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Sobre este blog

El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

Editamos Ruth Toledano, Concha López y Lucía Arana (RRSS).

Peleas de gallos: la crueldad como herencia cultural

Peleas de gallos en Perú. Foto: Colectivo Britches

Colectivo Britches

El Carmelo iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras crecíamos nosotros. ¿Por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?

Abraham Valdelomar. El caballero Carmelo

La pregunta amarga de un niño, narrador en el relato El caballero Carmelo de Abraham Valdelomar, nos acompaña al entrar en el Coliseo Cabellos de Cajamarca, en la región norte de Perú. En este lugar, como en los casi 40 rings del distrito y los cerca de 850 de todo el país, las peleas de gallos son defendidas por muchos con gran orgullo y siguen formando parte del imaginario cultural nacional.

Es una mañana de sábado cualquiera, y ya desde temprano los organizadores, criadores, niños y simpatizantes van animando progresivamente el recinto. El ambiente que se respira es masculino, patriarcal. Nuestros esfuerzos por introducirnos entre los asistentes y poder conocer de cerca esta brutal práctica no son fáciles en el comienzo. La presión de sectores animalistas y la alarma por la ley contra el maltrato animal, decretada hace poco más de un año, explican las miradas desconfiadas y los comentarios ante nuestra presencia.

Necesitamos simpatizar con el entorno y romper la tensión, por lo que entablo conversación con un chico que acaba de sacar uno de sus gallos de pelea. Mientras, de toda la región comienzan a llegar los primeros participantes con sus maletas caponeras, de dos, tres y hasta cuatro sacos, donde los gallos llegan tras horas de transporte, totalmente inmovilizados. El chico nos cuenta que es criador aficionado, y que la mencionada ley finalmente no incluyó a corridas de toros ni riñas de gallos, pues varios legisladores que apoyan dichas actividades se opusieron. Bajo el murmullo y los sonidos de los botellines de cerveza, escuchamos el tímido y ahogado cacareo de las aves.

Los aleteos, la patas temblorosas bajo los brazos de sus explotadores, los ataques fortuitos entre algunos al encontrarse en la misma zona… El volumen aumenta. Un hombre corpulento entra en la sala y todos miran hacia él. Es el juez, que comienza a calibrar la balanza dando inicio al pesado de los gallos.

Me parece que lo estuviera viendo cuando salió con el gallo debajo del brazo. Le advertí que no fuera a buscar una mala hora en la gallera y él me mostró los dientes y me dijo: “Cállate, que esta tarde nos vamos a podrir de plata”.

Gabriel García Márquez. El coronel no tiene quien le escriba

En la novela El coronel no tiene quien le escriba del escritor colombiano Gabriel García Márquez, otro de los grandes impulsores culturales de esta tradición, el gallo de pelea del coronel encarna el recuerdo de su hijo fallecido y parece servir de vehículo de su frustración y más bajos deseos. A nuestros pies comienzan a aparecer las aves, nerviosas y desconcertadas conforme van saliendo de las maletas. Los socios y aficionados se reconocen entre ellos, la camaradería y las palmadas en la espalda se acompasan, de manera casi ritual, alrededor de la balanza y el posterior sellado identificativo que condicionará los pactos y evitará cambios de gallos.

Las preguntas y comparaciones con las corridas de toros son inevitables, así como la defensa de otras tradiciones regionales de maltrato animal, como el Yawar Fiesta o los enfrentamientos de toros. La conversación ahora es entre varios. Las preguntas incómodas pasan a despotricar contra animalistas y la defensa del sector por los puestos de trabajo y dinero que generan. Estamos generando confianza. Otro aficionado me invita a valorar el plumaje y belleza de sus gallos, insiste en que beba cerveza y el lenguaje oculto comienza a brotar. Con cierta alteración, me confiesa su profundo respeto hacia el animal, lo mucho que todos deben al gallo de pelea. Los valores morales de coraje y gallardía que poseen.

