Cuentan les historiadores que Temístocles, el gran general-político ateniense, mientras se dirigía a enfrentar a los persas durante las guerras médicas, vio a dos gallos librando un cruento enfrentamiento. Esa lucha le dio una excelente oportunidad para arengar a sus tropas, declarando: “Esos gallos no se esfuerzan por defender a la patria ni a sus dioses, no luchan por las tumbas de sus antepasados ni por la gloria, la libertad o por sus hijos. Se pelean para no resultar vencidos y para no ceder ante el adversario.”
Me encontré por primera vez con esta historia en el libro de Nicole Loraux La ciudad dividida. En esa obra magnífica la autora explora el temor de les antigües griegues a lo que nosotres actualmente llamamos “guerra civil” y elles nombraban más expresivamente como “luchas intestinas”. Por mucho que se juramentaron contra el miedo a destriparse entre sí, ese temor nunca les abandonó. No es que no lo intentaron, sino que es una tarea imposible para una cultura que ennobleció, exaltó y racionalizó la guerra. Actualmente no nos va mucho mejor. Las fábulas que les griegues inventaron, les romanes propagaron y les modernes adoptaron se han naturalizado hasta el punto de que ni siquiera se nos ocurre cuestionarlas. O más bien, no se nos ocurría, porque en las últimas décadas las concepciones heredadas están perdiendo el aura que las hacía incontrovertibles.
Aunque parezca una anécdota menor, podríamos situar el discurso de Temístocles como el nacimiento de una filosofía predadora. Entiéndase bien, no el comienzo de la actividad depredadora humana, sino del discurso que no sólo la justifica sino que la exalta. En este discurso es donde se expresan las grandes hebras que construyeron la trama patriarcal.
Los gallos resultaron importantísimos, ya que fueron utilizados para contraponer la lucha animal (que, según nuestro imaginario cultural heredado, está basada en el instinto) y las guerras que libran los hombres (que nos dicen que son el fruto de las más elevadas razones). Tendemos a creerlo porque es parte inseparable de la atmósfera en la que vivimos. Nos adiestran contándonos machaconamente el cuento del hombre-varón como una excepción en la naturaleza y como portaestandarte de la racionalidad.
Seguimos racionalizando-justificando las guerras entre humanes y la depredación de todo lo demás con argumentos muy semejantes a los de Temístocles, solo que los dioses olímpicos han sido reemplazados por el dios laico de la productividad y el espíritu del santo progreso.
Antonio Machado, gran pensador además de poeta, nos alertó sobre ese culto racionalista cuando señaló que en la antigua Grecia la fe en los dioses no fue sustituida por la razón, sino por la fe en la razón. La diferencia es abismal.
Los mitos divinos fueron suplantados por fábulas racionales, que nos cuentan que nuestras batallas son nobles pero las luchas entre los animales son brutales, que nuestros guerreros son héroes mientras los animales son sanguinarios. Casi todos los términos relacionados con el mal y la crueldad provienen de palabras relacionadas con los animales: brutal, bestial, feroz... O directamente decimos que se trata de acciones inhumanas. En cambio, al trato justo, generoso, cuidadoso, amable lo llamamos humano, siendo como somos la especie más predadora, sanguinaria y cruel de este planeta y la única capaz de destruirse mutuamente.
Pero no termina allí la narrativa de la excepcionalidad, que es siempre correlativa a la invención de la animalidad. Todes hemos escuchado una y mil veces que el pez grande se come al chico y que “el hombre es el lobo del hombre” (una frase de Plauto hecha famosa por Hobbes en su fundamentación del Estado moderno). Nuestro sistema educativo recalca los aspectos predadores de los animales pero casi nunca menciona la inmensa importancia, la enorme extensión y el gran valor de la simbiosis y la colaboración entre todos los seres vivientes, tanto de la misma especie como con otras. No nos enseñan que muchos peces pequeños, lejos de ser comidos por los grandes, resultan protegidos por ellos; por ejemplo, el pez rémora y el tiburón, que establecen una relación de cuidado mutuo: el pez pequeño ayuda al tiburón eliminando los ectoparásitos y limpiando el tejido epidérmico del pez más grande, que a su vez éste protege a la rémora de los predadores.
Es un lugar común decir que la ley de la selva consiste en destruirse les unes a les otres mientras que la ley civil es la expresión de la bondad humana, que garantiza nuestra seguridad. Sin embargo, tanto la esclavitud como los genocidios han sido legales. Lo llamativo del caso es que los lobos no suelen matarse entre ellos, aunque desde luego pelean entre sí. También se cuidan y protegen mutuamente. Y, como si esto fuera poco, la selva, en las antípodas de esta narrativa inhospitalaria que hemos inventado, es el ecosistema más generativo, fecundo y diverso del planeta.
