Cuando nos llegue la tarde
Recuerden, como escribió Benedetti, que “Aquí no hay viejos, simplemente nos llegó la tarde”. Por eso espero que llegada esa tarde no me envíen a un centro o residencia de ancianos y me toque una ayuso cualquiera de presidenta o alguien propenso a la tiranía. No quisiera yo verme metida en uno de esos centros donde mueres a manos de un COVID o de una epidemia de diarrea universal; un lugar donde mis amigas y yo pasaremos los últimos años de nuestra miserable vida. Nunca pensé que un día podría llegarme esa plaga y, si así fuera, debo confesar que prefiero visitar el infierno antes de entrar en uno de esos lugares donde saltan las cifras de muertes inhumanas bien por enfermedades mal atendidas o por abandono de hijos y demás familia y donde mi soledad se vería aumentada por la desidia de alguna institución encargada de cuidarme, bañarme, limpiarme el culo y darme de comer algo que no sean sardinas en lata con papas y boniatos. En mi infancia yo veía comer todo eso después de la guerra, pero creía que eran alimentos para unos pocos abandonados de la mano de Dios o por ser negros o por ser pobres o por el mal trato de padres, tíos y sobrinos.
El mundo se acaba. Lo sabemos los que sabemos ya muchas cosas más por viejos que por diablos. Castillos más altos hemos visto caer. Castillos y ciudades hemos visto morir a manos del enemigo. Ahora morimos a manos de los parientes y funcionarios de las instituciones encargadas de darnos alguna alegría los pocos años que nos quedan. Yo lo sé. Sé que voy a morir, pero líbreme el cielo de hacerlo en una cama ajena a la mía que prefiero morir sola en mi casa que mal acompañada por un estado corrupto que se gasta el dinero en bombas y metralla en vez de comprar toallitas húmedas o pañales de algodón en rama, y menos aún en lugares que caen en manos de empresas que no sienten ni padecen ni se molestan en padecer algo que se llama empatía que les pueda hacer sentir cerca de aquello que dicen cuidar y proteger.
La vida me ha dado ejemplos de cómo no debe morirse uno y lo tengo muy claro: ni en una guerra, ni ahogada y arrastrada a una playa por olas o tiburones, ni en manos que no entiendan la palabra amor. Y en esa última cesta entran hijos, nueras, yernos, asistentes y curanderos de pacotilla. Que buena gente la hay, también lo sabemos los que por el mundo andamos, y que la hay con sentimientos capaces de entregarse a la causa de atendernos en momentos de penuria y desamparo también lo sabemos; que todo el mundo conoce de casos de amor y generosidad a la hora de cuidarnos y permitirnos voces, llantos, quejumbres y saltos de memoria, lo sé y lo veo en cuidadoras y cuidadores de toda raza, tipo y constitución, que no se me escapa ver a muchachas, casi unas niñas, acompañando a viejos en sillas de ruedas o colgados de sus brazos; que veo a hombres fuertes y robustos llegados de otros países, pasar llevando del brazo a una viejecita que arrastra los pies y lleva una historia doblada a la espalda. Todo eso lo sé. Pero mi desconfianza es más fuerte que esa visión diaria y siento temor por una sociedad que envejece y perdura más de lo previsto; que todos sabemos que nacen menos niños y cada día crece más la población de ancianos y seres que dependen de otros. Lo sé. Lo sabemos. Y por eso levanto la voz antes de que sea tarde y crezcan los miserables y aprovechados de turno creando empresas y asociaciones para liberarse de nosotros de una forma o de otra.
El discurso está servido y la realidad también. Queremos que las instituciones se ocupen de nosotros y no que encarguen a empresas sin alma el cuidado y la asistencia que necesitamos. Los impuestos se pagan para que trabaje el estado a quien pagamos, no para que encomiende ese cuidado a terceros o cuartos que se encargan a su vez de dejarnos agonizar en una habitación desierta mientras el dueño de semejante industria se forra con el dinero público manejado por gobernantes que empiezan por privatizar las escuelas y universidades y acaban por hacerlo con hospitales, residencias de ancianos y tanatorios. Gobernantes capaces de dejar sin atención a miles de ancianos solos en sus casas, desperdigados por pueblos y caseríos, abandonados por la familia y la sociedad sin que puedan recibir la asistencia necesaria. La pregunta es: ¿Van a darles la atención y el cuidado personalizado ayuntamiento por ayuntamiento o los van a dejar en las manos de empresas subsidiarias que nada saben del lugar o las costumbres del lugar? ¿Los van a sacar a la fuerza de sus casas para ingresarlos en residencias a las que nunca hubieran deseado ir? Contesten. Me gustaría saberlo para irme preparando.
Elsa López
27 de octubre de 2024
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