Estas aves herbívoras e insectívoras en realidad carecen de esta agresividad. Esta falsa “violencia natural” es conseguida mediante la inicial selección de los machos (los que en los primeros meses no alcanzan la altura, o demuestran torpeza o poca capacidad de defensa no son rentables, por lo que no se cuidan) y el posterior proceso de entrenamiento y cruce entre ellos. Así es como, durante milenios, hemos creado alrededor de 10.000 tipos de esta especie. Es normal que muestren violencia de manera casi automática al entrar en contacto con otros, ya que han sido entrenados para ello desde los diez o doce meses.

Con estas prácticas desaparece el respeto hacia otras formas de vida, se incita a la violencia y a la utilización de la fuerza bruta como medio de dominación; antivalores estos de la verdadera civilización. Se pierde la identidad cultural de los pueblos al adoptar rezagos de vidas primitivas que no les pertenecen, se estimulan actividades sádicas mediante el sometimiento de animales domésticos a torturas inhumanas para que éstos asuman actitudes salvajes en el momento señalado.

Aníbal Vallejo

 

Espuelas, apuestas, machismo y tradición

Al son de los huaynos y el jaleo, los niños observan con gran atención y parecen aprender de cada mínimo movimiento de los mayores. La afición por las peleas de gallos es transmitida de padres a hijos, y por ello el reglamento permite la asistencia de menores acompañados de sus tutores. Conforme avanza el etiquetado de los gallos, los brazos alzan los boletos para encontrar contrincante y establecer un pacto. Es un momento de mucha intensidad. Suenan apuestas de cientos de soles, hay apretones de manos. Los gallos ya pesados son devueltos a sus caponeras o a las jaulas del piso superior. Algunos galleros se muestran satisfechos por el acuerdo y posan para nuestra cámara.

“Aquí puede usted ver a criadores profesionales apostar hasta tres o cuatro mil soles en una pelea, pero nada que ver con las peleas en México. Allí hay gente que apuesta hasta su carro o la casa”, me dice un participante. Le pregunto por el tipo de pelea. A diferencia de otras zonas de Perú y otros países, donde se practica “a navaja”, aquí la modalidad es el campeonato “a pico y espuela” con gallos de semejantes características. Las espuelas con las que la naturaleza les dotó no son lo suficientemente letales, por lo que se les adhiere una extensión parecida a una aguja y que suele medir hasta cinco centímetros. Es más dolorosa para el animal que la navaja. Atada al dorso de la pata, puede resultar mortal en cualquier fase de la pelea si alcanza la cabeza u órganos vitales.

En nuestra pausa para comer buscamos más referencias literarias sobre gallos y confirmamos otro punto en común con las corridas de toros: ilustres escritores y artistas han sido seguidores de esta costumbre. Entre otros, Jorge Luis Borges admitió, en su creciente ceguera, que echaba de menos las peleas de gallos. Ernest Hemingway poseía su propia gallera en su finca de la Habana, y José María Arguedas fue un conocido entusiasta de esta tradición.

Estará donde esté el despedazado suburbio, los calientes reñideros donde giran los crueles remolinos de acero y aletazo, grito y sangre.

Jorge Luis Borges

De nuevo en el Coliseo, la primera de las 120 peleas programadas comienza. Las apuestas entre galleros se han realizado de palabra, pactando un dinero inicial que se le da al juez antes de la riña. De aquí en adelante y hasta las doce de la noche, los gritos, las afrentas y la embriaguez van en aumento. La gente ya solo tiene ojos para lo que acontece en el ruedo.

Pese a que en condiciones naturales una riña entre gallos suele terminar con la huída de uno de ellos, en las peleas a pico y espuela no hay salida posible y suelen tener una duración de seis minutos hasta que uno cae herido o muere. Las apuestas entre el público, también de palabra, comienzan a darse entre los espectadores. 80, 100, 200 soles son algunas de las que escuchamos. Las rivalidades, gritos eufóricos, las risas y burlas comienzan a entremezclarse con silbidos y salidas de tono hacia la camarera que sirve las bebidas. El olor a cerveza se vuelve al tiempo indistinguible con el del plumaje de los gallos.

