'A los que leen', una oda a la literatura por Jonathan Allen

Portada de la novela 'A los que leen', de Jonathan Allen

Ramón Díaz Hernández

Las Palmas de Gran Canaria —

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A los que leen es el sorprendente título de la última novela de Jonathan Allen publicada por el sello canario Idea Ediciones que luce en la mesa y en los espacios reservados a las novedades de las librerías insulares desde finales de 2019. A los que leen es un relato en trece capítulos dotado de una arquitectura sólida que, desde el principio hasta el final, refleja una mirada atenta y cercana a la realidad del momento y unas voces personales que transforman la lectura en conocimiento. Con una prodigiosa economía de recursos, con inaudita sobriedad, Allen nos introduce en el meollo de la historia y en el fondo del alma de sus personajes. Se trata de una novela escrita con un lenguaje rico y veraz, una apreciable elegancia de estilo, un uso del español plural con evidentes guiños argentinos, sin artificios, que incluye personajes creíbles dibujados con cirujana precisión, tanto en lo que se refiere a sus respectivos defectos como a sus indudables cualidades intelectuales y cívicas; dispone igualmente de una trama narrativizada bien urdida que muestra el desarrollo de unas vidas como si se tratara de una realidad aumentada y cargada de saberes librescos; es decir, un relato de línea clara que evoluciona sobre escenarios geográficos reales en lugares sobradamente conocidos por todos. Por esos territorios historizados vemos deambular a nuestros personajes - bien interpretando, recitando o reflexionando, pero siempre deslumbrando con voces reconocibles y auténticas, correctamente construidas, diferenciadas y distinguibles entre sí-  que responden a una concreta condición social y vital dentro del contexto espacial y temporal de la época que les tocó vivir en un momento existencialmente nada fácil. No fueron tiempos amables los que se vivieron durante la dictadura franquista. Al contrario, un conjunto de disposiciones absurdas imponía límites insospechados a una temerosa ciudadanía de las que, en ocasiones, parecían no ser conscientes ni ella misma.

Si se mira bien y con la debida concentración, Sofía y Gustavo, en calidad de protagonistas del relato, son coincidentemente lectores incondicionales cuya ideología prioritaria y vehicular es la lectura (“primero el libro, luego el mundo”) toda vez que devorando libros convierten la lectura en un poderoso vínculo de unión y sobre todo en un voluntarioso acto de transfusión de sueños, privaciones y regocijantes placeres.

Tanto los personajes centrales como los secundarios que aparecen y desaparecen en los  diferentes pasajes de esta novela son seres normales como cualquiera de nosotros que se comportan como tales;  se esfuerzan por mantener el tipo y no sucumbir ante la amenazadora deshumanización y, por ello, se permiten transitar cómodamente por el amor familiar, la amistad, las relaciones sociales de vecindad, los encuentros casuales con diferentes personas, o los múltiples vínculos de pareja bien llevados, sin sobresaltos ni estridencias, mostrando libremente sus emociones, aficiones, temores, dudas y contradicciones, compromisos y sentimientos en dosis contenidas.

Salvo doña María, la falangista resentida de la Sección Femenina que quemaba libros contrarios a la dictadura en litúrgicas celebraciones, no aparecen en este libro (en contra de lo que suele ser habitual) personajes especialmente odiosos, seres antagónicos o individuos malévolos que deshagan o interfieran los sueños más queridos de nuestros protagonistas centrales o cuando menos someterlos a duras pruebas para complicarles la vida. Tampoco encontramos trampas afectivas ni desengaños emocionales o desgarradores. Allen tampoco juega con enigmas indescifrables ni con intrigas ortopédicas que potencien artificialmente el interés del lector porque lo sustancial de su novela reside en las vicisitudes de los protagonistas que por sí solo tienen suficiente capacidad para pilotar sus vidas y mantener en tensión a los lectores. Dicho en otras palabras, en esta historia todo discurre sin sorpresas, dentro de unas coordenadas sosegadamente tranquilas lo cual es muy de agradecer en estos tiempos asirocados en que lo más que necesitamos los lectores es un poco de quietud y certidumbre.

Allen, repito, nos presenta unos personajes jóvenes dotados de fuertes contrastes en cuanto a extracción social, nivel económico y distancia geográfica a los que el azar y la delectatio amorosa les une en un momento delicado de sus vidas y que, gracias a sus aficiones lectoras, se sienten en un mismo plano de igualdad compartiendo un destino común: él preparándose para estudiar ingeniería en Madrid y ella sumida en su desconcertante futuro de si quedará o no mutilada de por vida tras el accidente que sufrió en la carretera que va de Mendoza a su lujosa estancia situada en los piedemontes andinos que dan al Oriente.

