No eran las locas, eran las víctimas. A George, la urraca de Frieda Hughes

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El título de esta crónica incluye la palabra víctima, palabra que me duele, porque parece dejarnos supeditadas, sin salida, esperanza o libertad; pero que encuentra su sentido pleno aquí al tratar de manifestarse como lo más real posible.

El lenguaje de las mujeres locas junto al escritor sigue presente. Sigue presente y lo seguirá mientras no se gane el dualismo de “mujer-musa” y al “gran artista- genio”.

Soy consciente de lo que supone aliarme aquí con todo lo leído de Laura Freixas, Ana Caballé, o Amelia Valcárcel. -Por citar solo a algunas españolas- A ellas, como a tantas…como a Simone de Beauvoir o Betty Friedan, solo tengo que agradecer. Leerlas también nos cura.

Inevitablemente se presentan tantos ejemplos en la historia de la literatura y el arte, en lo que he llamado de “mujeres locas” junto a ellos, que he decidido convertir esta crónica en un córvido. Se trata de George.

George es la metáfora perfecta de lo que somos y han sido tantas mujeres.

Frieda Hughes, la hija de Silvia Plath y Ted Hughes, escribió “George”.

George es la historia de una urraca herida, prácticamente moribunda, que cuidó y rescató en el aviario de su casa, a las afueras de Gales. 

Sigue llamando la atención expresiones en eventos literarios como “…A ella…a la mujer de X, la ingresaron en un psiquiátrico”. “Ella…ella padecía de esquizofrenia”.

Pero ¿nos planteamos porqué era así?

Lógicamente no dudo que Silvia Plath pudiera sufrir algún trastorno psicológico, pero no profundizar en su contexto y realidad es desconocer el porqué de su suicidio, de su vida, de su obra.

Debemos recordar que Ted Hughes la abandonó por Assia Wevill estando Silvia embarazada de su segundo hijo. Las amantes de él eran continuas. Assia Wevill también se suicidó, pero a diferencia de la famosa muerte de Sylvia, ella decidió suicidarse con su hija.

Neruda cometió una violación a su criada indígena, esto lo expresa en sus memorias: «Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré a la cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. (...) El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme». ¿Quién contará la historia de aquella mujer?

Tenemos también a Zenobia Camprubí, la que yo llamo la “mujer callada” o Joseph Roth, maravilloso escritor, sí, pero también alcohólico que estafó a Andrea Manga Bell con el dinero que su hermano había prestado a la gran ilustradora y periodista. Su última mujer también cayó alcoholizada. ¿Locas?

Hay tantos ejemplos, que temo, se sucederían aquí miles de páginas. Me asombra y duele que sigamos viendo a grandes escritoras como locas o “mujeres de…”, que no se indague en su vida o que no se tenga más capacidad crítica.

George, esa urraca que Frieda cuidó, es tal vez la manifestación psicológica de quien desea cuidar a esas mujeres y su dolor. De quien desea llorar o gritar, porque en muchos casos, ellas no son las locas, ellas son las víctimas.

Consuela saber, sin embargo, que hoy, miles de urracas juntas van cogiendo la fuerza suficiente y alzan su vuelo o su canto/voz.

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