Los dueños y espectadores, quizá al contemplar en los gallos la incorruptible valentía y honor del que ellos mismos carecen, se levantan de sus sillas y experimentan gran emoción al ver las peleas. El espectáculo dentro del ruedo es confuso debido a la gran velocidad con la que los gallos combaten. En fugaces e imprevisibles ráfagas y batidas, vemos en ocasiones a un gallo clavar la espuela en su propio cuerpo, llevando al juez a pausar el reloj y desenmarañar al destartalado animal.

Clandestinidad y ecos de prohibición

Los aficionados a las peleas de gallos vigilan muy de cerca el auge del movimiento antitaurino, tanto en Perú como en España. Las muestras de incomodidad son evidentes al responder a sus preguntas sobre lo que ocurre en España. “Ya están abolidas en varias regiones del país”, escuchan como un rumor lejano que acabará por llegarles. Aquí en Latinoamérica las fiestas de maltrato animal resisten con fuerza, y en muchos países como Perú no hay prácticamente intervención del Gobierno en este asunto. Aunque las peleas de gallos ya fueron prohibidas en Brasil, Argentina y Costa Rica, en otros países como Paraguay, que decretó una Ley de Protección y Bienestar Animal en 2013, numerosos activistas han denunciado que estas normas no se aplican. Algo parecido pasa en España, donde las peleas de gallos también se realizan de manera ilegal pese a estar prohibidas, salvo en Andalucía y sobre todo en las Islas Canarias.

Las noticias de arrestos en peleas de gallos clandestinas son internacionales: Estados Unidos, Francia, Bélgica, España, México, Cuba. La opinión social en mayor o menor medida parece dividida entre quienes lo consideran deporte y tradición, y los detractores que piden su prohibición. Seguirá siendo así mientras siga conllevando un negocio fructífero para criadores y empresarios, además de una alternativa rápida de conseguir dinero para los jóvenes.

Bajo la luz cenital de los focos, el césped artificial del ruedo se va cubriendo de plumas, uñas, trozos de pico y manchas de sangre. Alguna de las peleas termina en menos de un minuto por un espolonazo certero que deja inconsciente o muerto a uno de los gallos, y su dueño pasa al grupo de ganadores que se repartirán el premio del día. Las heridas y los daños en los cuerpos son múltiples: espatado, chapín, piquetes... Algunos pinchazos dejan al gallo desalado, llevando al animal a moverse arrastrando el cuerpo de costado.

Es una veneración hacia el animal proporcional a su beneficio con él. En las peleas a navaja el porcentaje de aves muertas en combate es mayor que a espuela. “Entre un diez y un quince por ciento mueren”, nos dicen cerca del ring. Sobre los gallos perdedores que quedan muy dañados es evidente su destino, pero no sabemos qué ocurre con algunos ganadores que terminan también con graves heridas. “De la gallera a la cazuela”, nos contesta el mismo gallero. Si ya no va a pelear bien ya no hay motivo para seguir cuidándolo, ya que podría costarles la pelea y sus apuestas.

Carmelo y su anti-épico final

Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo. Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos, inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, y estiró sus débiles patitas escamosas y, mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.

Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo. Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos, inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, y estiró sus débiles patitas escamosas y, mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.Abraham Valdelomar. El caballero Carmelo

El profundo respeto al animal que nos comentaba el gallero se torna inexistente tras las peleas. Si está gravemente herido le cortan el cuello en el lavadero de un cuarto de baño. Los que tienen heridas o han fallecido van directos a su maleta caponera. No hay lágrimas por ellos como las que dedica la familia al gallo Carmelo en el relato de Valdelomar. En este, el niño se despide de él: “... flor y nata de paladines y último vástago de aquellos gallos de sangre y raza”. Tampoco aquí hay odas ni metáforas nostálgicas del colonialismo español, que importó esta costumbre hace cinco siglos.

Traídos al mundo, criados y cuidados con el único propósito del disfrute sádico y el entretenimiento, cientos de animales sintientes entran y salen del ruedo ante nosotros en una tarde de maltrato y sufrimiento intencionados. En las peleas de gallos no hay nada de honorable, tampoco valentía o cualquier valor humano de crecimiento válido para el siglo XXI. Es tan solo otra pieza más del catálogo de aberraciones de la cultura del maltrato animal.

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