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Indutiae Olympicae

Corredores en un ánfora-trofeo de cerámica de figuras negras (333-332 a. C.). British Museum.

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Si hay algún elemento que caracterizó a las antiguas ciudades griegas, las llamadas poleis, fue la pugna constante por el control de los recursos en un territorio tan fragmentado como era el extremo sur de la península balcánica. Esto se materializaba en una permanente situación de conflictividad bélica entre las ciudades vecinas o, incluso, entre varias de ellas frente a otras. De hecho, nunca se podrá hablar abiertamente para el periodo antiguo de algo parecido a un estado llamado Grecia. Ni tan siquiera esa palabra era empleada por los propios griegos, sino que empleaban el término “Hélade” para describir un territorio amplio que podía abarcar desde las costas de la actual Turquía hasta colonias y asentamientos del sur de Francia o la costa ibérica. En ese espacio entendían que había pueblos que compartían entre ellos elementos culturales, lingüísticos, económicos y religiosos que les diferenciaba del resto de pueblos a quienes definían con el genérico de “bárbaros”. 

Esa identidad común tan indefinida se sustentaba periódicamente sobre elementos o hitos que eran identificados como panhelénicos y que funcionaban como “pegamento” identitario común. Los dioses siempre han funcionado como aglutinadores de poblaciones y los festivales que se realizan en torno a ellos –fijémonos en cualquier romería–, son momentos idóneos para revitalizar los lazos comunes por encima de las diferencias. En el mundo griego antiguo las celebraciones en honor a las divinidades principales no se reducían a procesiones o sacrificios. En una cultura que había otorgado protagonismo al individuo, los ejercicios físicos eran una manifestación más de devoción a los dioses; por eso las pruebas agonísticas protagonizadas por los atletas tenían cabida en los grandes festivales en honor a las divinidades más relevantes. De entre estos momentos, los celebrados cada cuatro años en Olimpia, la ciudad que acogía el culto más importante del padre de los dioses, Zeus, tenían un reconocimiento superior por parte de todas las ciudades griegas repartidas por los confines del Mediterráneo. La tradición se remonta al año 776 a.C. cuando se celebraron por primera vez y su valor fue tal que esta cronología sirvió durante mucho tiempo como una manera de contar el paso de los años (X años desde la 1.ª Olimpiada). 

En un contexto como el que he explicado al principio, podría producirse una contradicción entre esos conflictos militares entre ciudades griegas y la voluntad de que cada cuatro años cualquier ciudadano varón pudiera honrar a Zeus compitiendo en las pruebas atléticas que se desarrollarían en el estadio construido en Olimpia. Para poder encontrar una solución a este problema se acordó establecer una “tregua olímpica”. Los griegos usaron la expresión ekecheiria que hace referencia al término ‘inmunidad’, pero que en la práctica establecía que cuando se convocaban los juegos en Olimpia, se declaraba una tregua de tres meses entre todas las ciudades griegas en conflicto y se otorgaba un salvoconducto para que quienes fueran a participar en las pruebas pudieran llegar sin problemas hasta la ciudad. No podemos ignorar que una medida como esta solo podía ser respetada si sobre ella se imponía un elemento sancionador potente. En este caso, los griegos atribuyeron esta idea a un oráculo del dios Apolo de Delfos, que tenía el máximo prestigio en la antigüedad. Por supuesto, no podemos ignorar que durante los casi once siglos que estuvieron vigentes los Juegos Olímpicos (hasta su prohibición por el emperador cristiano Teodosio en el año 392), hubo muchos casos en los que bien naciones extranjeras o particulares protagonizaron sonoros incumplimientos de esta indutiae Olympicae. Sin embargo, las excepciones son puntuales frente al amplio cumplimiento y arbitraje de un acuerdo que anteponía la paz y la racionalidad ante la guerra y los intereses oscuros que las desencadenan o perpetúan. 

En el ideario que inspiró la recuperación del espíritu olímpico en 1896 con la celebración de la I Olimpiada Moderna organizada en Atenas, la idea de la pax olímpica estaba presente y el Comité Olímpico Internacional ha velado por la creación de un Centro Internacional para la Tregua Olímpica. De ahí que el periodo enmarcado durante la celebración de unos Juegos Olímpicos debería estar amparado por la voluntad de cumplir esta tradición antigua. Sin embargo, los 128 años que llevamos celebrando las nuevas olimpiadas han estado marcados por una total incapacidad para alcanzar algo parecido a un alto el fuego en los numerosos conflictos bélicos que se iniciaron con el siglo XX y que continúan en nuestros días. Las dos guerras mundiales son relevantes, pero las demás convocatorias siempre han tenido cerca algún tipo de conflicto armado abierto que no cesó durante las semanas de verano o de invierno en que se estaban celebrando cualquiera de los juegos. El momento más relevante para que se retomara la idea de pax olímpica fue el intento de alcanzarla en medio del conflicto de la guerra de los Balcanes y la organización de las Olimpiadas de Invierno en Noruega en 1994. 

La realidad es que las olimpiadas han seguido organizándose cada cuatro años en un contexto donde lo que ha primado es lo deportivo y lo económico. Hace dos años que se inició la guerra en Ucrania y pronto se alcanzará el año del ataque permanente que Israel está realizando sobre la población civil de Gaza. Mañana será la inauguración de las Olimpiadas en París y durante unos días la atención mundial se centrará en las competiciones deportivas. Por este motivo, las noticias que nos puedan llegar de Ucrania, de Gaza o de otras regiones del mundo donde se esté matando a inocentes bajo el uso indiscriminado de las armas no tendrán cabida en las parrillas informativas. Y no será porque la indutiae Olympicae se esté aplicando. Será porque una vez más los organismos internacionales con capacidad para intervenir y alcanzar la resolución de estos conflictos vuelven a desentenderse y a priorizar sus propios intereses. En unas semanas se habrán repartido las medallas oportunas, pero nadie podrá colgarse la medalla de haber impedido que durante estos días siga muriendo gente inocente.

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