Volvamos ahora a los gallos. ¿Es propia de ellos la lucha intestina? Desde luego que no. Aunque pueden ser agresivos, muy raramente llegan a matarse, salvo cuando han sido entrenados, seleccionados artificialmente durante generaciones y llevados a hacerlo en un reñidero diseñado por los hombres. El famoso instinto asesino de los gallos de pelea es tan “natural” como la cuadratura de los tomates modificados genéticamente. Uno de los tantos inventos de los ingenieros de la eficiencia que no querían perder espacio al empaquetarlos y así los hicieron más rentables.
Esos tomates no tuvieron éxito, pero la ilusión machista de la nobleza de la guerra aún persiste, y la filosofía predadora a la que dio origen, lejos de retroceder, está en plena expansión en este siglo XXI. No es de extrañar que lo esté, cuando nuestra forma de vida ha privilegiado la razón instrumental, que concibe todo lo que existe como un recurso para les humanes y no como otras formas de vida compañeras. Los gallos siguen siendo utilizados como metáfora de virilidad y, al mismo tiempo, para degradarlos por su animalidad. Esta ambigüedad entre la valoración y el desprecio la hemos heredado y también sostenido. Al mismo tiempo, son objeto concreto de la crueldad patriarcal en ese “deporte” siniestro conocido como pelea de gallos, que los obliga a enfrentarse para el regodeo de les espectadores-apostadores. Los combates sanguinarios entre estos animales son el producto de la selección artificial, el entrenamiento y la instigación constante de los varones humanos, no la expresión de ninguna agresividad natural incontenible. La pelea es uno de los primeros “juegos” masculinos registrados en la historia, que además se ha extendido por casi todo el globo terrestre: de Bali a Angkor Wat, de Atenas a Londres, de España a Latinoamérica, por lo general a través de las conquistas imperiales. Las narraciones asociadas a las peleas de gallos han contado con la pluma de ilustres escritores como Esquilo, Hemingway y Gabriel García Márquez, entre muchos otros. ¡Hasta las mencionan en el Kamasutra, instando a las mujeres a aprender sus reglas para agradar a los hombres en las conversaciones del lecho!
Esta expansión y duración en el tiempo nos ayudará a entender cabalmente la fuerza de las fábulas de la pelea de gallos en la figuración patriarcal. También merecen ser recordadas las canciones sobre gallos negros y también rojos que se cantaron en la resistencia española al fascismo. Aunque se los opone, siempre se trata de gallos, en eso no hay grietas ideológicas. El machismo‑leninismo no es menos patriarcal que el liberal o el fascista.
La metáfora de la virilidad ligada al gallo, así como la práctica de las peleas, sigue vigente hoy en todo el planeta, a pesar o incluso a veces favorecida por las prohibiciones. Como muestra, considero suficiente el hecho de que hasta se celebran “olimpíadas” de este “deporte”. Si tuviera alguna duda del sesgo machista de esta actividad, las fotos de la entrega de la gran copa con el campeón rodeado de las misses que engalanan su hombría bastaría para quitármela.
A pesar de ser una práctica tan extendida, la pelea de gallos pasó desapercibida para les antropólogues hasta que tanto Clifford Geertz como Gregory Bateson y Margaret Mead coincidieron en darle una gran importancia. Sus investigaciones se centraron en Bali y dejaron bien en claro la estrechísima relación entre los gallos y la masculinidad. Varias generaciones de antropólogues en todo el mundo han encontrado y publicado hallazgos semejantes.
Mi interés radica especialmente en la forma en que la cultura patriarcal occidental ha utilizado al gallo como figura de contraste para la justificación e incluso el ennoblecimiento de la guerra y como fábula fundante de la ilusoria excepcionalidad del hombre.
Las peleas de gallos pueden ser pensadas como poderosísimas metáforas generativas del pensamiento de los hombres-machos sobre sí mismos. Geertz planteó que las historias de gallos son narraciones que se cuentan los habitantes de Bali a sí mismos. Olvidó mencionar que esa historia excluye totalmente a las mujeres, de modo que no solo quedaron eliminadas del cuento machista de Bali sino también del que construyó el antropólogo. Son historias de machos que pretenden ser la historia de la humanidad -absurdamente universal-. Es a la vez una historia de la disociación (de los hombres respecto al animal), de exclusión (de las mujeres de la racionalidad) y de subordinación (de todes al hombre-héroe-triunfador). Considero crucial comprenderla porque, como en el Aleph de Borges, el reñidero condensa todo un modo de existencia patriarcal.
