Iratus est valde et mittens occidit omnes pueros
Entre las celebraciones que saturan el calendario de estos días de finales de año suele pasar desapercibida una que, vista con perspectiva, parece tener muy poco de festividad: la Matanza de los Santos Inocentes. Tal vez porque desde hace siglos ha quedado vinculado este 28 de diciembre a la tradición de realizar bromas, aunque este aspecto también parece que va perdiendo cada vez más seguidores. El hecho de que en el calendario cristiano (pues no se trata solo de una cuestión católica, sino que está presente en todas las demás iglesias cristianas), se haya consolidado desde el siglo V la conmemoración de este episodio evangélico, se nos ha introducido en nuestra cotidianidad despojado de la carga dramática que realmente posee: que en un determinado día Herodes, un rey celoso y amenazado de su poder, ordenara que se exterminara a todos los niños de una población menores de dos años.
Tomando como punto de partida la narración que nos ha llegado a través del único evangelista que lo cuenta, Mateo, el acontecimiento se vive desde la perspectiva en primera persona del propio José, a quien un ángel avisa para que solo su hijo evite la matanza y todo queda enmarcado en una justificación necesaria para que lo que las escrituras habían predicho se cumpliera. Si los acontecimientos narrados en los evangelios ya presentan ciertas controversias históricas, todo lo referente al nacimiento y la infancia de Jesús han de ser mirados con más suspicacia aún. Y no solo por la participación milagrosa de palomas, ángeles y magos venidos de Oriente. Sino, en particular, por la propia inconsistencia de los supuestos datos históricos verídicos que aparecen para contextualizar estos acontecimientos que cada año “conmemoramos”. Ese rey Herodes el Grande, a quien, por lo que sabemos por fuentes históricas, era muy capaz de ordenar matanzas como esta, ya llevaba un tiempo muerto (4 a.C.) para cuando se produjo el censo de Quirino (6 d.C.) que, en teoría, obligó a María y a José a coger una mula y marchar a Belén. A eso le sumamos la ausencia total de referencias a tal matanza en las fuentes, como Flavio Josefo, que no tienen miramientos en contar todas las crueldades protagonizadas por este monarca. Y el hecho de que haya sido contada exclusivamente por uno de los evangelistas, en un deseo por crear una narración que permita justificar una razón para el viaje forzado a Egipto.
Sin embargo, el sentido del relato incorporado a la tradición cristiana y dado por válido por generaciones de creyentes y no creyentes, no deja de tener un valor literario y simbólico más allá de las interpretaciones teológicas que los primeros Padres de la Iglesia justificaron al presentarlos como mártires de sangre necesarios para prefigurar la muerte que más adelante sufriría el propio Jesús. De ahí que la fecha del calendario litúrgico lo sitúe después del de Esteban, el primer mártir. La muerte de unos niños a quienes se concede el título de inocentes, no solo por no tener culpa de la razón que provoca su asesinato, sino también porque no llegarán nunca a poder tener la suerte de conocer los nuevos tiempos que están por venir, queda insertada en la narración tan frecuente en la Biblia, donde para conseguir determinados fines el dios del Antiguo Testamento no tiene inconveniente en asumir la muerte de menores: desde la última plaga de Egipto hasta el propio sacrificio de Isaac. Para que todo esto suceda y se cumplan los “designios divinos”, siempre hace falta que haya alguien que actúe como ejecutor. Ramsés provocó el destino de los primogénitos de Egipto con su tozudez. Y Herodes, como señala el propio evangelio de Mateo, “montó en cólera y mandó matar a todos los niños” (iratus est valde et mittens occidit omnes pueros. Mt. 2,16).
Es curioso comprobar cómo la desdramatización del episodio de los Santos Inocentes se ha instalado plenamente en nuestra sociedad occidental, que tanto se enorgullece de proclamar sus raíces cristianas. Cuando muchos se lamentan, en un arrebato de nostalgia conservadora, de que se pierdan las raíces religiosas de estos días, al final solo están preocupados por dos o tres acontecimientos puntuales. Pero voluntariamente ignoran que cuando celebran en la Navidad que Jesús vuelve a nacer cada año, olvidan que a los niños inocentes también los asesinan cada año. Más concretamente, esta vez tienen la evidencia real de que en ese territorio que artificialmente reproducen en los portales de Belén que decoran tantas casas, en estos momentos un nuevo Herodes ha vuelto a ordenar que maten a todos los niños, sin importar la edad e ignorando que, por supuesto, son inocentes. No podemos esperar que un ángel avise a los padres para que se los lleven de allí y huyan a Egipto. De hecho, ni tan siquiera esa posibilidad les está permitida. Cualquier fuga de la muerte implacable es respondida por la ausencia de auxilio real, tibias denuncias internacionales, apoyos vergonzosos o justificaciones por los crímenes cometidos por otros. Su muerte es contemplada por algunos como un mal necesario o como la responsabilidad de quienes les lideran. También estarán los que los vean como mártires de una causa que se riega periódicamente con sangre inocente. Pero quienes desde fuera lo contemplamos y quienes tienen algún tipo de responsabilidad a la hora de encontrar soluciones no se pueden (no podemos) permitir asistir impasibles a un recuento de cifras periódico, sin clamar contra el crimen que se está cometiendo y exigir ahora y siempre el cese de esta matanza de inocentes.
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