Defender la escuela pública
Hace unos días vi a Candela Peña defender en La Resistencia el papel de los docentes de la escuela pública. Enfocaban a una profesora que estaba sentada en el público y que, lógicamente, aplaudía o alzaba los puños en señal de ánimo o victoria. Evidentemente, como profesor de la pública que soy, cualquier elogio a nuestra profesión es bien recibido, habida cuenta de cómo estamos, del desprecio social de nuestro trabajo y de la ridiculización que sufrimos incluso por el propio Ministerio de Educación y las Consejerías pertinentes, que nos tratan como a imbéciles.
Siempre he pensado que la batalla por la educación pública está mal planteada. La responsabilidad de su defensa no puede caer, o no solamente, sobre la figura del profesor que, a fin de cuentas, no es otra cosa que un currante, y buenos currantes los hay tanto en la pública como en la concertada-privada. Malos también los hay, efectivamente, en ambas opciones. Independientemente de la cuestión del modelo educativo, que nos llevaría a otro debate, cuando hablamos de defender la escuela pública lo que estamos haciendo es reivindicar el derecho a una buena educación pública de calidad, derecho que no es de los profesores que se manifiestan, escriben en la prensa, hacen huelga… sino de su alumnado. Da la sensación de que al que más le preocupa el problema es al profesorado. Vayan a Facebook o a Twitter, por ejemplo. Vean los perfiles de docentes preocupados por el destino de nuestra maltrecha educación.
El docente responde porque, junto con la pauperización de la enseñanza, la administración educativa ha construido una narrativa culpabilizadora que lo pone en el centro de la diana. Es mucho más barato que reconocer lo que pasa, claro. Pero, realmente, quienes deberían estar alzando la voz por las reducciones de ratio, por la financiación, por las becas, por la desaparición de las asignaturas, por la titulación con tres materias suspendidas, con la promoción con cinco o seis materias… son las familias de los alumnos que están estudiando en nuestro sistema público. ¿Cómo es posible que no haya movilizaciones sociales que denuncien la incompetencia lingüística de nuestros jóvenes? ¿Cómo puede ser que un alumno termine con 16 años una secundaria con tres asignaturas suspendidas, sin entender correctamente lo que lee y sin saber escribir decentemente? ¿Cómo puede ser que las familias toleren aulas con 35-38 alumnos, cuando supuestamente la educación debe ser individualizada y las sesiones duran 55 minutos? ¿Cuántos minutos por alumno? ¿De verdad que las familias no van a protestar por el regreso de esas ratios tan dañinas tras el año COVID? ¿Cómo miles de padres dejan que nuestra escuela reduzca las posibilidades de progreso intelectual de sus hijos? ¿Cómo seguimos con nuestra vida diaria cuando toda una ministra de Educación dice públicamente que ya no hay que estudiar tantos contenidos porque todo está en internet? ¿Si imaginan ustedes a un cirujano buscando en Google qué bisturí tiene que coger y por dónde tiene que cortar? Podríamos seguir.
Desde luego nos enfrentamos a generaciones que, ya se sabe, van a vivir peor que sus progenitores. Sus expectativas de futuro son malas y los trabajos que les esperan van a ser muy precarios. Que a nadie le quepa la menor duda de que para tolerar la precariedad laborar hace falta, primero, educar en la precariedad intelectual. Sin decirlo, la escuela neoliberal está potenciando otras opciones de estudio que, me temo, serán las que tendrán que tomar un número elevado de quienes quieran seguir estudiando. Al final va a resultar que, bajo la palabrería progre y la apelación a la igualdad (siempre por abajo), lo que esconde el Ministerio de Educación, no ahora con la próxima LOMLOE, sino desde hace décadas, es la defensa de la privatización escolar. Dilapidar la enseñanza pública, demoler el conocimiento, reducir la exigencia para que ese conocimiento vuelva a estar en manos de unos pocos. Pero, queridos padres, queridas madres, no olvidéis de que estamos hablando del aprendizaje de vuestros hijos, de su futuro, no de las condiciones laborales de sus profesores. Nosotros les daremos clase tanto si son 15 como si son 35, pero serán ellos los que reciban una mejor o peor atención. Un alumno siempre es un sujeto en tránsito hacia la vida adulta, hacia la categoría de ciudadano, por eso cualquier pedagogía que ponga al niño en el centro es una estafa. En el centro de cualquier sistema educativo debe estar el conocimiento. Así que lo que ocurra en la escuela, les ocurrirá a los estudiantes y determinará sus vidas. Esto es importante no olvidarlo. Sólo el conocimiento objetivo puede garantizar una vida libre. Pero os dirán que no. Porque el conocimiento es poder y el poder no interesa que esté en manos de la mayoría.
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