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El despido de Berlusconi
Tenía el país a sus pies, decían que media Italia trabajaba para él y la otra media quería hacerlo, sus opositores debían sufrir terribles campañas de difamación en los periódicos y televisiones que controlaba, buscaba como amigos lo peor de cada casa, gente vinculada a la camorra, directores de periódicos expertos en fabricar dossieres con informaciones falsas, proxenetas que traficaban con muchachas menores de edad. Todo eso era Silvio Berlusconi, y con su forma de estar y hacer política podía ser un primer ministro más de una potencia de la Unión Europea.
Pero cometió un tremendo error. No se adaptó a los tiempos. Pensaba que el palacio chigi era suyo, se sentía dueño de Italia, se declaraba ungido por Dios y era capaz de presentarse a unas elecciones en un cartel electoral con un casco de albañil y el lema “el presidente obrero”. Ese presidente se olvidaba del lema electoral y se convertía en el promotor de leyes que indultaban a empresarios que habían estafado, puro corporativismo. El jefe de gobierno que desprestigió a su país por sus corruptelas políticas y los abusos de todo tipo que protagonizaba. El Vaticano debería explicar por qué mantuvo tanto silencio ante un gobernante tan inmoral desde el punto de vista católico.
Il Cavaliere se había olvidado que ya no mandan las urnas. Que ya no basta con controlar la opinión pública para lograr una mayoría suficiente para gobernar. La política ya no se hace comprando voluntades a partir de una democracia formal. Ahora los amos son unos señores que compran y venden deudas de los estados, unos señores que saben ganar dinero de forma más rápida que el propio Berlusconi, unos mercaderes que no necesitan cambiar las leyes porque no tienen leyes. Pero tienen el poder suficiente para cambiar gobiernos, para provocar la dimisión de un primer ministro que se atreve a convocar un referéndum o un presidente que no hace los deberes a tiempo. Los mercados mandan, y mandan tanto que son capaces de echar de palacio a un caballero ungido por Dios que se sentía inmortal.
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Juan Garcia Luján
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