seis años más tarde esta localidad ribagorzana no se despobló por completo. Sobre esos años explica que la única forma de acceder a Bafaluy era “andando o con caballerías”. Así iban a buscar al médico, al practicante o al cura. Pero sí tenían luz eléctrica: “era luz de 125, en la casa nuestra todavía queda la lámpara de la calle”. 

Una luz que llegaba en el mes de octubre y que, por el año 65, dejó de brindarse. “Eran postes de madera de pino, se iban rompiendo y ya no lo reparaban. Un anticipo de que se iba acabando aquello”, relata. En cuanto a las noticias, tenían radio. Oían Radio Nacional, así como La Pirenaica, emitida desde el exilio; “también te informabas con aquello, porque se cogía por onda media”.

De medios también habla José María Fumanal (69 años) de Casa La Abadía en Nocellas. Pero no de ese tipo. Él estuvo hasta los 12 años en su pueblo, donde no había carretera ni agua corriente (aunque tenían al lado de casa una acequia). Además, estuvieron más de un año sin luz debido a una avería en el transformador que no se arreglaba, porque el pueblo no tenía dinero para pagarlo.

En el núcleo de Nocellas había dos casas, la suya y Casa El Soltero. La Abadía estaba justo al lado de la iglesia. Sí que tenían colegio, de hecho, la maestra vivía con él y su familia. Un año antes de mudarse todos a Graus, su padre bajó a trabajar unas tierras.

En la actualidad, son solo 40 minutos en coche los que separan ambas poblaciones ribagorzanas. A Fumanal le costó mucho más. Para empezar, su hermano mayor bajó a Graus con las ovejas por el monte, mientras que él y su madre lo hicieron en un tractor que, casualidades de la vida, el hombre que lo conducía resultó ser el abuelo de su nuera. “Pusimos los somieres, las gallinas… cuatro horas de camino. Pero antes tuvimos que subir casi una hora con las cosas, dos kilómetros o así con desnivel hasta llegar al cruce”, narra.

La importancia del maestro en el mundo rural

“Mi padre dijo si sacan a la maestra, nosotros nos tenemos que marchar. A muchos los llevaron a la escuela hogar que había antes en Barbastro, otros se fueron a Barcelona, a Zaragoza… y en el caso nuestro, mi padre tomó la decisión de bajarnos a Santaliestra”. Estas son las palabras de Manuel Campo, 59 años, de Casa Lapena en Aguilar. Él vivió en este pueblo de casi 60 habitantes hasta los ocho años. 

Al problema de la maestra se le unió la falta de carretera, solamente se podía acceder andando o en caballerías: “si el pueblo lo dejas incomunicado es inviable”, advierte. Añade también la importancia de establecer un sistema en los pueblos con el que subsistir.  “Está muy de moda ahora el ir a un pueblo, pero si no tienes con que ganarte la vida, eso son cosas de 4 días”, reflexiona.

De esa misma falta de maestro habla José Luis Buetas (64 años), de Centenera, una localidad muy próxima a La Puebla de Fantova. Buetas vivió en Casa Sastelcabo, también conocida como Casa Sastre de Arriba, hasta los 21 años: “Hubo un cúmulo de cosas por las que la gente tuvo que emigrar e irse, pero la causa principal fue la retirada del maestro. Yo, concretamente, me tuve que ir a estudiar a Barbastro interno. La mayor parte de la gente optó por bajarse a Graus, por irse a La Puebla de Fantova, donde seguía habiendo maestro, o por emigrar a Lérida, a Barcelona o Francia”.

Además, relata uno de los dramas que muchos de los presentes entrevistados han sufrido: el expolio de sus casas. Sillas, ventanas, camas, mesas, piedras, rejas de balcones… estos pueblos abandonados han sido el ‘caramelo’ de muchos ladrones. Pero Buetas cuenta un episodio que llama especialmente la atención: “Y no solo han entrado en las casas. El detalle está en la iglesia. Tanto la pila del bautismo como la de mojarse las manos, las han arrancado y se las han llevado. Y también han desmontado el altar”, declara.

Centenera llegó a tener unas 70 personas, pero de nuevo se encontraba sin los medios básicos. La carretera se asfaltó porque la pagaron los vecinos, el agua venía “de la fuente” y durante un tiempo sí que tuvieron luz: “Cuando yo era muy pequeño, sí que teníamos luz eléctrica del molino de Centenera, con unas turbinas la hacíamos para Centenera y otros pueblos”.

Ese mismo molino, en la actualidad reconstruido, y que hace tan solo unos días se convirtió en una de las sedes del festival de cine rural ‘Vagamundos’. Y es que Centenera, tras decir adiós a su último habitante en los años 90, volvió a repoblarse hace unos 15 años. Un pueblo de La Ribagorza Vaciada que vuelve a oír gente en sus calles. ¿Será el único de ellos?

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