Los Sanfermines del 2019 han acabado con un balance de 35 personas atendidas en el Complejo Hospitalario de Navarra, con heridas de diversa consideración. Ha habido ocho corredores heridos de gravedad por asta de toro. Y 56 toros asesinados.
Después de saber estos datos, chocan las declaraciones de Enrique Maya, alcalde de Pamplona/Iruña, quien destaca la “normalidad” y el buen ambiente con el que han transcurrido estos Sanfermines. Lo que deducimos de estas declaraciones es que lo normal en estas fiestas es que haya personas corneadas, personas que hayan expuesto sus vidas ante unos animales acosados que solo corren para poner a salvo las suyas. Es más, si no fuera así ya no sería normal, podríamos concluir. La tortura y muerte de los toros ya va programada. ¿Acaso alguien puede imaginarse unos encierros en Pamplona sin, por lo menos, heridos graves? Quizás esta pregunta subyace bajo ese discurso del sr. alcalde.
En esta línea de naturalización del maltrato animal y el enaltecimiento del peligro mortal de los humanos, también tienen importancia los eufemismos: cuando un encierro ha sido peligroso para los corredores, e incluso ha habido corredores corneados, se dice que ha sido un encierro “emocionante”. Estas situaciones se dan cuando un toro queda rezagado de la manada por una caída u otra causa. En estos casos el animal se siente desprotegido por estar solo, e intenta defenderse de lo que él percibe como otros animales agresores, los humanos (y está en lo cierto).
Hay un sector rancio y conservador entre los corredores asiduos a estos encierros que defiende este tipo de emoción en los Sanfermines. Rechazan que el Ayuntamiento ponga antideslizante en las calles para que, así, los toros se sigan resbalando en las curvas (el asfalto no está hecho para sus pezuñas) y algunos se queden rezagados; al parecer, es muy divertido para ellos ver a los animales desorientados, buscando a su manada con desesperación entre una muchedumbre de animales humanos que les acosan, les provocan y les gritan (lo cual es en sí mismo una tortura para ellos, puesto que los toros tienen muy desarrollado el oído). Por el mismo motivo, esas personas han protagonizado sentadas, durante estos pasados encierros, para reclamar que los bueyes no encabecen las manadas en las carreras (¡no vaya a ser que esto se convierta en un encierro civilizado, sin que nadie salga herido o muerto, con la única función de llevar a los toros a la plaza donde serán asesinados por la tarde!).
Podríamos hablar largo y tendido sobre este tema y sobre el éxito y repercusión de estas fiestas a pesar de todo. En este caso, el éxito y la normalización van de la mano; un elemento se apoya en el otro para continuar un camino que, como toda tradición, está inmersa en un proceso de cambio.
La universalidad del fenómeno San Fermín -que algunos achacan principalmente al apoyo que tuvo en su momento por parte de Ernest Hemingway- se explica desde la antropología y otras disciplinas. Pero esos estudios, en su mayoría, explican el fenómeno desde un punto de vista funcional, como, por ejemplo, las ceremonias-catarsis, que tienen una función de afianzamiento del grupo. Todos los estudios antropológicos al respecto son claramente especistas, en ellos el maltrato animal es obviado, y se analiza la figura del toro en los Sanfermines en referencia a lo que aporta o no al evento, como cualquier otro factor, como cualquier objeto.
El maltrato animal es la piedra angular sobre la que se sustentan todos los demás elementos de la fiesta, al menos en su dimensión internacional. Y este maltrato animal -que comienza que aún antes del en momento que secuestran a los toros de sus manadas en las dehesas- es la plataforma sobre la que se ha edificado el éxito de la celebración. Pero, para llevar a cabo esta construcción con éxito, ha sido necesario ocultar al público, mayoritariamente foráneo, la parte más cruel del proceso: la tortura y matanza de los toros en la plaza.
La mayoría de los participantes extranjeros en los encierros, o que simplemente visitan la ciudad de Pamplona durante esas fechas, desconocen el destino trágico que espera a esos animales que corren cada mañana de forma atropellada, buscando desesperadamente una salida que les lleve de nuevo a la libertad. Entre los extranjeros, hay quien sabe que esos toros serán toreados en la plaza de torturas, pero muchos otros desconocen el hecho de que, finalmente, se les mata allí con la crueldad que ya conocemos.
Cuando viví en Londres, tuve que explicar a unos amigos australianos que, al contrario de lo que ellos pensaban, a los toros no se les dejaba en libertad después de llegar a la plaza, y que eran torturados y matados por toreros. Incluso les tuve que explicar en qué consistía una corrida de toros, porque en sus mentes sólo tenían algunas ideas erróneas sobre el tema. De esto hace 25 años, y mucho me temo que esa ignorancia sobre la suerte de los animales que se usan en San Fermín permanece intacta entre los extranjeros que visitan actualmente Pamplona.
Nadie que pertenezca al ámbito de la organización de los Sanfermines está interesado en dar trascendencia y publicidad a esa fase del maltrato animal, y todos sabemos la razón: fuera de España, y algún otro país sudamericano, la tauromaquia es vista sin filtros, sin la venda cultural y el adoctrinamiento al que hemos sido sometidos desde la infancia en este país. Para un holandés, un australiano o un canadiense, una corrida de toros es, simplemente, lo que es objetivamente: un espectáculo donde la gente disfruta con el acuchillamiento -perpetrado por unos personajes vestidos de forma ridícula- de un animal, una tortura y una muerte organizadas para alargar la agonía -y con ello el “disfrute” del público- de un pobre toro que solo intenta defenderse de sus agresores, consciente de que no hay salida y de que lo han llevado a una encerrona.
Por otro lado, la otra parte del maltrato, los encierros, son objeto de una normalización necesaria, porque encarnan los momentos y las escenas más representativas y simbólicas de los Sanfermines. Durante las últimas décadas hemos sido testigos de un despliegue sistemático y un marketing exquisito para invisibilizar el sufrimiento de los toros cuando corren entre un tumulto de personas vociferantes. No se han escatimado medios públicos ni privados para que los encierros sean percibidos como una sana diversión, tanto para los corredores como para los toros; escuchando a algunos comentaristas, casi se podría elevar a una subcategoría deportiva. Se les olvidan dos pequeños matices: los toros están en estado de pánico y estrés, y los corredores están poniendo en peligro su vida.
Todo este largo, potente y subvencionado proceso de naturalización converge para que cada verano nos parezca normal que se abran telediarios nacionales y locales con la imagen de unos bóvidos aterrados, resbalando por las estrechas calles de una ciudad que convulsiona a su paso como si fuera un enjambre de abejas atacando, una muchedumbre que suprime el pensamiento individual y el juicio crítico, quedando convertida en una masa informe, ajena al infierno interior que cada toro soporta en cada metro de su carrera hacia una muerte segura.
Pese a todo ello, los Sanfermines deberán adaptarse a los cambios que ya demanda nuestra sociedad. La propia sociedad pamplonica ya ha comenzado a cuestionar y pedir unos Sanfermines sin corridas de toros, lo que sería un primer paso importante en la erradicación del maltrato animal en las fiestas. Hay una corriente de opinión creciente que muestra una nueva sensibilidad hacia los animales, una corriente que, finalmente, ayudará a que Pamplona realice la transición hacia una celebración de San Fermín amable, inclusiva, sin violencia, donde no se use a los animales de ninguna manera para disfrutar de sus fiestas.
En el camino de la evolución, debe darse el siguiente gran paso para que los pamplonicas hagan de sus Sanfermines una fiesta más ética, y propia del siglo XXI.