En Bali, la palabra que designa al gallo, sabung, se usa metafóricamente para aludir al héroe, al guerrero, al campeón, al donjuán o al tipo duro. En inglés, cock es la forma vulgar de referirse al pene-falo, al líder, y también designa el hecho de empujar la pieza necesaria de un arma hasta su posición para que esté lista para disparar. En castellano la asociación genital no es tan obvia, pero tanto en España como en muchos países de Latinoamérica una de las maneras de nombrar a quienes van por el mundo ostentando su machismo es llamarlos gallitos.
Les antropólogues nos han mostrado que las peleas de gallos en todo el mundo son expresiones de la masculinidad patriarcal inherentemente competitiva. Los resultados de las peleas confieren estatus, dignidad y honor al ganador -un valor masculino negado a las mujeres-.
En diferentes culturas se compara la pelea de gallos con los juicios en los tribunales, con las guerras, con las discusiones políticas y con las riñas callejeras. Por eso su análisis va mucho más allá de los límites del reñidero para dar cuenta de rasgos centrales de la cultura patriarcal: no sólo la crueldad, sino también la jerarquía y el modo en que ambas se justifican, racionalizan y glorifican.
Cliford Geertz sostiene que a nivel emocional la riña da lugar al “estremecimiento del riesgo, la desesperación de la pérdida, el placer del triunfo”. Pero aclara que no se trata únicamente de una cuestión afectiva, ya que su interés radica no sólo en “que el riesgo sea excitante, que perder sea deprimente y que triunfar sea gratificante (banales tautologías de afecto), sino que de esas emociones así ejemplificadas está constituida la sociedad y que ellas son las que unen a los individuos”. Es decir, según Geertz, para los balineses asistir a las peleas de gallos y participar en ellas es una especie de educación sentimental. Me permito agregar que no sólo para ellos, sino también para todos los demás machos de la tierra, aunque el significado específico para cada pueblo estará entretejido en cada caso según la idiosincrasia de su cultura. Coincido con Geertz en que la cuestión principal relacionada con la pelea de gallos es la relación de los hombres-varones con la furia y también con el temor a la furia. Me permito añadir que este temor ha sido decisivo para gestar el patriarcado occidental como una cultura centrada en el control o, más precisamente, en la ilusión de control.
Dice Geertz que a través de las peleas de gallos los machos pretenden sujetar el furor a “una serie de reglas que, por un lado, las contienen y que, por otro, les permiten desplegarse, crear una estructura”. Así es, pero considero imprescindible destacar que esa ilusión de seguridad tiene patas cortas y vida efímera, que ese control del que se jactan les gobernantes, líderes y dirigentes es imaginario. En lugar de eliminar la ambigüedad entre la admiración y el desprecio por la furia animal, lo que se ha hecho es acentuarla a través del ritual. Nuestras olimpíadas son otra forma de ritual que para les antigues griegues como Temístocles solo podía darse entre iguales (es decir entre machos griegos) y que era la expresión de una actividad guiada por reglas de honor, en la que la furia combativa se encauzaba. Los rituales continúan a pesar de que obviamente nunca evitaron las guerras intestinas sino que, por el contrario, reforzaron la cultura competitiva y combativa.
La gran fantasía de los machos guerreros-ciudadanos fue creer que dominaban la vida con sus reglas, que la razón permitía controlar sus afectos, que podían gobernarse a sí mismos a voluntad. Creían espantar el peligro de la discordia entre ellos con juramentos sagrados que les permitían a la vez desplegar la furia contra les extranjeres -convertidos en bárbares y enemigues- y contenerla cuando surgía contra “hermanos” de la ciudad. La razón se ocupó no solo de justificar como algo “natural” la conquista de les extranjeres, incluso hasta el exterminio, sino también de enaltecerla como la más alta virtud que otorgaba la gloria y el honor a los que triunfaban. Pero esa racionalidad disociada del cuerpo, de los afectos, de la vida, es tan solo una fantasía, así como fue una quimera la idea de espantar las luchas intestinas declarándose hermanos y juramentándose para evitarlas. Estas imaginaciones no son inocuas, tienen efectos en nuestras acciones, forman parte de nuestro modo de vivir, que siempre es convivir. A través de los gallos, el imaginario patriarcal glorifica la guerra y degrada a les extranjeres. La tragedia de Esquilo Los Persas fue crucial en la construcción de la imagen de aquellos a los que iban a combatir, que son reiteradamente llamados “gallos” para degradarlos. Pero no sólo eso: el mito del macho-racional que trasciende la furia animal configura una jerarquía entre les humanes, con el macho-líder en la cima, y degrada a todes les otres: mujeres, esclaves, niñes, varones subalternos, etc. Así se fue estructurando el modo de vida patriarcal, basado en la conquista, la competencia, el enfrentamiento, el control, la dominación y la jerarquía.