Lo esencial del relato transcurre en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, una capital de provincia sumida aun en un ambiente plomizo con las heridas de la guerra civil y la represión política todavía frescas, maleando y fragmentando cuanto puede la convivencia entre adictos, enemigos, oportunistas e indiferentes al feroz régimen dictatorial. En ese contexto de paz impuesta, en donde bullen los resentimientos más procaces entre vencidos y vencedores, es en el que se desenvuelve el joven Gustavo, único varón de una familia de clase media, que desde los doce años mantiene una especial vinculación con las librerías, sin duda alguna influenciado por su rebelde abuela materna, propietaria de una caleidoscópica biblioteca a la par que lectora infatigable y bohemia. Poco a poco fue Gustavo descubriendo las virtudes redentoras de la bibliomanía al comprobar que cualquier libro puede encerrar las respuestas adecuadas a las preguntas que él le va formulando y que leer de verdad significa escuchar lo que un libro tiene para decir y reflexionar o para aprender cómo es el mundo e intentar entenderlo. Cuando alguien le reprocha sus “insanas” aficiones, Gustavo responde defendiéndose: “No estoy loco. Simplemente amo los libros, aunque no los lea todos” (p. 140). El señor Manes, librero bonaerense, nos lo define muy bien, aunque improvisadamente como “Ingeniero eléctrico, lingüista y lector de Kafka”, no en vano su amor incondicional por los libros le marcará un venturoso destino en medio de las lógicas incomprensiones familiares infundidas por la sobreprotección maternal como algo tan extendido en nuestras Islas.

El autodidactismo le permite a nuestro personaje madurar más rápidamente que los chicos de su misma edad. Las experiencias leídas le incentivan a cultivar una mente abierta y una actitud atenta a todo lo que le sucede en su interior y en su entorno. Alcanzada la seguridad en sí mismo se resuelve socialmente como pez en el agua. Entabla amistad con el culto Luis Dante, tío de Sofía, por la que Gustavo siente un “deseo descomunal y una atracción que no me atrevía a calificar” (p. 124),  que con el paso del tiempo le descubrirá el gran amor de su vida, un amor espontáneo, envolvente y casi vegetal por el que viajará a la Argentina (por “ese irracional deseo de emigrar sin necesidad alguna por pura cabezonería”) para encontrarse con una rica heredera y desposarse con ella y emprender una nueva vida tal como se habían prometido en “Villa Simón”.

Durante la larga travesía en uno de aquellos viejos trasatlánticos italianos, en su breve residencia en Buenos Aires y en el tren con rumbo a Mendoza, Gustavo coincidirá con una serie de personajes que llevan consigo el estigma de unos tiempos durísimos: exiliados españoles, emigrantes italianos y alemanes, judíos que sobrevivieron el holocausto nazi o huyeron antes que la persecución final (Soah) se desatara. Todos ellos “inmigrantes, condenados a ser espectadores mudos” (p. 46) en un país tan acogedor como Argentina, pero tan poco avenido con las libertades democráticas. En Buenos Aires presenciará acongojado una brutal detención que le hace preguntarse con impotencia “¿Por qué he venido a esta tierra de militares convulsa, como la mía”? (p. 43).

Sofía es el otro personaje que mueve el eje central de la narración. La bella e inteligente Sofía, superviviente, aunque malherida de un trágico accidente en el que mueren sus acaudalados progenitores, es también lectora militante por tradición familiar a la par que heredera de una gran fortuna. Como ya se dijo, ella y Gustavo se conocieron en la casa de Luis Dante, hermano del padre de Sofía, y se prometieron amor eterno en una breve escala que hace el barco en el Puerto de La Luz que la transportó de regreso de Paris adónde fue buscando remedios para sus maltrechos huesos en la vanguardista medicina francesa.

En el discurso de este nuevo libro de Allen surfea la vaga sensación de la dulzura triste de la existencia a la par que las serenas interrelaciones entre personajes en donde prevalece una relajada desjerarquización de roles rayana en un sano interclasismo. Igualmente sobresalen los diálogos bien hilvanados, casi siempre embellecidos o reforzados con versos y textos literarios selectos que forman parte estructural de esta narración. Causa verdadero regocijo apreciar como esos fragmentos literarios de autorizados autores que, en ocasiones son recitados de memoria por nuestros jóvenes protagonistas, marcan con su poderío la senda de la historia que se cuenta.

El crecimiento emocional e intelectual que Gustavo va adquiriendo en la primera parte de la novela unido al arcano que esconden los espejos son los que sigilosamente van labrando el destino que mueve lo esencial de esta historia por la que nuestro protagonista se ve obligado a una irreflexiva emigración transoceánica, a lograr de forma meteórica ascender socialmente sin esfuerzo (dejándole algún resquemor en la conciencia); luego una feliz unión matrimonial que le hace sin embargo cuestionar su masculinidad para comprometerse a ejercerla colegiadamente y sin supremacismos; las dudas sobrevenidas sobre cómo encajar una nueva vida de potentado consorte o en cómo ser demócrata “en la intimidad” y hasta ser comprensivo con los independentistas canarios en un entorno políticamente autoritario a ambas orillas del Atlántico sin entrar en conflicto con parientes y amigos partidarios de aquello regímenes represores;  y ya finalmente, y de modo secular, en qué manera va a poder proseguir  el “incómodo deseo de conocer la verdad” (p.212). Todas estas cuestiones y algunas más están presentes en este interesante libro de 221 páginas.