Las fabulas racionalistas sobre los gallos y la organización de las peleas entre estos animales siguen teniendo un lugar destacado porque es preciso reiterar los mitos que organizan el imaginario, incluido el de los racionalistas, que no es ninguna excepción. La naturaleza humana fue inventada en el contraste con la naturaleza animal. Temístocles y también Platón y Aristóteles se otorgaron a sí mismos la posibilidad de transcender la animalidad gracias a la razón. Una fantasía que fue retomada y remodelada por Descartes, que profundizó aún más la separación, generando un enfrentamiento entre el hombre y la naturaleza y correlativamente, entre la mente racional y el cuerpo instintivo. Según estos mitos racionales los animales no pueden regular su furia ni encauzarla hacia altos ideales, como se jactaban de hacer los varones guerreros-ciudadanos que fundaron nuestra cultura y como refrendó el pensamiento filosófico. Con ellos nació la ilusión de que los hombres‑varones pueden y, más aún, deben tener un control racional‑voluntario de sus furias y de la vida en general, mientras que todas las demás criaturas, ya sean mujeres humanas, varones esclavos o bárbaros, gallos y todas los demás habitantes que pueblan la tierra serían incapaces de tales hazañas.
Esta fábula de control racional es inseparable de la supuesta incapacidad de control animal y, además, nos exige una opción dicotómica, sin otras alternativas posibles. Por eso es tan importante comprender el carácter ilusorio el control racional humano como la noción falaz del descontrol animal. Temple Grandin, una de las voces más interesantes en relación a la vida animal, sostiene que“todos los animales tienen medios de controlar la agresividad” y que “hay muy pocos animales adultos, aparte de los humanos, que se ataquen unos a otros tan violentamente como para que muera uno de ellos”. Lo que ella llama control, siguiendo la tradición, prefiero llamarlo modulación. El control, si nos ponemos a pensar, es un valor digital: tenemos o no tenemos control, no tiene sentido afirmar que tenemos un poco de control, como no lo tiene decir que estamos un poco embarazadas. En cualquier caso, todos los animales aprenden en la convivencia a modular y orientar la agresividad. Algo que cualquiera que conviva con animales en su casa o que haya vivido entre animales ha podido experimentar. La modulación de la tendencia agresiva es imprescindible para la continuidad de la vida. Si no fuera así, los animales no habrían podido sobrevivir a su propia furia y se habrían extinguido.
Lo más paradójico de estos planteos, y también lo más peligroso, es que la racionalidad moderna, que se presenta como el sumo bien, lejos de permitirnos una modulación más favorable a la convivencia, industrializó nuestra capacidad asesina -como han mostrado las guerras mundiales- y al disciplinar los afectos inhibió la piedad, que podría haber evitado infinidad de matanzas, como sostienen tanto Hanna Arendt como Zygmunt Bauman. Ningún gallo-animal hubiera mirado impávido, ni se hubiera desentendido del destino fatal de una fila de gallitos conducidos al matadero; solo los seres humanos, que disciplinaron los afectos a fuerza de justificaciones racionales y construyeron modos de vida basados en la obediencia y en una moral instrumental, pudimos hacerlo.
Veinticinco siglos de una historia humana pródiga en matanzas, tanto entre extranjeres como entre hermanes, ya sea de sangre o que así se declararon, incluides les griegues que se juramentaron para evitarlo, muestran la falacia de los cacareos racionales. La racionalidad que invocan es un mito. Y no solo eso: guerras de todo tipo, femicidios e infanticidios, esclavitud y tortura, depredación de nuestra casa-tierra, polución del aire y las aguas, han sido gestadas en nombre de las deidades racionales: el progreso y la productividad. Todo porque esa razón instrumental concibe a la existencia de les demás como un recurso para que el hombre-macho se enseñoree.
¿No será hora de empezar a reflexionar sobre esta racionalidad patriarcal predadora que se presenta como el único saber verdadero y como el modelo del bien, y dejar a los gallos en paz?
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