Pienso a buen seguro que los objetivos que el autor quería comunicar con esta nueva novela se han obtenido porque ha puesto en nuestras manos una historia nada tediosa en donde el lector o la lectora encontrará un relato que cuenta lo extraordinario que resultan las vidas redimidas por los libros a las que la lectura les infunde generosidad, aliento y cuerpo; todo eso no sólo no le resta interés a la novela, ni debilita el ritmo del relato, sino que hacen de este libro un artilugio atractivo y fascinante dotado de sustancia, alma y coraje, difícilmente olvidable.

Allen deja caer en numerosos pasajes, como quien no quiere la cosa, una reflexión crucial: vivir y leer no son actividades escindidas sino complementarias. De ahí que Gustavo y Sofía encuentren en la lectura y en los libros un mecanismo peculiar de comunión entre ellos que les lleva a compartir textos verdaderamente significativos para cada momento vital (tanto cuando vivían distantes durante el noviazgo como cuando están juntos después de casados ) al tiempo que un eficaz método de resistencia política para sobrevivir a las tenebrosas dictaduras militares que secuestraron las libertades democráticas tanto en España como en Argentina durante los años 50 y 60 del pasado siglo. La deseada libertad que en el momento histórico que viven se les niega la buscan en los libros y por eso se entregan a ellos con entera avidez y como única posibilidad de satisfacer carencias existenciales. Pero los libros, en general, aportan, además, alivio al dolor y, a su manera, compensan a los lectores de los pequeños y grandes contratiempos de la vida. Por ellos nuestros jóvenes protagonistas se ven convertidos en seres resilientes que se acomodan a los buenos momentos que les depara la vida y a superar las duras adversidades que van desde la pérdida de salud, el ácido sentimiento de sometimiento y demás avatares devastadores de la existencia como la pérdida o enfermedad de personas queridas.

A voz de pronto el lector podría sacar una primera impresión de estar ante una nueva historia de este veterano autor con bastante oficio a sus espaldas hecha de resonancias literarias a juzgar por la cantidad de autores y obras que se mencionan en la misma. No por casualidad encontramos en la p. 51 una posible explicación en este párrafo: “Los grandes escritores siempre llevan dentro a otros grandes escritores, conviven con ellos, conversan con ellos, los evocan, los hacen símbolos, ven sus textos como imágenes que contemplan y, aunque esas imágenes se hagan difusas, siempre retornan” (Dante, Kafka, Borges, Lugones, Gómez de la Serna, Bécquer, Tomás Morales). Evidentemente las resonancias literarias están siempre presentes de una u otra forma en cualquier acto creativo. Allen, gran conocedor de la literatura contemporánea, no solo está lejos de alimentarse y aprovecharse instrumentalizando el prestigio de ciertas formas literarias y el renombre de escritores consagrados, sino que los introduce en la historia como si fueran unos insustituibles personajes constituyendo una parte significativa de la trama.

Allen es un autor maduro que con esta nueva novela atiende a la urgencia del momento que vivimos (neoanalfabetismo, desprestigio de la ciencia y el conocimiento, crisis editorial, cierre de las librerías, banalización de la autoría) o tal vez se hace eco de la melancolía por un mundo que se va y que está siendo sustituido por otro en donde la lectura se ve como un hábito anacrónico; ante lo cual siente la necesidad apremiante de aleccionar a su público con una homilía novelada de homenaje a los que leen ante el temor al creciente proceso deshumanizador que amenaza a nuestra sociedad deslumbrada por unas tecnologías más sofisticadas y manipuladoras que prometen mucho más de lo que dan.

A los que leen es una narración que se hace ininteligible sin los espejos guardianes de historias personales que registran información de sus usuarios, se comunican entre sí y que, como testigos del transcurrir del tiempo, tienen un papel que evoca al coro romano de “recuerda que eres un hombre” (memento mori). Unos espejos que tienen vida propia y hasta saben guardar y borrar imágenes, escuchar voces vivas y muertas (“la niña que vivió muy poco”); que acumulan memorias; que recuerdan amores y odios de los que están y de los que se fueron, en definitiva, que interactúan con los personajes influyendo en sus comportamientos y destinos.

Allen, alérgico a las rutinas de estilo, apuesta por un tema original que subyace en todo el relato. Estamos, pues, ante un autor que domina el territorio sentimental y las palabras adecuadas para delimitarlo. No rehúye la toponimia de la geografía real que es la suya (Gran Canaria) por lo que no tiene que inventarse lugares imaginarios para obscurecer la historia. Por la novela pasan igualmente nombres reales como, entre otros, el Dr. Mejías, los hermanos Néstor y Miguel Martín de la Torre…

A los que leen no es, a mi juicio, un libro más de los tantos que se publican en estos tiempos. Con esta novela, todos los que hemos hecho de la lectura una forma de resistencia política, una busca incesante de la verdad, una forma de crecer física, emocional e intelectualmente y un poderoso medio de evadir el miedo, nos vemos concernidos directamente y al mismo tiempo nos sentimos gratamente homenajeados. Muchísimas gracias.

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